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miércoles, 24 de julio de 2024

Buena cara

Apenas hace un par de días publicábamos sobre un poeta de Santa Isabel que acabó en un campo de concentración... 

Hoy le toca a otro:

Paco es una persona afable. Sólo le veréis apretar la quijada si percibe una injusticia. Incluso cuando vive un contratiempo en primera persona procura ser conciliador y con cierta resignación como el buenazo de Job.

Ayer, cuando llevaba comida y agua a sus paisanos y familiares annaboneses presos en Malabo, el gendarme de turno le retuvo y está detenido desde entonces. 

Peticiones de explicaciones, apelaciones a sus problemas de salud o las gestiones de su empleador (Paco trabaja para la Oficina de Cooperación de la Embajada de España) han sido infructuosas. 



¿Sabéis que Paco es escritor? Hace unos años escribía: «“…A mal tiempo buena cara…” ni leches y al que dijo eso, cariñosamente lo digo: que le jodan». No estaba pensando en la injusticia propia, sino en la ajena. Precisamente en la que lastra el crecimiento de las nuevas generaciones de Annobon.

Gutí-Fôgo Badjá Toib, que es el nombre de Francisco Ballovera Estrada en su lengua materna, está privado de libertad por dar de comer al hambriento. Veamos si le hacen un patético montaje como al dibujante Ramón Esono o le encierran sin cargos 365 días como a "Paysa", Joaquín Elo Ayeto, por contar un mal y escueto chiste en público... 




No olvidemos tampoco la vivencia de "Jamín Dogg", Benjamín Ndong, quien fue detenido por dedicarle una canción a los taxistas en huelga; tuvo suerte, ya que su prisión fue breve y prácticamente no le torturaron.

Para ser un país sin librerías, parece que le tienen ganas a los escritores... y si no, que le pregunten a Trifonia Melibea Obono.

Pero si queréis saber más sobre Paco, podéis adquirir su última obra aquí.

martes, 7 de julio de 2020

El vínculo guineano del atentado a Franco (o tal vez no)

 Monumento en memoria de
Gustavo de Sostoa y Sthamer
en la plaza de Palea.
La historia de Restituto Castilla González no concluye con su fusilamiento el 8 de abril de 1940. Luis Leante la documenta en su novela "Annobón", así como la de su abogado defensor Alfonso Pedraza Ruiz, al que acusaron de comunista tras la guerra civil.


A su vez, Pedraza -siempre según la novela "Annobón"- sería condenado posteriormente a 30 años de prisión por intentar asesinar a Franco, 9 años después (14 de noviembre) de que Restituto Castilla lo hiciera contra el gobernador..., ambos al grito de "¡Ni reyes, ni tiranos!" y con la misma arma: una navaja barbera. 

Aunque el propio Luis Leante advierte que en su relato hay «mucha ficción. Es, como decía, un falso documental o una falsa entrevista. En el cine sí existe algo así. Nos cuentan una historia con apariencia real pero sabemos que nos están engañando. Se trata de jugar con los géneros para construir algo que en realidad no existe, aunque pueda tener apariencia documental. Un juego literario que te permite la novela pero que si fuera periodista no podría hacer jamás. (...) el germen de esta historia, hay muchas cosas autobiográficas. Refleja el proceso de documentación de estos siete años, pero con muchas transformaciones. Y ese descubrimiento que da pie a la historia existió, pero no tiene que ver con Restituto Castillo. Son realidades aisladas que al unirlas se convierten en ficción. De hecho, si cogemos los datos por separado, hay un 80-90% de realidad en "Annobón". Si la miramos en conjunto es una gran mentira, pero si la miramos por piezas son pequeñas verdades».

ZendaLibros facilita las primeras páginas de la novela:
Los nombres del capitán Alfonso Pedraza Ruiz y del sargento Restituto Castilla González no aparecerán nunca en los anales de la historia de España del siglo xx. El recuerdo de la aventura colonial del sargento Castilla y el atentado fallido del capitán Pedraza contra Franco se han desdibujado en la memoria individual y colectiva de la posguerra. Los nombres y las historias de Pedraza y de Castilla aparecen dispersos en informes militares, artículos de prensa, sumarios, cartas, diarios personales, documentos inéditos y testimonios orales. Con la suma de todo, hasta no hace mucho apenas se podía escribir un artículo de poca extensión. Y, en cualquier caso, resultaba difícil establecer la relación entre los dos personajes, que se conocieron en 1939 y nunca estuvieron juntos más de diez minutos seguidos en una sala de visitas y en un despacho de la prisión madrileña de Atocha. 
La historia de Restituto Castilla se parece a grandes rasgos a la de otros militares, funcionarios o aventureros anónimos que marcharon a Guinea en la primera mitad del siglo xx en busca de fortuna o huyendo del infortunio. Y, sin embargo, es diferente porque el resultado de su aventura colonial marcó de una u otra forma la vida de personas que jamás pusieron un pie en África o que, en algún caso, ni siquiera llegaron a conocerlo. 
Restituto Castilla González, sargento de la Guardia Civil, de treinta y cinco años en el momento de los hechos, fue condenado por asesinar en 1932 a Gustavo de Sostoa y Sthamer, gobernador general de los Territorios Españoles del Golfo de Guinea. El crimen fue celebrado en secreto por unos en la colonia y condenado abiertamente por otros en la Península, donde provocó desconcierto e indignación, en igual medida, entre políticos y militares. Desde que Gustavo de Sostoa fue nombrado gobernador de Guinea y desembarcó en la isla de Fernando Poo, su cruzada contra la corrupción, el esclavismo encubierto, los privilegios y los abusos de poder había generado malestar y recelo entre una parte de la población blanca, acostumbrada a gobernantes sin escrúpulos que adaptaban, interpretaban y cumplían las leyes de manera arbitraria, en beneficio propio y de sus adláteres, en un régimen cercano al clientelismo. 
Según se puede leer en la prensa de la época, Gustavo Tomás María de los Dolores de Sostoa y Sthamer, de sesenta años en el momento de su muerte, soltero, hijo de padre español y madre alemana, educado en el colegio protestante El Porvenir, en Madrid, era un hombre «de gran temperamento y carácter singular», que pertenecía al cuerpo diplomático.
El señor Sostoa y Sthamer encontró la muerte el lunes catorce de noviembre de 1932 en Annobón, una isla de diecisiete kilómetros cuadrados, a tres días de navegación de Santa Isabel. En Annobón vivían entonces cuatrocientos sesenta y cinco hombres y setecientas setenta y cinco mujeres, todos africanos excepto tres misioneros claretianos, un practicante y el delegado del Gobierno –el sargento Castilla, cabo de la Guardia Colonial de facto–, que llevaba en la isla algo más de año y medio. El crimen se produjo en la plaza de la República del pequeño poblado de San Antonio de Palé, que había hecho construir el propio Castilla sobre la playa. La plaza tenía forma rectangular y estaba a unos veinte metros de la orilla del mar. Al anochecer, los nativos organizaron un baile tradicional, el balele, en honor a don Gustavo en su segunda visita a la isla. Cuando el sargento Castilla llegó al lugar, el balele ya había comenzado. El gobernador presidía el espectáculo sentado en una silla de campaña. Faltaban unos minutos para las nueve de la noche, según el sumario. El sargento Castilla se acercó al gobernador con unos papeles en la mano. Quería hablar con él, pero Gustavo de Sostoa le ordenó tajante que tratara cualquier asunto con su secretario. A pesar de la tensión, nadie le dio importancia a aquel desencuentro entre la máxima autoridad y su delegado. El sargento Castilla fingió que se retiraba. Se alejó unos metros, sacó su navaja de afeitar, se acercó al gobernador por detrás, con sigilo. Con la mano izquierda le agarró la cabeza y con la derecha le dio dos tajos certeros en el cuello. Los que estaban junto a Gustavo de Sostoa tardaron en darse cuenta de lo que había ocurrido. En la instrucción del juicio los testigos declararon lo mismo, que oyeron un crujido seco, como si se quebrara una rama; que pensaron que la silla del gobernador se había roto; que su secretario le tendió la mano al gobernador para que se levantara, pero su excelencia no se movió. Y en ese momento, el sargento Castilla comenzó a gritar para que la gente que se arremolinaba en torno al gobernador retrocediera. Gustavo de Sostoa, en el suelo y con el bastón de mando en la mano, no se movía. Según confirmaron más tarde los peritos forenses, en ese momento ya estaba muerto o inconsciente. El sargento Castilla sacó su pistola reglamentaria y disparó dos veces al suelo, contra el cuerpo del gobernador, e hizo un tercer disparo al aire. Y en ese instante la gente corrió en todas direcciones y la plaza quedó casi desierta. En medio de la confusión, el sargento comenzó a lanzar vítores y a gritar frases incoherentes. Según la declaración de los testigos, el massa Castilla gritó «Ni reyes, ni tiranos». El sargento, por su parte, declaró en el juicio que también había gritado «Viva la República», y que él era republicano de los pies a la cabeza. Pero el secretario del gobernador dijo que lo que gritó exactamente fue «Viva la República de Annobón». En lo que sí coincidieron los testigos y el acusado fue en que de inmediato Restituto Castilla clavó la rodilla en tierra y pidió perdón. Luego, el sargento se recompuso, se levantó y ordenó a la escolta del gobernador, formada por indígenas, que se subordinara y se pusiera inmediatamente a sus órdenes. Nadie lo obedeció; al contrario, los guardias corrieron a esconderse en las cabañas, se adentraron en el mar o se metieron debajo de algunos cayucos cercanos. 
Castilla se dirigió entonces al edificio de la Delegación, donde convivía con la indígena llamada Mapudo Ballovera. En el trayecto, una cuesta empinada de quinientos pasos, se cruzó con un corneta al que obligó a acompañarlo y a iluminar con una lámpara mientras sacaba su mosquetón, dos cajas de munición, las cartucheras, el correaje, el cuchillo-bayoneta, un silbato, los leguis que utilizaba cuando se adentraba en el bosque y un botijo. En ese momento oyó un ruido en el exterior, cargó el mosquetón y salió a la puerta.
Según contó el padre Epifanio Doce al juez instructor, estaban rezando antes de irse a dormir, cuando un criado llegó a la misión gritando que habían disparado contra don Gustavo de Sostoa. El misionero, que no sabía si el gobernador estaba vivo o muerto, decidió entonces bajar a la playa por si necesitaba confesión o auxilio religioso. Al pasar por la puerta de la Delegación vio que el sargento Castilla le apuntaba con el mosquetón y le gritaba algo que no pudo entender. Inmediatamente el delegado disparó contra él, y el misionero echó a correr en dirección a la playa. Después de dispararle, el sargento Castilla se encaminó al bosque, pertrechado de mosquetón y botijo, dispuesto a resistir hasta que el barco del gobernador se marchara. Eso fue lo que le contó al juez. A pesar de su enemistad pública y manifiesta contra el padre Epifanio Doce y los otros claretianos, negó que tuviera intención de matarlo cuando le disparó al padre superior. 
La noticia llegó a las ocho de la mañana del martes quince de noviembre a Santa Isabel. El radiograma que envió el secretario del gobernador desde el vapor Legazpi decía:
  • Asesinado ayer nueve horas noche Gobernador General por Sargento Restituto Castilla, quien redujo gente desarmada a tiros e internóse en el bosque […] trasladándose cadáver a bordo del que se hizo cargo Capitán ordenando embalsamamiento propósito conducirlo a ésa. Particípole autor hecho conocedor Isla puede resistir. Esperamos órdenes urgentes. SOLER.


