de Donato Ndongo Bidyogo-Makina. El profesor Ndongo es un referente para este paseo por la
A menudo me preguntan para qué sirve la literatura en las sociedades africanas. Desde fuera, resultan incomprensibles tantas horas de soledad reflexionando sobre los anhelos y las frustraciones del ser humano, en pugna con cada palabra para escoger la más adecuada para incidir en corazones y mentes. Sobre todo, cuando el escritor apenas recoge algún fruto del empeño—ni sus potenciales lectores tienen fácil acceso a su obra. Parece un esfuerzo inútil, realizado por vagos o estúpidos; algunos afirman que somos diletantes que escriben para los blancos, principales consumidores de bienes culturales. Discrepo. No siendo la primera vez que viajo a Estados Unidos, este nuevo periplo prueba que algún escrito nuestro abre la mente—quizás hasta el corazón- de personas honestas, personas que consideran de interés cuanto podamos aportar. Les introduce a realidades desconocidas, o soslayadas por lejanas. Mi presencia aquí, como la de otros muchos colegas antes y después, justifica plenamente nuestro oficio, una de cuyas funciones es comunicar. Al no poder acotarse la comunicación, nos dirigimos a cualquier lector que desee bucear en nuestras realidades: nuestros compatriotas, quienes deben asomarse al espejo y cotejar si la imagen reflejada se corresponde con sus sueños; a la gente de cualquier parte del mundo dotada de sensibilidad, que deben conocer desde nuestra voz nuestro afán de cada día. Este es el papel inherente a la literatura en todas las sociedades, en cualquier época y lugar, con una particularidad: los escritores africanos heredamos el rol desempeñado por los trovadores en nuestras culturas milenarias.
A menudo me preguntan para qué sirve la literatura en las sociedades africanas… Parece un esfuerzo inútil, realizado por vagos o estúpidos; algunos afirman que somos diletantes que escriben para los blancos, principales consumidores de bienes culturales. Discrepo.
El griot no era un mero bufón en la corte de los poderosos, ni ilusionista manipulador de ensoñaciones adormecedoras, sino el elaborador y depositario de las ideas, guardián de la memoria y transmisor de los anhelos colectivos; en suma, el intermediario por excelencia entre la palabra y la acción. En nuestras culturas pre-coloniales, la palabra no era mero sonido desprovisto de significado; no gruñíamos, aunque la peligrosa mezcolanza de ignorancia y prejuicios, traducida en racismo por los colonizadores y sus epígonos, considerase nuestras lenguas "dialectos groseros", según escribió algún tratadista español. Nuestros mayores nunca hablaban por hablar; el verbo persuadía, orientaba, comprometía, definía y calificaba a quien lo expresaba, encerraba cuantos valores subyacen en el alma de un pueblo. En aquellas sociedades "primitivas", la principal diferencia entre un mayor y un joven estaba en la capacidad de razonar y exponer juicios certeros en el momento adecuado, transmitiendo ideas útiles para los ciudadanos. Un mayor dicharachero o mendaz era considerado insensato, no merecía respeto, nadie le tomaba en serio. Por otro lado, un joven prudente era captado para asumir responsabilidades en beneficio del conjunto. Enriquecidos hoy con la escritura—que, recordémoslo, no nació en Europa—tales características adquieren una nueva dimensión. Desprovista de los caprichosos efectos de la memoria física e inmune al transcurrir del tiempo, la palabra puede ser fijada para recordar permanentemente nuestra trayectoria, el origen, el rumbo y las metas propuestas. Esta concepción explica nuestra desdeñosa indiferencia ante demasiadas palabras sin sentido dirigidas a nuestras culturas, a nuestro continente, a nuestras personas, por gente incapaz de realizar un mínimo esfuerzo de empatía hacia otras realidades distintas de su rutinaria inmediatez.
Como mayor, podría aconsejar prudencia a los jóvenes, decirles que hagan oídos sordos a palabras necias. Pero no lo haré. Precisamente la edad y la experiencia me obligan a prevenir sobre las consecuencias de tanta necedad esparcida de modo impulsivo, irreflexivo y malévolo; la historia vivida y analizada advierte que nuestro desdén resulta perjudicial. No debemos seguir callando, limitándonos a esbozar sonrisillas misericordiosas ante ideas insensatas expuestas por ignorantes poderosos. Esa ignorancia, envuelta en soberbia, teñida de mala fe, resulta tan peligrosa que, tolerada, conduce a tragedias y genera atrocidades. Sobran ejemplos en la historia de la intolerancia. Los africanos, explotados, vejados y humillados durante los últimos cinco siglos y medio por otros humanos imbuidos en su jactanciosa autocomplacencia, estamos obligados a contraponer las mentiras con la verdad. Mientras gocemos—todavía – de cierta libertad para expresarnos con palabras y escritos, usémosla para desenmascarar el discurso tendencioso que estimula instintos mezquinos como el odio. No combatiremos la mentira con mentiras, el insulto con insultos, el odio con más odio. Empleemos armas más eficaces: avergonzarles con su ignorancia, ridiculizar su injustificada altivez y remover en sus corazones el poso de humanidad, de reflexión, que suponemos en todo bípedo implume, según la definición de Platón.