Inmediatamente se publicó un «Suelto Extraordinario» en la revista de los misioneros hijos del Inmaculado Corazón de María, La Guinea Española, en el que se anunciaba la noticia. Entre otras cosas decía:
  • Numeroso personal, así del elemento europeo como indígena, acudieron al Gobierno para enterarse de la noticia por sí mismo, no queriendo dar por seguro lo que se corría. Las banderas están todas a media hasta [sic] y la impresión en la ciudad es enorme, oficinas y comercio cerrados. La noticia circuló por la población como reguero de pólvora, produciendo una impresión difícil de reproducir. Éste es el tristísimo hecho, que ciertamente sumirá a la Colonia en patriótico sentimiento, al mismo tiempo que levantará en el espíritu de todo ciudadano la más viril protesta contra un tan horrible atentado.

A las once y cuarto de la mañana, trastornado por el cansancio, enfebrecido y en estado de delirio, Castilla salió del bosque mientras hacía sonar el silbato para anunciar que se entregaba. Venía únicamente con el botijo en la mano izquierda y un pañuelo blanco que agitaba con la derecha para hacer ver que se entregaba. El mosquetón y el cuchillo-bayoneta, según declaró al cabo Sanz, que encabezaba la patrulla a la que se entregó Castilla, habían quedado en el bosque, al pie de la palmera bajo la que había pasado la noche.
Además de una pistola Browning fabricada en Lieja, del calibre siete sesenta y cinco, al sargento Castilla le fueron intervenidas cuatro mil trescientas pesetas de los atrasos que cobró dos días antes; un billete de lotería de Navidad que le había comprado al cabo Sanz, con el número 19537; una libreta en la que había redactado a lápiz dos oficios dirigidos a las autoridades, donde confesaba el móvil que lo llevó a cometer el crimen; dos juegos de esposas, un alicate, una navajita, una navaja barbera marca Solingen con mango de caucho negro y un suavizador para la misma.
El cadáver del gobernador viajó durante tres días sobre la litera de un camarote del Legazpi, envuelto en una sábana e hinchado a consecuencia de los líquidos que le habían inyectado el médico y el practicante del barco: ácido fénico cristalizado, alcohol, glicerina neutra y seis litros de agua. En el camarote contiguo, esposado la mayor parte del tiempo, viajaba su asesino. Cuando el vapor-correo llegó a Santa Isabel, hacía horas que una multitud se agolpaba en el muelle para recibir a ambos. Mientras desembarcaban el cadáver del gobernador, las campanas de la catedral tocaban a muerto. Lo condujeron al palacio presidencial en medio del griterío de los niños, que se peleaban para estar en primera fila. Allí dos médicos lo esperaban para hacerle la autopsia y enviar los datos por radiograma a Madrid, donde esperaban la información. Los doctores concluyeron que las dos heridas de catorce y dieciocho centímetros de la región cervical eran mortales de necesidad y que los disparos que recibió fueron efectuados por la espalda a una distancia de cinco metros.
A las pocas horas, antes de conocer el resultado de la autopsia, varios oficiales y suboficiales del ejército brindaban en el casino de Santa Isabel por la muerte del gobernador. Se unieron a ellos unos cuantos funcionarios. Algunos habían acudido al puerto a recibir al Legazpi y asegurarse de que la noticia del crimen era cierta. En el casino se pronunciaron vítores al rey. Al parecer, nadie sabía que el asesino del gobernador era defensor acérrimo de los ideales republicanos, los mismos que defendía el señor Sostoa. 
Mientras tanto, Castilla permanecía en el camarote del Legazpi, porque el único calabozo que había en la capital no reunía condiciones para encerrar al asesino del difunto gobernador. El sábado diecinueve de noviembre el juez instructor de Santa Isabel subió a bordo del Legazpi para tomarle declaración. En el primer momento Restituto Castilla aseguró que no recordaba nada de lo sucedido.
Funerales en Santa Isabel