Por eso escogí este tema para mi charla aquí y ahora: parafraseando a Wole Soyinka, "algún día enseñaremos a leer a la soldadesca". Es nuestra responsabilidad ilustrar a quienes, creyendo poseer la verdad absoluta, pudieran descubrir que ignoran las verdades esenciales de la existencia.
Por eso escogí este tema para mi charla aquí y ahora: parafraseando a Wole Soyinka, "algún día enseñaremos a leer a la soldadesca". Es nuestra responsabilidad ilustrar a quienes, creyendo poseer la verdad absoluta, pudieran descubrir que ignoran las verdades esenciales de la existencia. Bastaría que leyesen Nations Nègres et Culture o Civilización y barbarie, del historiador senegalés Cheik Anta Diop, para obligarles a cerrar la boca. Si leyesen a Nadine Gordimer y Doris Lessing (que no eran negras), no abrirían sus bocas. Les bastaría saber que el rey belga Leopoldo II asesinó a más de 10 millones de congoleses entre 1885 y 1908 para callarles.[1] Su drama es que desconocen su propia historia. Deberían saber que los alemanes exterminaron etnias enteras en Namibia, Togo y Tanganika a principios del S. XX. Deberían conocer las atrocidades cometidas por oficiales del Ejército español en mi pueblo, donde quemaban bebés solo porque les molestaba su llanto. Si leyeran, comprenderían las emociones de los descendientes de los millones de africanos masacrados por franceses, portugueses, italianos y británicos que en las cuatro esquinas de África destruyeron las estructuras sociales y frenaron en seco la evolución natural de nuestras culturas. Si fuesen honestos, les avergonzarían sus antepasados, aventureros glorificados que dominaron el mundo impulsados por la codicia y las hambrunas de la misérrima Europa del S. XV.
No es necesario seguir desgranando argumentos; los ejemplos anotados son suficientes para hacerles callar. No queda lugar para falacias esparcidas durante siglos por esclavistas y colonialistas, cuando Prehistoria, Biología y Psicología desmienten supuestas diferencias más allá de las distintas tonalidades de la piel que nos envuelve. Al saber que son burdas mentiras las supuestas fatalidades deterministas, es hora de actuar con seguridad, al no existir razones para que interioricemos la inferioridad que nos inocularon, condenándonos a vivir atenazados en la zozobra permanente.
Escribimos para no ser meros cuentacuentos; concebimos nuestro oficio como un sólido compromiso ético y moral ante nuestras sociedades dolientes, espectros miserables deambulando sobre suelos inmensamente ricos.
Escribimos para no ser meros cuentacuentos; concebimos nuestro oficio como un sólido compromiso ético y moral ante nuestras sociedades dolientes, espectros miserables deambulando sobre suelos inmensamente ricos. Escogimos entre apoyar a los cuerdos o a los locos, a los opresores o a los oprimidos, a los verdugos o a las víctimas. Pavorosa circunstancia cotidiana que convierte la indiferencia en deshumanización: el don que poseemos no nos inmunizara ante el dolor ajeno, un dolor colectivo que es nuestro propio dolor. El escritor africano no se encierra en una urna de cristal desde la cual contempla impasible los fenómenos que describe. No somos, como en Occidente, seres privilegiados que elucubran desde la altura de sus torres de marfil cómo deleitar el ocio de los cuerpos bien nutridos. Sabemos que la literatura es arte, proposición; y el arte, para ser tal y no mera artesanía, simple imitación o repetición, no puede olvidar su dimensión estética. Pero no basta la estética en sí misma; la belleza es una banalidad, cambiante según las modas de la época o el lugar. El africano no concibe el "arte por el arte". No encerramos nuestra creación en museos y palacios para deleite exclusivo de expertos y poderosos. Aunamos en nuestra obra, literaria o plástica. Estética, ética y utilitarismo, conjunción armoniosa e inseparable que dota a nuestras culturas de los elementos necesarios para motivar las transformaciones sociales, noción que genera tópicos en quienes desprecian cuanto ignoran. Pero sobre ese trípode descansan nuestras realizaciones desde los albores, instrumentos valiosísimos hoy, cuando sentimos la necesidad de trascender la oralidad y adoptar la escritura, al descubrir que no necesitábamos intermediarios que distorsionaban cuanto no comprendían. Escribimos, también, para expresar nuestras almas desde nuestras almas: un sistema de creencias y valores, los estado de ánimo, nuestra percepción del mundo, que bien pudieran beneficiar al resto de la Humanidad.
Afirmemos entonces, con orgullo y seguridad, que los intelectuales negro-africanos tuvieron un papel vanguardista, determinante, en la conquista de la dignidad del género humano. El pensamiento africano de principios del S. XX, entroncado, como era natural, con su diáspora afroamericana y caribeña, puso al mundo ante sus contradicciones; siendo larga y prolija la enumeración, pondré un solo ejemplo: ¿libró el mundo una sangrienta y devastadora guerra contra el racismo y el totalitarismo, con importante aportación de los pueblos colonizados, para que la victoria de la libertad y la democracia beneficiara a una única raza, a una única cultura? Recordémoslo: en 1945, la mayoría de los habitantes de esta Tierra seguía sometida a una opresión tan cruel como la padecida por las razas y pueblos ultrajados por la barbarie nazi. La cuestión fundamental era – es – si libertad, democracia y dignidad son derechos exclusivos acotados a unos pocos, o inherentes a la condición humana. Fueron los intelectuales africanos y afroamericanos quienes llevaron a la conciencia universal un principio básico: la construcción y consolidación de la paz no puede ignorar ni soslayar los crímenes y la explotación padecidas en los territorios coloniales, disfrazados bajo eufemismos edulcorantes como "civilización".
Afirmemos entonces, con orgullo y seguridad, que los intelectuales negro-africanos tuvieron un papel vanguardista, determinante, en la conquista de la dignidad del género humano.
Si desbrozamos la historia reciente de prejuicios, aparece nítido que la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 es el compendio de reivindicaciones de libertad y dignidad formuladas por el V Congreso Panafricano, reunido en Manchester (Inglaterra) en 1945, cuyas conclusiones permitieron extender los valores de la democracia a todas las naciones, pueblos y personas de la Tierra. En ese encuentro participaron las mentes negras más preclaras; entre otros, el afroamericano W. E. B. Du Bois, el jamaicano Georges Padmore y los africanos Nnamdi Azikwe (Nigeria), Jomo Kenyatta (Kenia), Julius Nyerere (Tanzania) y, sobre todo, el ghanés Kwame Nkrumah. Ellos acordaron priorizar la liberación política de África como tarea inmediata, decisión que sustituía la emoción por las ideas, el sentimiento por la acción. Esta determinación benefició al conjunto de la Humanidad al establecer el respeto y el diálogo como factores de disuasión de los conflictos, universalizando el derecho de autodeterminación de los pueblos y aboliendo el "derecho de ocupación"- eje de las relaciones internacionales a lo largo del S. XIX y pretexto que legitimó la ocupación de África en la Conferencia de Berlín (1884-1885). Lo demuestran la creación de Naciones Unidas y otros acontecimientos relevantes de la época, hoy minimizados, olvidados: la creación de la editorial y su revista Présence Africaine por el senegalés Alioune Diop en 1947, y el I Congreso Internacional de Escritores y Artistas Negros de París. En septiembre de 1956 se reunieron, entre otros muchos, Aimé Césaire, Léopold Sédar Senghor, Jacques Rabemananjara, Richard Wright, Cheik Anta Diop, Mercer Cook, John Davis y Jean Price-Mars.
Es imposible negar que las ideas emanadas de ese decisivo encuentro regulan desde entonces las relaciones culturales entre los pueblos. Conceptos como multiculturalismo, diálogo de civilizaciones, diversidad e interculturalidad los formularon por primera vez estos intelectuales negros. Marcó de modo fructífero no solo las relaciones políticas y culturales, sino la forma de percibir al "otro"; parecía hallada la fórmula definitiva que armonizara las relaciones entre las diferentes razas, credos y culturas.
Es de suma importancia recordar estas cosas aquí y ahora, cuando renacen anacrónicas cruzadas y movimientos revisionistas, cuando asistimos al intento de exhumar viejas teorías que llevaron el horror y el sufrimiento a centenares de millones de personas. Esas ideas supremacistas contenidas, por ejemplo, en la Filosofía de la historia de Hegel y en la obra del Conde de Gobineau[2], son el germen de intolerancias y el alimento espiritual de racistas y xenófobos. Quizá resulte útil poner las cosas en su sitio, cuando se alzan voces de ignorantes poderosos reclamando la recolonización de África y la re-esclavización de los negros; útil e importante porque tales formulaciones hubiesen sido estériles sin la complicidad de influyentes intelectuales no africanos, como André Gide, André Breton, Jean-Paul Sartre, Albert Camus o Théodore Monod, a los que pronto se sumaron Pablo Picasso, Roger Bastide, Basil Davidson, Michel Leiris y otros muchos. De ahí nuestra propuesta recurrente: es necesaria una convergencia de objetivos, la complicidad activa entre los demócratas africanos, americanos y europeos para conseguirlo. La lucha contra la intolerancia no concierne a un solo país, pueblo o raza; conquistar y mantener la libertad y la dignidad nos concierne a cada uno de los integrantes de nuestra especie. Parece hoy incuestionable que, sin aquella conjunción, que culminaba cinco siglos de resistencia contra esclavitudes y opresiones, el colonialismo—convertido en un anacronismo poco después—no hubiese perdido su fuerza.