Cuatro días después, el Legazpi viajó de nuevo con el cadáver del gobernador y de su asesino en dirección a la Península. El siete de diciembre, a las seis de la tarde, hizo escala en Santa Cruz de Tenerife, donde Castilla fue entregado a la autoridad militar y encarcelado en el cuartel de San Carlos. Los únicos civiles a los que se les permitió acercarse a Castilla fueron un periodista y un fotógrafo del diario republicano de Tenerife La Tarde, que inmortalizó el momento en que el cabo de la Guardia Colonial era entregado por el capitán del vapor-correo a un teniente del Regimiento de Infantería n.º 37, cuyo nombre apareció confundido en el pie de foto con el del capitán del Legazpi.
El cadáver del gobernador continuó viaje hasta Cádiz, desde donde fue transportado en ferrocarril hasta Madrid. Fue enterrado con honores militares el once de diciembre de 1932 en la Necrópolis del Este, el actual cementerio de la Almudena. A su entierro acudieron autoridades políticas y militares, entre las que se encontraba el presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, con quien Gustavo de Sostoa había mantenido una relación personal desde hacía más de treinta años. Las noticias que se publicaron en la prensa a modo de crónicas resultaban contradictorias. Algunos medios hablaban de «crimen de carácter político». Para unos Castilla era un republicano que había actuado movido por un elevado sentido del honor y el deber; para otros era un reaccionario que se había rebelado contra la República por considerarla dañina para España y sus tradiciones. Unos y otros retrataban a Castilla como un hombre cegado por la ambición y el poder, una víctima de las enfermedades tropicales, de la soledad y del exceso de ocio que generaban un ambiente propicio para el «arrebato y desvarío mental». Unos lo definieron como comunista, otros como conservador, y la mayoría como un loco. 
El recuerdo de Restituto Castilla se fue diluyendo en el tiempo, hasta su juicio en Gran Canaria en junio de 1934. Apenas los diarios ABC y La Vanguardia se interesaron ya por la noticia. Restituto Castilla González fue expulsado de la Guardia Civil y condenado a ocho años de prisión, de los que cumplió cuatro años y cinco meses en el penal del Puerto de Santa María. Se benefició de la amnistía política que el Gobierno del Frente Popular promulgó en febrero de 1936. Regresó a Madrid en el mes de marzo. Tres años después, cuando las tropas de Franco entraron en la capital, fue detenido y juzgado en consejo de guerra por adhesión a la rebelión militar y por pertenecer al Partido Comunista. Para entonces nadie sabía ya quién era Restituto Castilla, excepto el capitán que debía defenderlo en consejo de guerra, Alfonso Pedraza Ruiz, cuyo destino quedó marcado por aquel encuentro fortuito en las dependencias de la cárcel de Atocha. 
Cuando al finalizar la guerra civil al capitán Pedraza le tocó defender a Restituto Castilla, la historia, la cara y el nombre del sargento no le resultaban en absoluto desconocidos. Alfonso Pedraza había seguido por la prensa, años atrás, las circunstancias de la muerte del gobernador de Guinea y de su presunto asesino, el sargento Castilla. En la fecha en que se produjo el crimen, noviembre de 1932, Alfonso Pedraza tenía veintinueve años y ejercía de abogado en su ciudad natal, León, a la vez que preparaba las oposiciones a judicatura. Estaba casado y tenía una hija de dos años. Pedraza apenas conocía nada de la Guinea Española, excepto algunas particularidades de la legislación colonial que había estudiado en la carrera de Derecho; pero la noticia de la muerte de Gustavo de Sostoa y Sthamer, de quien el suegro de Pedraza no tenía buen concepto, despertó inexplicablemente su curiosidad y su interés. Habría sido lógico suponer que la curiosidad de Pedraza por aquel crimen estuviera motivada por el cariz macabro del delito, o por los motivos por los que aquel sargento de la Guardia Civil había asesinado a sangre fría al gobernador. También habría sido posible que su interés estuviera en el aspecto técnico del proceso. En cambio, lo que parece más probable es que, al ver en la prensa la fotografía del presunto asesino, Alfonso Pedraza reconociera, o creyera reconocer, al hombre que miraba impasible a la cámara -ojos pequeños y muy vivos, ligeramente entornados, como si tratara de leer el pensamiento del fotógrafo-, y reviviera un incidente de juventud, en sus años de estudiante de Derecho en Madrid, cuando se libró in extremis de ingresar en los calabozos del cuartel de la Guardia Civil del paseo de Extremadura. Sea como sea, cuando Alfonso Pedraza desmanteló su casa de León para marcharse con su familia a Madrid, en el traslado se llevó con él la carpeta en la que había guardado los recortes de prensa del asesinato y del proceso judicial de Restituto Castilla. 
Alfonso Pedraza había solicitado su incorporación al ejército al comienzo de la guerra, antes de que lo movilizaran, y en 1939 pidió su continuidad en el cuerpo jurídico, que le fue concedida con el grado de capitán. Pedraza, que hasta su entrada en el ejército había sido un hombre de leyes sin ambición más allá de su familia y de su trabajo, se hizo lamentablemente conocido a finales de 1941, cuando se le relacionó con un complot para asesinar a Francisco Franco. En el diario Arriba, en el número del sábado quince de noviembre de 1941, se puede leer: 
  • El falangista Alfonso Pedraza Ruiz entró en el día de ayer, pasadas las 8 de la noche, en la iglesia madrileña de los Jerónimos con la intención de acabar con la vida del Generalísimo Francisco Franco, que se encontraba en el interior del templo asistiendo a un oficio religioso de carácter privado. Pedraza Ruiz, antiguo Capitán del Ejército Español expulsado por oscuras razones, se abalanzó cobardemente y con gran violencia sobre Su Excelencia el Jefe del Estado cuando éste se disponía a tomar la Comunión, al tiempo que gritaba fuera de sí consignas ininteligibles. Una mano intercesora y milagrosa salvó a nuestro Caudillo de una muerte segura y le concedió la lucidez y frialdad necesarias para pedirle a su asesino [sic] que le entregara el arma, que se le había encasquillado en el momento de disparar. El criminal, a pesar de la resistencia, fue reducido inmediatamente y desarmado por los presentes. El Jefe del Estado, que en ningún momento perdió la calma, no sufrió daño alguno. 
El artículo, que no es mucho más largo, insiste a continuación en la condición de falangista de Alfonso Pedraza, y carga las tintas sobre algunos «elementos perniciosos que perviven ocultos en las filas de la Asociación fundada por el Mártir José Antonio Primo de Rivera». Por aquellas fechas, Falange Española de las JONS, o una parte de Falange, comenzaba a ser un problema para Franco en su intento de reconstruir el país, de manera que el aparato de propaganda del Régimen utilizó aquel intento de asesinato para denunciar la trama organizada por algunas personalidades falangistas, cuyo nombre se insinuaba sin mencionarse.
Aunque en las noticias que publicó la prensa de la época no se reflejan estos datos, hay que añadir que Alfonso Pedraza, falangista desde 1934, había estado casado con la única hija del general José María Pardo Andújar, amigo personal de Franco, cuyo nombre llevaba sonando desde el final de la guerra como candidato a ministro del Ejército.
Según reveló en 1998 el periodista Enrique Herrero en un reportaje de la revista Tiempo, que reproducía parte de la sentencia contra Alfonso Pedraza, el juicio sumarísimo de urgencia estuvo plagado de contradicciones e irregularidades. Incluso la información de la prensa tenía, en su opinión, un tufillo de propaganda que hacía pensar que las cosas no habían ocurrido exactamente como se contaron.
Probablemente lo único cierto de aquel oscuro asunto es que Alfonso Pedraza fue condenado a treinta años de prisión, de los que cumplió veinte. Cuando salió de la cárcel en 1961, Alfonso Pedraza era un hombre derrotado y enfermo, un anciano de cincuenta y ocho años. Nadie se acordaba de él ni recordaba aquel supuesto complot para matar a Franco en el que Pedraza participó como ejecutor. Únicamente a través de un libro de escasa tirada que publicó su hija en 1999, hubo un intento de rescatar y dignificar la figura de Alfonso Pedraza Ruiz, aunque en el libro no se menciona el atentado fallido contra Franco, como si no hubiera existido. Sin embargo, la hija de Pedraza le dedica un capítulo entero a un personaje «siniestro» que, según ella, fue decisivo en la caída en desgracia de su padre: el sargento de la Guardia Civil Restituto Castilla.
De la información que recabó para su artículo Enrique Herrero, se pueden deducir dos hechos que no encajan con la versión oficial. En primer lugar, Alfonso Pedraza Ruiz no pudo haber atentado contra Franco aquel catorce de noviembre de 1941 porque Franco, al parecer, estaba ese día en El Burgo de Osma. Y, en segundo lugar, el arma que le requisaron a Pedraza, según consta en el primer informe policial, no era una pistola, sino una navaja barbera de uso personal que Pedraza llevaba encima para degollar al general José María Pardo Andújar, que hasta la muerte de Pilar Pardo había sido su suegro.
Sin embargo, sí parece cierto que cuando Alfonso Pedraza se acercó a su víctima –es decir, a su suegro– con la intención de degollarlo, gritó algo que se interpretó en su día como una consigna. Y ese grito pudo ser, según contaron algunos testigos y se refleja en el sumario: «Ni reyes, ni tiranos».
Pero puestos a combinar realidad y ficción..., en febrero de 2018, la edición madrileña de ABC publicaba un listado con «los 335 "chequistas" a los que Carmena incluirá en el memorial del cementerio de La Almudena». Tras revisar el listado de nombres de fusilados del franquismo que se pretendería homenajear en el camposanto durante la pasada administración municipal, según el diario, Restituto Castilla estaría no sólo en el listado de fusilados homenajeados, sino que sería uno de los 335 "chequistas".

domingo, 8 de abril de 2018

El fusilamiento de Restituto Castilla

Restituto Castillla (de uniforme),
en la Audiencia de Las Palmas, en 1934.
El caso de Restituto Castilla González es muy particular: huérfano, entró muy joven en la Guardia Civil, en donde ascendió rápidamente. Fue destinado a Annobon, en donde tenía funciones de subgobernador. Comprometido políticamente, con la llegada de la República apuesta por la transformación social de la isla, y durante una visita del gobernador general Gustavo Sostoa (el primer gobernador no militar de los territorios) en la que venía presumiblemente a destituirle, le asesina.

Cuenta Luis Leante (Premio Alfaguara en 2007) referente a su novela histórica Annobon:

«Él era un guardia civil de izquierdas que se afilió al Partido Comunista, de convicciones profundamente republicanas y tremendamente culto, lo cual no era frecuente en la época. Parece ser que tenía una inteligencia superior. Lo describían los psiquiatras como un hombre muy inteligente con brotes de locura, y estos se desatan en esta historia, cuando se marcha a la isla de Annabón, donde estaba casi aislado. Allí había mil habitantes y él era el único europeo. Esa tensión le lleva a comenzar a tener delirios de grandeza. Trata de crear una especie de república independiente, construye una ciudad... Pero la población no lo respondía. Probablemente su propia inteligencia fue la que le terminó devorando y, en una de estas, le cortó el cuello al gobernador." Al grito de "¡Ni reyes, ni tiranos!».

Boletín Oficial de los Territorios Españoles
del Golfo de Guinea, 15 de noviembre de 1932.

Telegrama dirigido al Presidente del Tribunal Supremo



La instrucción recoge diferentes expresiones del tipo de «¡Yo que me creía merecedor del collar de Isabel la Católica» o «Estoy yo, que no soy yo», «¡Annaboneses a mí!».