Al surgir las independencias a mediados del siglo XX, los intelectuales africanos se encontraron ante un dilema. Habían ideado la rebelión anticolonial y asesorado a los políticos en la estrategia para recuperar la soberanía. Militaban en partidos independentistas, eran activistas sindicales o de movimientos juveniles. Su tarea había consistido en concienciar a las poblaciones sobre las inmensas ventajas de la libertad. Alcanzado el objetivo prioritario, debían optar entre colaborar con los poderes emergentes, dedicarse a su oficio, apartados de los vaivenes políticos, o, combatir a quienes les habían contribuido a encumbrar ante la amarga deriva de los nuevos Estados. Bien saben ustedes que pronto fue evidente que las independencias no traían ni libertad ni progreso.
Dilema profundamente humano: un escritor, artista o profesor universitario no está exento de emociones, pasiones e intereses. Por ello estamos contra los mitos, tal como se construyen en las sociedades occidentales: escribir libros no convierte a nadie en ángel incorpóreo pese a la coherencia exigible.
Dilema profundamente humano: un escritor, artista o profesor universitario no está exento de emociones, pasiones e intereses. Por ello estamos contra los mitos, tal como se construyen en las sociedades occidentales: escribir libros no convierte a nadie en ángel incorpóreo pese a la coherencia exigible. Resulta inevitable que alguno se guíe por su estómago en lugar de las ideas—como anotó Chinua Achebe—y oculte la sensibilidad tras la seguridad. En cualquier lugar y tiempo, el ser humano reacciona igual ante ciertos desafíos. Los africanos resistieron juntos la barbarie colonial; pero con las independencias, surgieron las divergencias metodológicas, tácticas, de enfoque, prioridades y objetivos. Afloró una pluralidad ideológica que había estado solapada durante la opresión. Reduccionismos simplistas consideran a todos los negros iguales cuando la raza no es un uniforme; cada cual adopta sus actitudes según su tendencia y expectativas. Sucedió en otros lugares: no toda la portentosa élite cultural de la República de Weimar tuvo el valor de enfrentarse a la barbarie hitleriana. La inmensa mayoría buscó acomodo en aquella siniestra estructura, fenómeno repetido en los países del "socialismo real": las academias científicas y humanísticas, el periodismo y el mundillo literario se nutrieron de "intelectuales orgánicos" al servicio del estalinismo.
No somos distintos los africanos, cuando la naturaleza humana es tan poco proclive al heroísmo pocos prefieren el escarnio, la marginación, la pobreza, la cárcel, el exilio y hasta el martirio antes que secundar la iniquidad. Si valoramos, además, la brutal presión del totalitarismo sobre mentes y cuerpos, al alimentarse las tiranías de adhesiones inquebrantables y lealtades absolutas hasta en el crimen, hallaremos otra razón que imposibilita la unidad de acción frente a la opresión del negro sobre el negro que sustituyó a la opresión del colonizador. Difícilmente comprensible en sociedades como la norteamericana, una objetiva contextualización requiere situarnos en países subdesarrollados, donde, a menudo, la única fuente de ingresos y supervivencia es el dedo portentoso del dictador. Realidades que inutilizan determinados ejercicios utópicos tendentes a buscar comportamientos idílicos impropios de nuestra especie, que ensalza el heroísmo precisamente por su infrecuencia.
Sería imposible trazar aquí la historia pormenorizada de cuanto acontece en cada una de las 55 naciones africanas en 60 años de supuesta "libertad", ni detallar el comportamiento de sus élites culturales ante tales convulsiones. Tenemos todos en la mente la imagen de África, paradigma de todos los desastres: crueles dictaduras vitalicias; enfermedades, hambrunas, guerras e inestabilidad permanentes; millones de refugiados; ignorancia y desprecio del saber; miseria lacerante, que contrasta con la opulencia vergonzante de oligarquías insaciables; líderes insensibles al sufrimiento de sus compatriotas; asombrosa ineficacia, que cuestiona la capacidad de raciocinio de muchos dirigentes; nula protección a niños y ancianos; violencia y cosificación de la mujer . . . en suma, conculcación sistemática de todos los derechos fundamentales, reflejada en los pavorosos índices de desarrollo humano; tragedias cotidianas contempladas impasibles ante la masiva emigración de nuestros jóvenes:. pavorosos efectos descritos en la literatura africana del último medio siglo.
Reduccionismos simplistas consideran a todos los negros iguales cuando la raza no es un uniforme; cada cual adopta sus actitudes según su tendencia y expectativas.
Leídos en otros mundos, parecería que nuestros libros legitiman la estampa del "África imposible" esparcida por los racistas. Porque, profusamente aireados tales efectos, apenas se incide en sus causas, claramente identificadas: un neocolonialismo voraz que explota de manera inmisericorde unos países riquísimos, mientras prevalece el discurso caritativo y se subraya la supuesta incapacidad del africano para organizarse y convivir en sociedad. Imagen que perpetúa un cliché inamovible, base de las relaciones entre Occidente y África; depredación a la que se suman naciones emergentes como China, India o Brasil. En la mente del ciudadano de otro rincón del Planeta, el africano es la escoria del mundo.
El cliché se asentó en el subconsciente de los propios africanos, seres acomplejados conscientes de su propia nadería, privados de asideros espirituales antaño proporcionados por las culturas primigenias, abocados a una insatisfacción íntima no satisfecha por una modernidad asfixiante, convertidos en caricaturas de otros. Carentes de infraestructuras culturales que contrarresten los efectos perversos del discurso único, rotas las ilusiones ante la certeza de que toda resistencia es inútil frente a los poderes invisibles que dominan sus vidas, aplastado todo intento de regeneración y ridiculizado por ello; el pensamiento africano aparece como agostado.
Pero no han claudicado nuestros pensadores. Conocemos mejor que nadie nuestros problemas, reflexionamos sobre ellos y proponemos soluciones. ¿Nos beneficia tal esfuerzo? ¿Importa cuanto podamos pensar o decir? ¿Conviene siquiera nadar a contracorriente, sorteando los mil ardides con que acallan las ideas transgresoras del orden constituido, los intentos de disidencia y racionalización, toda propuesta regeneracionista que altere la sordidez de nuestra existencia?
Pero no han claudicado nuestros pensadores. Conocemos mejor que nadie nuestros problemas, reflexionamos sobre ellos y proponemos soluciones.
Así, el mundo desarrollado está repleto de técnicos y profesionales liberales africanos imposibilitados de ejercer en sus países; hueco nunca cubierto por cooperantes y demás funcionarios de la caridad. Pero no es la "comodidad" de Europa y América del Norte el motivo de la deserción. ¿Sabe la opinión pública norteamericana que las instituciones financieras europeas reciben de África capitales equivalentes al doble del presupuesto que la Unión Europea destina a cooperación al desarrollo? ¿Les informan de que 14 países africanos pagan a Francia 400.000 millones de euros cada año, a cambio de nada? ¿Por qué no les dicen que el blanqueo de dinero y demás formas de corrupción practicadas por las industrias extractivas privan a los africanos de 157.000 millones de dólares anuales? ¿Por qué los africanos que defienden sus caladeros de pesca en Somalia o Nigeria, su principal recurso desde hace siglos, son considerados "piratas" y "terroristas" en Occidente, cuando, además de destruir su hábitat, la pesca ilegal y descontrolada supone pérdidas superiores a los 70.000 millones de dólares cada año? Son datos fáciles de encontrar en Internet, elaborados por instituciones y organismos que nadie sensato considera "revolucionarios". Los conocen sus autoridades, pero ocultan tales efectos, resultados de la gestión de sus empresas en lugares como Guinea Ecuatorial, mi país, donde sostienen desde hace casi tres décadas la tiranía más cruel y corrupta del momento actual. ¿Les parece, ante estas realidades, que son "un lujo" las independencias, que los africanos no merecen la libertad? ¿No suena a reduccionismo simplista el tópico de los "Estados fallidos", que, en pleno S. XXI, parece exhumar viejas apetencias imperialistas?
Desde nuestra percepción, ni han fallado nuestros Estados, ni son inviables nuestras naciones, ni poseemos los africanos un gen especial que nos haga inferiores a las demás personas. El fallo es el modelo impuesto en estas seis décadas de independencias sin soberanía, el modelo lampedusiano que sustituyó a los gobernadores blancos por los capataces negros, encargados de "mantener la estabilidad" en las posesiones para que nada cambiase. Cuanto sucede en África desde 1956 indica que nunca existió verdadera voluntad de dignificar al africano ni de reconocer su plena humanidad.