Finalmente es condenado, pese a que la defensa intenta argumentar trastorno mental transitoria: «Se practica la prueba pericial, interviniendo los doctores Valle, O'Shanahann.y Siever, coincidiendo en que se trata de un individuo tarado por herencia, neuro y psicopático, revelándose desde su infancia estos antecedentes. Su constitución es paranoide. Su reacción psicopática fué producida por la causa inmediata y evidente del medio en que se desenvolvía, únicos factores determinantes de la reacción.», y alude igualmente a diferentes antecedentes de enfermedades en su familia. 

Precisamente valorando estos atenuantes, la sentencia quedará tan sólo en 8 años y un día de prisión por el crimen (incluyendo suspensión de cargo y de sufragio y una indemnización de 50.000 pesetas) frente a los 30 años que pedía la fiscalía.

Aunque posteriormente se beneficia de un indulto general:

«En marzo de 1936, pocas semanas después de que el Frente Popular ganara las elecciones y promulgara la amnistía para delitos políticos y sociales, Restituto Castilla dirigió un carta al presidente de la Audiencia de Las Palmas de Gran Canaria en la que aseguraba que el crimen que cometió, y por el que debía cumplir condena hasta el seis de noviembre de 1940, fue por motivaciones políticas. Solicitó acogerse a los beneficios de la amnistía. Paradójicamente, el decreto por el que se le concedía la libertad estaba firmado por Niceto Alcalá Zamora, presidente de la República y amigo personal de Gustavo Sostoa y Sthamer, a cuyo entierro asistió muy afectado, según la prensa. La firma iba acompañada por la del presidente del Consejo de Ministros, Manuel Azaña Diaz». 

Reincorporado a la Guardia Civil se mantiene leal a la República.

Al comienzo de la guerra era alférez de la Guardia Civil, durante la contienda va ascendiendo hasta que en octubre del 36 accede a Teniente de la Guardia Nacional Republicana. Es destinado al 14º Tercio y después al Cuerpo de Seguridad y Asalto.

Acabará siendo juzgado por los golpistas y fusilado el 8 de abril de 1940 junto a las tapias del Cementerio del Este, en Madrid. «En 1º de septiembre de 1936 -dirá el fiscal Instructor Delegado en su resumen de la Causa General-, se creó por el Gobierno rojo, en sustitución de la Guardia Civil, la titulada Guardia Nacional Republicana. En la Inspección General de la misma se constituyó un COMITÉ CENTRAL formado por [entre otros] Restituto Castilla González, vocal. Todos ellos de la Guardia Civil».
Edad: 41
Sexo: Hombre
Estado civil: Casado/a
Residencia: Ciudad Real
Lugar de muerte o condena: Ciudad Real
Circunstancias: Fusilado
Sentencia: Fondo de Madrid, Sumario 8385 Legajo 5837
En El vínculo guineano del atentado a Franco (o tal vez no), recordábamos cómo «en febrero de 2018, la edición madrileña de ABC publicaba un listado con "los 335 chequistas a los que Carmena incluirá en el memorial del cementerio de La Almudena". Tras revisar el listado de nombres de fusilados del franquismo que se pretendería homenajear en el camposanto durante la pasada administración municipal, según el diario, Restituto Castilla estaría no sólo en el listado de fusilados homenajeados, sino que sería uno de los 335 chequistas».

martes, 19 de septiembre de 2017

La proyección del fascismo en el Golfo de Guinea (1936-1945)

Cuenta Donato Ndongo Bidyogo en la ponencia "La proyección del fascismo en el Golfo de Guinea (1936-1945)" realizada dentro del III Seminario Internacional Sobre Guinea Ecuatorial que:

(...)

No revistieron importancia militar las breves escaramuzas de la Guerra Civil en el golfo de Guinea. Aunque se confirmaría en octubre, con la llegada de las tropas de ocupación –integradas por marroquíes–, en septiembre estaba consolidada la situación a favor del bando franquista. Son de un marcado carácter represivo las primeras disposiciones de la cabeza visible del Nuevo Estado en la colonia, el teniente coronel Luis Serrano, jefe de la Guardia Colonial. Destaca la prohibición del abono de nóminas “sin la presencia del interesado”, orden destinada a suspender de empleo y sueldo a los empleados que hubiesen huido o estuviesen presos, y facilitar la localización de los escondidos; decretó la baja de cuantos funcionarios prestaran sus servicios en la Guinea continental “hasta tanto se depure individualmente su conducta”; el Gobierno General incautó todos los bienes de las “personas desafectas al Movimiento Salvador de España”, consideradas tales los detenidos por haberse opuesto directa o indirectamente a la sublevación. Desde el 20 de octubre, ningún funcionario podía percibir haberes con cargo a los presupuestos generales de la colonia o cualquier otro organismo público, semipúblico o que tuviese préstamos de entidades oficiales, sin antes adherirse al nuevo régimen mediante juramento solemne de “absoluta fidelidad y lealtad”, disposiciones que afectaban por igual a colonos y nativos. Los misioneros claretianos recuperaron el monopolio de la enseñanza y todas las prerrogativas y prebendas de que gozaban antes de la proclamación de la República.

La ordenanza del 28 de septiembre determinó que la enseñanza en la colonia debía responder “a las
Niños cantando el «Cara al sol» con el maestro antes de entrar en la escuela.
conveniencias nacionales”; los juegos infantiles, obligatorios, tenderían “a la exaltación del patriotismo sano y entusiasta de la España nueva”, y se debía informar a la autoridad “toda manifestación de debilidad u orientación opuesta a la sana y patriótica actitud del Ejército y pueblo español que siente a España grande y única, desligada de conceptos antiespañolistas que solo conducen a la barbarie”. Al amparo de esta orden, y del bando que había declarado ilegales “la masonería y demás asociaciones de naturaleza secreta”, fueron represaliados muchos auxiliares indígenas que habían mantenido relaciones de amistad o habían protegido de cualquier forma a simpatizantes del Frente Popular, incluidos sus criados y cuantos se mostraron receptivos a las ideas antifascistas, o, simplemente comentaban con desaprobación la brutalidad de la represión desencadenada entre septiembre y diciembre de 1936. Asociaciones clánicas y tribales fueron perseguidas, la religión católica restablecida como única y obligatoria, y algunos jefes de poblado, incursos en cualquiera de las múltiples “responsabilidades” introducidas por la nueva legislación, fueron deportados a la isla de Annobón, de donde muchos no regresaron.

Aunque pocos guineanos participaron activamente en la Guerra Civil –tema aún por estudiar en profundidad–, debido a consideraciones demográficas, climatológicas y por el costo del transporte e instrucción, la temprana adscripción de Guinea a la Zona Nacional determinó su clasificación como “territorio de aprovisionamiento”. Sus recursos humanos se aplicaron a la producción de aquellos bienes necesarios para las necesidades de la guerra en la Península. Las Juntas de Importación y Exportación, creadas el 30 de octubre, pasaron a fiscalizar en favor del Gobierno de Burgos la venta de todos los productos coloniales, estableciendo un control estricto de entradas y salidas de mercancías, y examinando las cuentas de las ventas de cacao, café, madera  y otros productos, con la misión fundamental de determinar con exactitud el 20 % anual aprobado por la Cámara Oficial Agrícola de Fernando Poo como “donación gratuita” al Movimiento Nacional. Se creó un Sindicato de la Madera, seción de la cámara con sede en Bata, encargado de fiscalizar la exportación de maderas y normalizar las explotaciones abandonadas o dañadas por sus gerentes o trabajadores blancos afectos al bando republicano. En junio de 1937 se nombró la primera Comisión Delegada del Sindicado Maderero en la Metrópolis, dependiente de la Comisión de Industria y Comercio de la Junta Técnica del Estado, el primer Gobierno de Franco. Merece la pena detenerse sobre esta cuestión, puesto que, hasta la independencia de Guinea Ecuatorial en 1968, persistió la polémica sobre el carácter voluntario u obligatorio de la donación del 20 % de la producción colonial al bando sublevado. Algunos colonos sostenían que la idea había partido de la cámara, deseosos finqueros y comerciantes de congraciarse con las nuevas autoridades. Los documentos demuestran lo contrario. La ordenanza del gobernador Serrano, de 23 de septiembre de 1936, restableció el estatuto de la cámara de 1928, suprimiendo las modificaciones introducidas en junio de 1935, una de las cuales era la elección democrática de sus órganos de gobierno. Serrano designó presidente a su amigo Francisco Potau, conocido ultraconservador, y nombró vocales a otros destacados integristas, entre ellos Alfredo Casajuana, Antonia Llorens y Joaquín Mallo. A esa dirección afín sugirió Serrano la importante aportación de la colonia al bando franquismo. El 31 de octubre, el Gobierno General –no la propia cámara– estableció las normas para la donación: cada finquero o comerciante fue obligado a entregar a la Junta de Importación y Exportación el mencionado porcentaje sobre su producción en especie, envasada y situada en el puerto de embarque, en el plazo y fecha designados. La Junta podía desestimar la aportación si, a su juicio, no reunía las calidades y cantidades exigidas. Sin mencionar la coacción, Serrano cablegrafió al general Franco que los más importantes madereros habían “ofrecido la totalidad de los beneficios de su producción de ese año” al Movimiento Nacional, situando la misma en Hamburgo, transportada por buques extranjeros, donde se procedería a su venta. “Isla ofrece igual carácter impuesto voluntario –dice el radiograma– veinte por ciento sobre valor venta fruto cacao, café, bambú y disposición totalidad divisas se obtengan”. El gobernador interino, que calculaba la cosecha de cacao de ese año en 11.000 toneladas, resaltaba el supuesto gesto de los colonos como “expresión fervoroso entusiasmo patriótico y especial adhesión personal”, “dadas las circunstancias críticas” por las que atravesaba, en su opinión, la economía colonial.

Ni hubo, pues, “donación”, ni fue “generosa” y “entusiasta”. Lo demuestra la autorización obtenida para una subida general, precisamente en un 20 %, de todos los artículos de importación y exportación de la colonia, de modo que los colonos no perdieron ni un céntimo. Si para los españoles afincados en Guinea era difícil evadir la orden de “donación” –por las dificultades burocráticas y el riesgo de ser considerado “tibio” o “desafecto”, con las consecuencias pertinentes, según hemos visto–, para las empresas alemanas resultó muy fácil demostrar que “no estaban en condiciones” de hacer frente a aquel pago, aunque se beneficiaron del aumento de los precios. La Embajada de la Alemania de Hitler se encargaba de tramitar ante la Junta Técnica de Franco las exenciones; de este modo, la Casa W. A. Morritz no solo no realizó donación alguna, sino que obtuvo importantes exoneraciones fiscales y otras ventajas económicas. Pese a todo, la cuestión de la “donación voluntaria” fue objeto de infinitas y agrias polémicas, murmuraciones, comentarios y actuaciones discriminatorias, dato que también desmiente la falacia argüida por el gobernador interino. Ante la enconada pero soterrada oposición suscitada por la medida, el nuevo gobernador civil y militar, capitán de navío Manuel de Mendívil y Elío, incorporado a su puesto en enero de 1937, tuvo que publicar una nueva orden, del 30 de abril, por la que decidía, “cansado ya, no aceptar donación que de tan mal grado y con tan pocas ganas se le ofrece”. El airado bando constituye un severo rapapolvo para los colonos, a quienes se recriminaba “la conducta ruin que a retaguardia observan muchos de los alegres beneficiarios” de los esfuerzos y sacrificios “de los que riegan el suelo peninsular con la sangre generosa de sus mejores hijos, españoles auténticos que por desconocer el egoísmo entregan sus vidas en defensa de los supremos ideales de libertad y civilización”. Pese la dureza de tales descalificaciones, Mendívil se negó a sancionar “conducta tan desatentada”, porque “no habrían de faltar avaros maldicientes que a lo que era justicia llamasen arbitrariedad o represalia”; y para quitarles la razón, prefería rechazar en nombre del Estado, “con noble orgullo, cuanto no se le ofreciera con espontánea y libre voluntad”.  También declinaba imponer como tributo de guerra la suma discutida “u otra mayor”, optando por atenerse “al libre impulso de cada uno de sus hijos”, relevando de toda obligación a los “desheredados que no puedan o a las almas mezquinas que no quieran suscribirlo: sabremos así quiénes son o no son buenos ciudadanos, y quiénes cumplen o no cumplen sus deberes”. De este modo, la “donación” dejó de ser obligatoria para quienes no hubiesen suscrito el acuerdo de la cámara, y potestativa para los restantes afiliados. Quienes considerasen excesivo o exiguo el 20 % tenían quince días para señalar, en carta dirigida al gobernador, el porcentaje que estuviesen dispuestos a ofrecer, si decidían aportar alguno, o declarar su negativa a contribuir. El Gobierno General publicaría posteriormente la lista de contribuyentes y aportaciones. Quienes, españoles o extranjeros, no comunicaran nada al gobernador en el plazo indicado, se entendía que seguirían pagando el 20 %. Aquellos que no estuviesen dispuestos a pagar cantidad alguna al Movimiento Nacional y, sin embargo, hubiesen gravado en un 20 % el precio de sus productos, quedaban obligados a devolver el importe al vendedor o comprador. Medidas coactivas que surtieron su efecto: como nadie se arriesgaba a ser considerado desafecto, todos los productores y comerciantes pasaron a contribuir al esfuerzo de guerra del bando de Franco, aunque a regañadientes, pues se agriaron las relaciones entre el Gobierno General y los colonos. Las autoridades consideraron a los finqueros “malos españoles”, tratándoles con rigor. La mayoría de las disposiciones posteriores, sobre todo la centralización de las actividades económicas en sindicatos estatalizados controlados desde Madrid por la Dirección General de Marruecos y Colonias, se adoptaron como represalia por la tibieza demostrada por agricultores y comerciantes coloniales. Puede encuadrarse el cese de Serrano en este contexto, pues, veterano colonial, se le reprochó su incapacidad de “meter a raya” al estamento empresarial. Anotemos que no hemos hallado nexos o fundamentos políticos o ideológicos en la oposición al pago de la “donación”; creemos, con el gobernador Mendívil, que debe atribuirse en exclusiva al egoísmo de una élite que acogió con alborozo la subida, pero se mostró reticente a pagar. También debe tenerse en cuenta que la mayoría de los españoles residentes en Guinea se sentían desvinculados de las cuestiones políticas y luchas ideológicas que enfrentaban a sus compatriotas a 6.000 kilómetros de distancia. El descontento generado por la “sugerencia” de Serrano, secundada por Potau, Mallo y demás, pudo en realidad desembocar en una secesión, al estilo de los independentismos americanos o boer. En nuestra opinión, solo el exiguo número de colonos, y su dispersión entre Fernando Poo y Río Muni, impidió la articulación de aquel conato de rebelión.

El gobernador Mendívil castigó a los colonos incrementando el tipo impositivo sobre propiedades rústicas, urbanas e industriales; quienes no pagasen en el plazo estipulado,  serían multados con el quíntuplo del principal reclamado, añadidos los recargos  correspondientes. También se empezó a cobrar una peseta como “donativo voluntario” a toda persona que visitase los barcos fondeados en cualquier puerto de la colonia. Completa las medidas recaudatorias para financiar al Ejército de Franco una disposición de febrero de 1937, que obligó a fabricantes de chocolate y otras  industrias dependientes del cacao a someterse al control estricto de la Comisión de Industria, Comercio y Abastos. Ese mismo mes se creó la Junta de Cultivos, destinada a promover la producción de alimentos locales, obligatoria para nativos y colonos. Su finalidad no era mejorar las condiciones alimenticias de los nativos, como arguyó la propaganda, sino otras: primero, restringir en la colonia el consumo de productos de importación, como el arroz, aceite de oliva, trigo, pescado salado, conservas y similares, imprescindibles en el abastecimiento de las tropas del bando nacional; incrementar el cultivo de plátanos, bananas, yuca, malanga, palmeras y piñas, productos también destinados al abastecimiento de la industria de la zona bajo control franquista. Esta orden tendría, a la larga, trascendental importancia, en dos sentidos opuestos: por un lado, consagró la discriminación incluso en la alimentación, pues a partir de entonces quedó prohibida la venta a los nativos no emancipados de conservas y aceite de oliva, al tiempo que la agricultura tradicional traspasaba por primera vez los niveles de autoconsumo para crear excedentes. Sobreabundancia que mejoró la dieta de los guineanos, creó un mercado interior y posibilitó el despegue hacia un mercado exterior de productos tropicales, absorbido por España, con las consiguientes transformaciones sociales y económicas. Fue también un intento de diversificar la agricultura colonial, abandonando el tricultivo (maderas, cacao y café). Experiencia efímera, abandonada cuando quedó estabilizada la producción agrícola metropolitana, una vez superado el bloqueo internacional decretado por los aliados durante la Segunda Guerra Mundial. Podemos afirmar, pues, que la hambruna padecida en la posguerra española fue mitigada en parte gracias a los productos guineanos. Es mi propósito seguir investigando este tema, sobre todo para aportar las cifras de las importaciones desde Guinea entre 1937 y 1950, pero puedo adelantar hoy que la reconstrucción de la infraestructura ferroviaria fue posible por la madera de Río Muni: los vagones eran de madera ligera, y las traviesas, hasta no hace demasiado tiempo, eran de madera de okume.