Como son ustedes personas mayores, cultas y capacitadas, indaguen y analicen por sí mismos cuantos conflictos se producen en África. Seguro que no encontrarán datos que avalen la falacia de las supuestas "guerras tribales" y demás mitos. Descubrirán, en cambio, el verdadero rol de empresas, gobiernos y personalidades "respetables" en la perpetuación de la miseria. Para nosotros, bastaría propiciar el único modelo aún por experimentar en África: la democracia participativa. Bastaría que recuperásemos de verdad la conducción de nuestros destinos, que nos representasen compatriotas honestos y dignos, preocupados por el bienestar de sus semejantes. Necesitamos dirigentes que respeten los derechos de todos, que den valor a la vida humana. Necesitamos líderes con solvencia moral e intelectual acreditada, no brutos ignorantes sacados de aldeas recónditas y endiosados súbitamente. Necesitamos presidentes y ministros que hablen el lenguaje actual, sin complejos ante nadie, para saber gestionar nuestros intereses. Necesitamos, en fin, recuperar el Humanismo, un concepto que no se encierra únicamente en los millones de libros que abarrotan las bibliotecas de Occidente; el Humanismo también está formulado en nuestros refranes y máximas, en nuestra filosofía, en nuestros valores tradicionales, aquellos que sean útiles en este siglo.
Necesitamos, en fin, recuperar el Humanismo, un concepto que no se encierra únicamente en los millones de libros que abarrotan las bibliotecas de Occidente; el Humanismo también está formulado en nuestros refranes y máximas, en nuestra filosofía, en nuestros valores tradicionales, aquellos que sean útiles en este siglo.
No nos reconocemos en esos africanos esperpénticos, caricaturescos, que dicen que somos. En Kampala o Kinshasa, en Lomé, Nairobi, Harare o Malabo, como en Londres y Roma, Madrid, París, Ottawa o Washington, un ladrón es un ladrón y un asesino es un asesino. No nos resignaremos a ninguna fatalidad. Sabemos que todo puede ser distinto. Pero mientras el Occidente prefiera en el poder en África a los liberticidas, a los ladrones y a los asesinos, no nos insulten, por favor, porque Mobutu Sese Seko, Jean-Bedel Bokassa, Idi Amin Dada, Félix Houphouët-Boigny, Hisène Habré, Omar Bongo, Charles Taylor, Sani Abacha, Ggnassingbé Eyadéma, Blaise Compaoré, Yoweri Museveni, Denis Sassou-Nguesso, Robert Mugabe, José Eduardo dos Santos o Teodoro Obiang Nguema no nos representan: ni les hemos elegido, ni roban en nuestro nombre, ni para nosotros.
¿Cómo no escribir, si nuestra primera obligación es contar las cosas que nadie contará por nosotros? ¿Cómo callar, si nuestro principal deber es completar las medias verdades? Y mientras vivamos, seguiremos escribiendo, para desenmascarar las falacias, para denunciar la manipulación, conscientes de que la lucha emprendida por nuestros abuelos y nuestros padres no ha concluido. Si ellos arrancaron la soberanía formal, nosotros trazamos el camino hacia la libertad y el desarrollo que disfrutarán las generaciones venideras.
No todos los intelectuales africanos escogieron la ardua senda de combatir la censura y la ignorancia, defender el derecho a la vida y a la libertad. Muchos se acomodaron por ambición, cobardía o comodidad, poniendo sus capacidades al servicio de las dictaduras. Los muertos se borraron de nuestra memoria, y los vivos pagan su traición en sus conciencias. Consideramos de mayor interés recordar a los miles de africanos que sufrieron y sufren humillaciones, cárceles, torturas, exilios y muerte por su fidelidad a la idea de un África libre, próspera, solidaria y digna. Son aspiraciones por las que nuestros mayores exigieron el fin del colonialismo, reivindicando un Humanismo sin apellidos, fuente de todo progreso. Al ser imposible mencionarlos a todos, me ciño a las palabras de Bertolt Brecht, creador del Teatro Épico, perseguido por los nazis y asesinado por los comunistas: "Hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años, y son muy buenos. Pero los hay que luchan toda la vida: esos son los imprescindibles".
Entre nuestros "imprescindibles", destaca el malgache Jacques Rabemananjara, nacido en 1913, co-fundador del Movimiento Democrático por la Renovación Malgache y diputado electo en la Asamblea Francesa tras la II Guerra Mundial, no ocupó su escaño—fue detenido, torturado y condenado a cadena perpetua por orden del general Charles de Gaulle, acusado de instigar la rebelión de 1947. Liberado diez años después, le tuvieron confinado fuera de su país hasta la independencia. Varias veces ministro y vicepresidente, un golpe de estado en 1972 le llevó nuevamente al exilio, donde murió en 2005. Escribió una novela, trece poemarios, tres obras de teatro, dos libros de ensayo y dos volúmenes que compilan sus numerosos artículos.