El 1 de marzo de 1937 se creó la Agrupación de Milicias Nacionalistas de Fernando Poo, “una
Figura de plomo de falangista guineano de 1936.
Tras el decreto de unificación,
la milicia conservó en la Guinea Española
el característico salacot en vez de la boina roja.
agrupación de patriotas que, por no haber sido movilizados, no prestan servicio en el Ejército, pero a pesar de ello se ofrecen al Generalísimo Franco, representante del Estado, para colaborar, ayudar y combatir en caso necesario”; los   nativos encuadrados en la Guardia Colonial fueron afiliados obligatoriamente. De tal agrupación nadie podía salir; su jefe fue investido como delegado de Orden Público, y, según el artículo 15 de su reglamento, todos sus mandos recayeron en oficiales y clases del Ejército, lo que equivalía a reforzar aún más la autoridad de los delegados gubernativos. El Decreto de Unificación de requetés y falangistas bajo el mando único de Franco tuvo, asimismo, su proyección en Guinea, ya que en julio siguiente se modificaba el reglamento de esa Milicia Nacional para crear una “entidad de carácter nacional”, FET y de las JONS, bajo el mando delegado del Gobernador General, jefe territorial del Movimiento. Leopoldo Martínez Rodríguez ocupó el cargo de asesor político de las milicias; Emilio Gómez Vázquez fue designado secretario territorial del partido único, y Prudencio González Altuna ocupó la jefatura militar de la milicia. El 13 de septiembre se constituía en Santa Isabel la Central Nacional-Sindicalista, integrada en esta primera etapa por los sindicatos de Agricultura, Comercio, Oficinas e Industria, “a la manera de un ejército creador, justo y ordenado”. El 14 de marzo, un decreto-ley establecía la requisa, en favor del Estado Nacional, de cuantas divisas extranjeras, joyas, objetos de oro y plata tuviesen particulares, entidades financieras o empresas, a cambio de su valor en pesetas franquistas. Quienes denunciasen a los que se negaran a acatar la orden tenían derecho a percibir la mitad de la multa
impuesta al infractor. Dada la restricción de la personalidad jurídica de los nativos no emancipados, tal orden revistió en Guinea una curiosa particularidad: ante el supuesto de que un nativo no podía tener ni divisas ni joyas, la “Ordenanza sobre la responsabilidad de los negros no emancipados” les exoneraba de los delitos de “atesoramiento ilegal” y “auxilio a la rebelión”. A este decreto-ley siguió otro, de 5 de abril de 1937, sobre incautación de bienes. Destinado en principio a adaptar en la Colonia los preceptos del decreto 108 de la Junta de Defensa Nacional, instituyó una Comisión de Incautación de Bienes presidida por el secretario general del Gobierno, Carlos Vázquez Ruiz, e integrada por José María Martín-Gamero Isla y Francisco Cánovas del Castillo Tejada, encargados de tomar cuantas medidas creyesen oportunas para evitar la ocultación o desaparición de bienes de personas que “por su actuación fueran lógicamente responsables directos o subsidiarios, por acción u omisión, de daños o perjuicios de todas clases ocasionados directamente o como consecuencia de oposición al triunfo del Movimiento Nacional”. Las personas y empresas incautadas debían presentarse a un juicio, representadas  necesariamente por el asesor letrado del Gobierno General, en función de abogado del Estado, quien, al mismo tiempo, era miembro nato de la Comisión de Incautación. El expediente para declarar administrativamente el embargo de los bienes debía ser incoado por un juez, jefe u oficial del Ejército, nombrado por la Comisión de Incautación.

El 16 de marzo se modificó el Estatuto del Comité Sindical del Cacao, al que quedaban obligatoriamente afiliados todos los productores europeos de la colonia; su Junta Peninsular adquirió las funciones de clasificación o reclasificación del producto, proponiendo al Gobierno los precios únicos que debían aplicarse, y disponiendo e interviniendo en todo lo referente a la producción, distribución y venta en España. Se inició entonces una amplia campaña de propaganda para promocionar el cacao de Fernando Poo, tanto en España como en el extranjero. El sindicato se adecuaba así a la “solución totalitaria” exigida por pequeños y medianos productores, que se sentían perjudicados por la especulación y el arbitrario incremento de precios por los intermediarios, que acogieron con gozo la supresión del libre comercio; tal normativa creó nuevos problemas, quizá mayores, como la falta de representatividad y transparencia de los comisionados, que pasaron a especular en beneficio exclusivo de la burocracia sindical y los grandes finqueros. Por ejemplo, créditos y anticipos se otorgaron desde entonces sobre existencias comprobadas y cosechas pendientes, lo cual imposibilitaba en la práctica que un pequeño agricultor aumentase su producción o mejorase su explotación. Las grandes firmas se beneficiaron también del dirigismo corporativista resultante, al estar proporcionalmente más representadas en los órganos colegiados del sindicato, impidiendo la libre iniciativa privada, por ser la única entidad autorizada a recaudar los ingresos de las ventas, pagar los gastos y adoptar cuantas medidas se relacionasen con la producción, consumo y comercialización del cacao. Si se tiene en cuenta que el comité estaba presidido por el representante del Estado, designado libremente por el presidente de la Comisión de Industria, Comercio y Abastos de la Junta Técnica del Estado –luego por el ministro de Comercio–, con voz, voto y veto sobre cualquier acuerdo, puede afirmarse que fue en Guinea donde primero se aplicó el modelo económico y social del Movimiento Nacional; su verdadero resultado fue la aparición de grandes monopolios semiestatalizados, en los que las fuerzas productivas se limitaban a ejecutar las directrices políticas emanadas de la voluntad de la “superioridad”. Modelo que, como se sabe, generó burocratización, corrupción, arbitrariedad e ineficacia operativa.

Bajo el gobierno del procónsul Mendívil y Elío, el naciente Estado Nuevo franquista abordó otro de los grandes temas coloniales: qué trato dar a los nativos. La ideología del Movimiento Nacional era imperialista. En mayo de 1935 había aparecido el libro Discurso a las juventudes de España, de Ramiro Ledesma Ramos, fundador de uno de los partidos integrantes en el Movimiento, las JONS. Calificado por José María de Areilza y Fernando María Castiella como “fundamental” para comprender la nueva interpretación de la Historia de España que forjaba el espíritu de cierta juventud encandilada con las ideas y logros de Mussolini en Italia y Hitler en Alemania, el jefe del nacionalsindicalismo invierte en esa obra la tesis “pesimista” de Ángel Ganivet en Idearium español, y “rectifica” las nostálgicas ensoñaciones de Ramiro de Maeztu en  Defensa de la Hispanidad, dos genuinos representantes de la obsesión imperialista que caracteriza a la glorificada Generación del 98. Ledesma les califica de “viejos”, pues “en su decrepitud biológica y espiritual” –dice– intentaban arrastrar a España “por el camino de la perdición”; juzgaba “erróneo” el concepto de “decadencia” aplicado a la situación internacional de España, que, para él, no había sido derrotada en 1898, solo había perdido una batalla. Bajo el seudónimo de Roberto Lanzas, este ideólogo expresó con mayor claridad su propuesta en Fascismo en España: “Sólo el triunfo en España de un movimiento nacional firmísimo pondrá a la Patria en condiciones de no pestañear ante las responsabilidades históricas que se nos echan encima. Sólo una España fuerte puede decidir las contiendas próximas de Europa en un sentido progresivo y fecundo. El secreto de un nuevo orden europeo que disponga de amplias posibilidades históricas se resume en esta consigna que nos atañe: resucitación española”. Pese a lo cual, como izquierdas y liberales, la extrema derecha española carecía de un corpus doctrinal aplicable a la política expansiva contenida en su formulación, y se debatía entre la readaptación de las obsoletas Leyes de Indias o la adopción de modelos más actualizados. Rechazaban los modelos contemporáneos experimentados por Gran Bretaña y Francia, responsables, en su opinión, del declive de España y enemigas de su resurgimiento; razón que explica la proliferación, entre 1939 y 1945, de libros y artículos analíticos sobre la organización de las posesiones españolas. Téngase en cuenta que estas fechas enmarcan el fin de la Guerra Civil y derrota de las potencias fascistas en la Segunda Guerra Mundial, a cuyo éxito esperaba auparse  Franco  para  restablecer el imperio español. No nos extenderemos aquí sobre esta cuestión apasionante; unas pocas pinceladas permiten comprender aquel debate: para los detractores del modelo francés de colonización, basado en la asimilación de los nativos a la cultura de la metrópolis, “el único mérito de Francia” consistía en “restablecer el orden en el trágico carnaval africano”; la asimilación podía ser “teóricamente justa, pero colonialmente equivocada”, al presuponer la igualdad de las razas, falacia que podía desembocar en comunismo, pues “el negro es, y será siempre, un negro, aunque la Liga de derechos del hombre lo promueva a superior rango”. Para otros, el método francés tenía la ventaja de “elevar” a los indígenas, al fundirse la raza colonizadora con la aborigen, de modo que los pueblos así formados “perpetúan las virtudes y tradiciones de la raza colonizadora: donde hay un hispanoamericano, hay un español”, argüían. La controversia se acentuaba al analizar el modelo inglés, basado en el proteccionismo o “administración indirecta”, inmoral para unos –“el principio de la sabiduría británica es no tener principios”, según Bravo Carbonell–, nefasto para tratadistas como Yglesias de la Riva, para quien conducía a preparar la emancipación. No siendo fácil la síntesis, algunos ideólogos recomendaron aplicar rasgos aislados de uno y de otro según las circunstancias. El resultado fue una colonización paternalista, plena de retórica católica, fluctuante según la coyuntura internacional: una indefinible amalgama entre rígida explotación,  en condiciones de semiesclavitud, y un apartheid más displicente que dictado por el odio, a menudo reducido en despectiva condescendencia ante seres considerados “no tan” iguales.

Todo lo cual aparece nítido en la legislación. El Reglamento General de Hospitales, de 2 de marzo de 1937, además de la consabida separación de los enfermos en salas distintas según su raza, consagra al administrador-comisario de cada centro de salud como jefe del personal indígena, debiendo éste “cumplir cuantas órdenes les sean dadas por el personal europeo de la sala” y guardar “el debido respeto a este personal y al personal europeo del Hospital”. La ordenanza de 6 de abril reformó el Reglamento de Enseñanza Colonial, en un “vehemente deseo” –escribió Heriberto Ramón Álvarez– de revalorizar la última colonia española, desde el empeño de rectificar el abandonismo del final del siglo XIX, poniendo “todo su entusiasmo y todos sus sacrificios en dar a sus escasos súbditos de color las enseñanzas y doctrinas que en los actuales tiempos no pueden ser negadas a ningún pueblo ni a ninguna raza. Clasificada por grados (primaria elemental, primaria superior, profesional y de artes gráficas), fue un primer y tímido intento de sistematizar la escolarización de los nativos, sometidos a un filtro espeso para captar a las futuras élites, escogidas por su inteligencia, dedicación y aptitud. Su característica básica era centrar la enseñanza en la dos pilares: “la Religión Católica e Historia Sagrada se enseñarán obligatoriamente en las escuelas, ocupando con la Enseñanza Patriótica el lugar preeminente que les corresponde”, con la finalidad de “conseguir ciudadanos españoles honrados, fuertes, capacitados y fervientes católicos”, lo cual se lograría “fomentando el amor a España por el conocimiento de sus instituciones fundamentales, de algunos hechos históricos y poniendo de relieve el beneficio que de ellos obtienen los indígenas”. Según una circular complementaria de la Inspección de Enseñanza, “ha de procurarse el aprendizaje y canto del Himno Nacional y demás cantos patrióticos”, aprovechando para ello “cuantas ocasiones y motivos se presenten para dar a los niños un conocimiento intuitivo de la génesis y desarrollo del Glorioso Movimiento Nacional (…) de forma que contribuya eficazmente al fomento y desarrollo del sentimiento de afecto y adhesión a una España Una, Grande y Libre, es decir, Católica e Imperial”.



Pero la carencia de medios lastraba el adoctrinamiento. Cuando se promulgó esta ordenanza sólo existían en toda Guinea 43 aulas escolares para los nativos, más una exclusiva para niños blancos, 19 de ellas en Fernando Poo, distrito que, según el censo de 1936, tenía 10.000 habitantes negros, aunque los inmigrantes y sus hijos no tenían derecho a la escolarización. El distrito continental, con una población indígena de 130.000 habitantes, disponía únicamente de 24 aulas, todas construidas con “materiales del país” por los propios nativos, al estar limitada la subvención del Estado al salario del maestro auxiliar, cuya manutención, vivienda y alimentación sufragaban también los aldeanos. Doce de las aulas estaban situadas en núcleos urbanos (ocho en Fernando Poo y cuatro en Río Muni). La población escolar era de 5.375 alumnos, 2.514 en Fernando Poo. Aunque era obligatoria la escolarización, bajo severas multas y castigos a los infractores, las enormes distancias entre los poblados y la escuela explican tan bajísima tasa de escolarización: en Fernando Poo, el 99,5 % de los alumnos vivían a menos de cinco kilómetros de la escuela; en Río Muni, la proporción se reducía al 63 %, más de la mitad de los cuales debían recorrer a pie distancias superiores a los 10 kilómetros. Un total de 56 enseñantes constituían la plantilla, 29 de los cuales residían en la isla, entre ellos los ocho blancos y el único negro titulado; en la parte continental había dos maestros titulados, ambos españoles y residentes en Bata; el resto eran auxiliares indígenas que solo enseñaban a deletrear, las cuatro reglas matemáticas básicas, los fundamentos de la doctrina cristiana y rudimentarias nociones de la Historia de España.  Por su parte, 15 escuelas dependían del Vicariato Apostólico, nueve para niños –cinco en Río Muni y cuatro en Fernando Poo– y seis para niñas (tres en cada distrito), con un total de 1.773 alumnos, de los cuales 638 eran varones. Para sufragarlas, los misioneros claretianos recibieron subvenciones del Estado por valor de 138.300 pesetas en 1939; 159.150 pesetas en 1940 y en 190.225 pesetas en 1941. El 9 de agosto quedó derogado el decreto de 24 de julio de 1932, reintegrando al Vicariato Apostólico la presidencia del Patronato de Indígenas. En julio de 1940 se devolvió al clero el disfrute de pasaje gratuito, en el servicio intercolonial y en sus desplazamientos a la Península.

El 29 de septiembre de 1937 era destituido Mendívil y Elío, aunque continuó en funciones hasta principios de diciembre. Le sustituyó el capitán de navío Juan Fontán y Lobé, que había mandado las tropas expedicionarias que tomaron Bata. Si Serrano había ganado Guinea para la causa de Franco, Mendívil asegurado la adhesión de los colonos y organizado el aprovisionamiento en retaguardia, Fontán sentaría las bases de la nueva administración colonial. En efecto, abolida la Junta Técnica del Estado tras la constitución  del primer Gobierno Nacional el 30 de enero de 1938, se creó el Servicio Nacional de Marruecos y Colonias, organismo centralizador de la política colonial. Los gastos de este servicio eran sufragados íntegramente por el presupuesto de Guinea. De ahí que la labor principal de Fontán fuese la organización institucional de la Colonia. El 27 de agosto de 1938 se publicó la ordenanza sobre administración colonial, que confirmó el nombre de Territorios Españoles del Golfo de Guinea, entidad única regida por un gobernador general dependiente directamente de la Vicepresidencia del Gobierno. El distrito de la Guinea Continental quedaba al mando de un subgobernador residente en Bata. Al frente de cada Demarcación Territorial –dos en Fernando Poo y once en Río Muni– estaba un administrador, oficial del Ejército responsable de todos los asuntos civiles y militares. El 29 de septiembre fue reorganizado el Patronato de Indígenas, constituido en “entidad de carácter público con personalidad propia y capacidad para adquirir, poseer, y enajenar bienes de toda clase, encargado de coadyuvar a la acción colonizadora del Estado, procurando el fomento, desarrollo y defensa de los intereses morales y materiales de los indígenas que no puedan valerse por sí mismos”. Reorganizada la “justicia indígena” el 10 de noviembre, se crearon los “tribunales de Raza”, instancia inferior, dirigida por el administrador territorial y un número reducido de jefes indígenas sin voz ni voto. El administrador –verdadero reyezuelo en su jurisdicción– dictaba sus resoluciones “de acuerdo con la costumbre comúnmente establecida”, siempre que ésta no fuese contraria al orden público, a los principios de la moral o a la acción civilizadora del Estado”, conceptos que, aplicados discrecionalmente por administradores territoriales y misioneros, desnaturalizaban el enunciado, al invalidar las modalidades de la organización política y social y demás prácticas consuetudinarias, en particular el derecho de familia. En contraposición a esta “justicia indígena”, se promulgó el estatuto de la “justicia europea” el 22 de diciembre, que consagraba los privilegios de los colonos.

La gestión de Fontán se caracteriza, asimismo, por el impulso de la economía colonial.  Destacan las negociaciones emprendidas con el Gobierno de Alemania para suministrar madera de Guinea al Reich, iniciadas el 7 de mayo de 1938. España estaba dispuesta a aceptar todas las condiciones de los nazis para permitir la entrada de las 15.000 toneladas de madera detenidas en sus puertos, a condición de que los alemanes sufragasen su almacenaje. Como era madera de flete, principalmente okume, el Gobierno de Franco prefería no establecer un precio global, y solicitar el examen de cada partida, sobre todo por la depreciación de la divisa británica. España se comprometía a entregar a Alemania 30.000 toneladas de okume durante 1938, con un cupo de 120.000 toneladas métricas en los dos años siguientes, con precios y fletes acordados en 35 chelines la tonelada, importe pagado en cuentas especiales del Comité de Moneda Extranjera del Gobierno de Burgos, divisas que financiarían los suministros alemanes al bando de Franco. Para ello, el Sindicato de la Madera, organismo vendedor, cedía expresamente sus derechos sobre las cantidades ingresadas en esas cuentas a favor del Comité de Moneda Extranjera. El organismo comprador alemán era la sociedad Rowak Handelsgesell, de Berlín, agente fiduciario encargado por las empresas importadoras de madera de okume. España propuso una comisión mixta de asuntos económicos y forestales que estudiara las cuestiones técnicas. El 6 de octubre, el conde de Jordana –vicepresidente del Gobierno y ministro de Asuntos Exteriores– comunicaba a su embajador en Berlín, Antonio Magaz, estas bases para las negociaciones, precisadas desde Guinea por los madereros. El 1 de diciembre se firmó en Berlín el contrato de suministro a Alemania de madera de Guinea, de cuyo texto final se desprende lo siguiente: España suministraría a los nazis 35.000 toneladas métricas de madera en 1938, y 120.000 toneladas en 1939 y 1940, en cuotas de 15.000 toneladas trimestrales. Si por cualquier razón no se pudiera servir el cupo trimestral, el Sindicato de la Madera se comprometía a no embarcar cantidad alguna de okume con destino a otro país hasta cumplir con Alemania, exceptuando el consumo interior español. Cláusula que resultaría ser el talón de Aquiles del convenio, pues, una vez iniciada la Segunda Guerra Mundial en septiembre de 1939, la marina de guerra británica dificultaría dicho suministro. Firmado por Jesús Gangoiti Barrera, presidente del sindicato, y ratificado por el embajador Magaz, este detalladísimo y draconiano contrato indica con nitidez que parte no poco importante de la deuda contraída por la España Nacional ante Alemania fue sufragada con madera de Guinea, al igual que el convenio hispano-alemán sobre suministro de cacao sirvió de garantía para la adquisición de material bélico para el Ejército de Franco. Acuerdos muy favorables para los nazis, ante la débil posición negociadora de una España en guerra, hostigada desde Guinea por empresas alemanas que, como Casa Woermann, Alfred Schmidt y Otto Mayer, hacían lo posible para favorecer los intereses de su país.