Félix Tchicaya U Tam’si nació en el llamado Congo francés en 1931. Vivió en Francia desde los 15 años hasta la independencia, en 1960. Seguidor de Patrice Lumumba, regresó al exilio tras el asesinato de este líder nacionalista en enero de 1961, donde falleció en 1988. Su corta obra comprende cuatro poemarios, cuatro novelas y tres piezas teatrales.
Entre nuestros "imprescindibles", destaca el malgache Jacques Rabemananjara, Félix Tchicaya U Tam’si, Alenxandre Biyidi Awala, Chinua Achebe, Sony Labou-Tansi.
Alexandre Biyidi Awala, más conocido como Mongo Beti, nació en Camerún en 1932. Palpó en su infancia las injusticias coloniales, causa de su militancia en el partido de Rubén Um Nyobé, líder anticolonialista asesinado por los franceses en 1958. Estudió en Francia, donde permaneció por su oposición a la dictadura de su país; fundó una revista y escribió 22 libros de narrativa y ensayo de denuncia de las dictaduras africanas sostenidas desde Europa. Regresó a Camerún tras su jubilación, donde se murió poco después, en 2001, envenenado según su familia.
Camara Laye nació en Guinea-Conakry en 1928. Becado para perfeccionar su oficio de mecánico en Francia, aprovechó para estudiar ingeniería. Proclamada la independencia en 1958, regresó a su país, y colaboró con el presidente Ahmed Sékou Touré pero la deriva tiránica de éste le obligó a exiliarse en Senegal, donde falleció en 1980. Publicó solo cuatro novelas, pero fundamentales en la literatura africana.
Amadou Kourouma nació en 1927 en Costa de Marfil. De joven se incorporó al ejército colonial francés, que dejo tras la guerra de Indochina. Proclamada la independencia en 1960, regresó a su país. Sus críticas al presidente Félix Houphouet-Boigny, protegido por Francia, le llevaron a prisión. Su largo exilio transcurrió en Argelia, Camerún, Togo y Francia. Regresó a su país durante el interregno democrático; su crítica a la guerra civil iniciada en 2002—"una extravagancia que conducirá al caos", dijo—le convirtió en "enemigo" del poder. Tuvo que huir del país, muriendo en el exilio en 2003. Tuve la inmensa suerte de conocerle y charlar brevemente con él en septiembre de 2001. Me impresionó su desbordante amargura. Su obra, solo cinco novelas, es una de las más sólidas de la literatura poscolonial, irónica, plena de desgarradoras imágenes sobre la realidad del continente.
Mi admiración y tributo hacia Chinua Achebe es eterna, pues decantó mi vocación literaria, tras descubrir, en mi adolescencia, Todo se desmorona. Nació en Nigeria en 1930. Miembro destacado de la portentosa generación de intelectuales, cuyo activismo, siendo aún estudiantes en la Universidad de Ibadán, sería fundamental para articular la conciencia anti-colonial, en Nigeria y países vecinos. La convulsa historia de su país, con la guerra de Biafra como culminación, marcó su vida y su obra. Desde 1972 vivió exiliado en Boston, como profesor en la Universidad de Massachusetts, donde murió en 2013. Desde un sentimiento profundo escribí su necrológica en el diario español El País, como la de Mongo Beti y, hace poco, la de mi amiga y compatriota María Nsue. El inmenso legado de Achebe incluye cinco novelas, ocho libros de relatos, ocho de ensayos políticos, históricos y crítica literaria, cuatro de literatura infantil y seis poemarios, en los cuales se posiciona críticamente ante fenómenos como golpismo y dictaduras y sus efectos desoladores sobre el individuo.
Sentí igualmente cercana la trágica desaparición de Sony Labou-Tansi en Brazzaville, en 1995, dos semanas después que su esposa. Nacido en Kinshasa (República Democrática del Congo), se estableció en Brazzaville (República de Congo), en la otra orilla del río común, hoy frontera por el arbitrario reparto colonial. Su obra describe las peores pesadillas del africano actual, un mundo esperpéntico, absurdo, resumido en una sola frase: "No busquemos más, lo hemos encontrado: el hombre ha sido creado para inventar el infierno". En su breve vida, este corrosivo dramaturgo y director escénico nos legó seis novelas, doce piezas teatrales y cinco libros de poesía.
Entre los "imprescindibles" africanos vivos, sobresalen Wole Soyinka y Ngugi wa Thiong’o.
Las súplicas de clemencia de numerosas personalidades mundiales—incluido el presidente Bill Clinton—no impidieron el ahorcamiento de Ken Saro-Wiwa en noviembre de 1995, ordenado por el general Sani Abacha, entonces dictador de Nigeria. Escritor, productor de televisión, ecologista y activista de los derechos humanos, su único delito fue presidir el Movimiento para la supervivencia del Pueblo Ogoni, etnia que padece desde 1958 la continua degradación del Delta del Níger, su hábitat, a causa de los vertidos petrolíferos. Su activismo pacífico le costó la vida a los 44 años, sin que importaran sus 15 libros publicados (poesía, novela, teatro, ensayo), por los que había sido postulado al Premio Nobel de Literatura.
Entre los "imprescindibles" africanos vivos, sobresalen Wole Soyinka y Ngugi wa Thiong’o. Galardonado el primero con el Premio Nobel de Literatura en 1986, y el segundo eterno candidato. Sus biografías son conocidas, sobre todo en Estados Unidos, su país de refugio, donde ejercieron su magisterio académico. Del nigeriano Soyinka destacan su honestidad militante y su proclama sobre la Tigritud: "El tigre no anuncia su tigritud; salta sobre su presa y la devora", proclamó, en oposición a la Negritud propuesta por Senghor. En este prolífico poeta, novelista, dramaturgo y ensayista no existe la duda: "Hasta que África no controle su destino, no recuperará su humanidad", declaró en 2001. El keniano Ngugi lidera la cruzada para que el africano abandone las "lenguas imperialistas" y adopte las lenguas nativas como vehículos de creación literaria; renunció al inglés para escribir en kikuyu la treintena de libros que abarca su producción: teatro, novela y ensayos de temática cultural y política.
Evoco a los innumerables héroes anónimos (periodistas, economistas, abogados, profesores, estudiantes…) que sacrifican a diario sus vidas para alimentar la llama de la libertad futura – un futuro quimérico.
Termino este periplo incompleto recordando los esfuerzos y sacrificios de otros muchos pensadores y artistas que, en las seis últimas décadas, se enfrentarona los poderes inicuos que ahondan la sima de la degradación del negro, en África y en el mundo. Como cada país conoce y recuerda a sus héroes, aquí solo puedo evocar genéricamente a músicos como el nigeriano Fela Kuti, activista de los derechos humanos muerto en 1997, a los 57 años, a causa del duro castigo sufrido durante veinte años de encarnizada persecución. Al también músico Pierre Claver Zeng, gabonés, quien durante décadas fustigó a la oligarquía familiar impuesta por Francia desde 1967 hasta hoy; murió en París en 2010. Sin olvidar a líderes religiosos: Rafael Nze Abuy, arzobispo de Malabo (Guinea Ecuatorial), a quien, enfermo, la tiranía de Teodoro Obiang impidió salir del país hasta el último momento y murió en Madrid en 1991. Cristophe Munzihirwa, arzobispo de Bukavu (R. D. de Congo), fue asesinado en 2004. También Engelbert Mveng, jesuita camerunés, teólogo, antropólogo e historiador, muerto en Yaúnde en 1995 en circunstancias nunca aclaradas. Su compatriota Jean-Marc Ela, sacerdote, teólogo y sociólogo, perseguido hasta en su exilio canadiense, donde falleció misteriosamente en 2008.
Evoco a los innumerables héroes anónimos (periodistas, economistas, abogados, profesores, estudiantes . . . ) que sacrifican a diario sus vidas para alimentar la llama de la libertad futura—un futuro quimérico: mientras preparaba esta conferencia, huía de Zimbabue del notable poeta Mbizo Chiroso, a causa de la sañuda persecución del dictador Robert Mugabe. Es a ellos, verdaderos protagonistas de esta historia, a quienes debemos expresar nuestra profunda gratitud.
Notas
- Joseph Konrad reflejó un pálido retrato en El corazón de las tinieblas.
- Joseph Arthur, conde de Gobineau fue autor de Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (1855) donde desarrollaó la teoría de la superioridad racial aria.
Fuentes
Feuser, Willfred. 1988. "Wole Soyinka: The Problem of Authenticity." Black Literature Forum 22 (3): 559.
Lab’Ou Tansi, Sony. 2011. Life and a Half. Translated by Alison Dundy. Bloomington: Indiana University Press.
Soyinka, Wole. 1972. “Background and Friezes.” In A Shuttle in the Crypt. London: R. Collings.
Tulio Demicheli, Santiago. 2001. "Soyinka: ‘Hasta que África no controle su destino, no recuperará su humanidad’." ABC.es, March 24. http://www.abc.es/hemeroteca/historico-24-03-2001/abc/Cultura/soyinka-hasta-que-africa-no-controle-su-destinono-recuperara-su-humanidad_19821.html.