Además de los acuerdos económicos, destaca la cobertura política otorgada por Fontán a la política africana de Hitler. Finalizada la guerra española, el Gobierno de Alemania solicitó a Franco visados para Guinea en favor del doctor Ebeling y Joseph Ellendorf, que deseaban realizar “un viaje de estudios a las selvas vírgenes del Oeste de África”, calificado por los alemanes como de “suma importancia para el intercambio comercial hispano-alemán”. Si tenemos en cuenta que a lo largo de 1938 habían ido a Guinea los “investigadores” alemanes Johannes Zschcke Koeln, Walter Wilkening Muenchen, Joseph Werner y August Mueller, así como el catedrático Kleine y su ayudante Fricke, no parece descabellado afirmar que, ante la proximidad de la Segunda Guerra Mundial, tales viajes no respondían tanto a un interés científico o económico, sino político, o más bien de espionaje, relacionados con las intenciones alemanas de recuperar su antigua colonia de Camerún y parte considerable del África ecuatorial, incluida la Guinea continental española.

Veinte días antes de la sublevación, el gobernador general Luis Sánchez Guerra, “apelando a sentimientos humanitarios y patrióticos”, prohibió infligir castigos corporales a los trabajadores negros. El patrono o capataz que causara lesión por castigo físico a un bracero sería sancionado con multas gubernativas de 1.000 a 2.500 pesetas la primera vez, de 2.500 a 10.000 pesetas la segunda y la expulsión de la colonia para los reincidentes, sin perjuicio de las responsabilidades penales. Los patronos, propietarios o agentes de las fincas en que tuviese lugar el castigo corporal serían responsables subsidiarios de estas sanciones. El 21 de febrero de 1938 las autoridades franquistas modificaron dicha ordenanza, aduciendo que carecía de “aquella flexibilidad que exige la multiplicación de matices que la realidad ofrece y de aquella graduación que la diferente gravedad del daño objetivo inferido en cada caso hace necesaria”. Introduciendo un criterio “muy católico” (sic) sobre “la justicia que ha de constituir la meta de los castigos corporales a los seres humanos”, clasificaron el maltrato físico y su sanción según produjeran o no lesiones, y cuando originasen lesiones, si éstas eran leves, menos graves o graves, “distinguiendo además en todos los casos los antecedentes del autor en relación con el hecho”. Así, el europeo que apaleaba a un africano sin lesionarle pagaba una multa de 100 a 200 pesetas la primera vez, de 200 a 300 la segunda y de 300 a 500 la tercera vez. Si la lesión era leve, la sanción se establecía entre 500 y 2.500 pesetas la primera vez, de 1.500 a 4.000 la segunda y de 2.500 a 5.000 la tercera. En caso de lesiones graves, la multa oscilaba entre 1.000 y 20.000 pesetas, máximo establecido para la tercera vez; sólo a la cuarta vez podía ser expulsado. Modificaciones legislativas que tuvieron su corolario práctico, al resultar materialmente imposible –por el miedo y las trabas legales– que un negro acusase a un blanco y probase que había sido objeto de maltrato, si se tiene en cuenta que el médico que debía calificar la lesión era blanco. Además, el decreto de 12 de julio de 1940 prohibía a los administradores territoriales sancionar a los blancos con multas superiores a 500 pesetas; el límite del subgobernador se fijó en 5.000 pesetas, siendo el gobernador general la única instancia con atribuciones de hasta las 20.000 pesetas. Si recordamos que los colonizados carecían de personalidad jurídica, por lo cual estaban sujetos a la tutela del Patronato de Indígenas ante cualquier pleito que les afectase, es fácil comprender la impunidad consagrada. A los colonos, además, les amparaban normas de rango superior, que establecían que las autoridades ejercieran su potestad sancionadora “teniendo en cuenta la capacidad económica del infractor y la malicia y trascendencia social de la infracción”, y revisaran “discrecionalmente” las sanciones impuestas, hubiese o no recurso.

Otras regulaciones de esta época refuerzan la “superioridad” del colono blanco. Por el contrario, diversas modificaciones legales introducidas suponen un claro retroceso en las condiciones de los negros, inmigrantes o nativos, sobre todo en el aspecto laboral. La ordenanza del 28 de agosto de 1938, por ejemplo, reactualizó las “prestaciones personales”, trabajos forzados durante 40 días al año para todos los negros no emancipados, simultaneada con las disposiciones sobre “vagos y maleantes” del 2 y 18 de agosto de 1936 y el trabajo penitenciario colonial, que facultaban a los representantes del Estado a emplear gratuita y obligatoriamente a cualquier negro que no tuviese ocupación conocida, y a utilizar a los presos negros para cualquier trabajo –incluida la empresa privada y el servicio doméstico– pues, como expresa con claridad Yglesias de la Riva, “el régimen de internamiento como sanción en sí misma para el indígena resultaría, de no ir acompañado del trabajo, una prebenda”. Si la propiedad de los indígenas no emancipados hasta entonces estaba limitada a un máximo de 20 hectáreas por cabeza de familia, el gobernador Fontán la redujo a cuatro hectáreas, que debían obtenerse mediante subasta entre aquellos nativos que “demostraran aptitud para el cultivo”, con preferencia, por este orden, para los casados canónicamente, los que tuviesen mayor número de hijos y los poseedores de “mejores informes de conducta y hábitos  morales”. El descontento que produjo la aplicación de estas normas alimentaría focos de protesta, todavía aislados, germen de los brotes nacionalistas que cristalizarían a finales de la década siguiente.

Suprimida la vicepresidencia por Ley de 8 de agosto de 1939, sobre reorganización de la Administración Central del Estado, la Dirección General de Marruecos y Colonias –del cual dependía la delegación peninsular del Sindicato de la Madera– quedó adscrita al Ministerio de Asuntos Exteriores; el Comité de Comercio Exterior Forestal de Guinea continuó tutelado por el Ministerio de Industria y Comercio. División de competencias que puede interpretarse por la rivalidad constante, desde la supresión del Ministerio de Ultramar tras la independencia de Cuba y Filipinas, entre la Presidencia del Gobierno y el Ministerio de Asuntos Exteriores por el control de la política colonial, pero también enmarcarse en las aspiraciones imperialistas del Nuevo Estado franquista en vísperas de la Segunda Guerra Mundial. Porque a partir del 1 de septiembre de 1939 se revalorizó la posición estratégica de Guinea, pese a la “no beligerancia” de España. Días antes de la invasión de Polonia, el 21 de agosto, Alemania envió al Atlántico sur algunos buques corsarios, entre ellos el Admiral Graf Spee, con la misión de perturbar el tráfico mercante aliado. Ante ello, el Reino Unido introdujo el sistema de convoyes en su tráfico marítimo; en la semana del 5 al 12 de octubre de 1939, el Graf Spee hundió cuatro mercantes aliados, con un total de 22.300 toneladas, en la ruta entre Angola y Sierra Leona, cuyo centro geográfico es Guinea. Esta concentración de buques de guerra en la zona colonial española tuvo sus consecuencias en el orden económico y político. Las exportaciones de productos guineanos a Alemania se realizaba mayoritariamente en mercantes alemanes y suecos; ante la creciente intervención de la marina británica para obstaculizar tales transportes, las compañías navieras suecas  Nordstron & Hehin y Rederer Jonasson empezaron a poner inconvenientes para transportar el cacao y la madera guineanos. Los importadores alemanes se aprovechaban de la situación. Por ejemplo: el vapor Wagogo, que había partido de Río Benito el 23 de agosto de 1939 con destino a Hamburgo con un cargamento de 2.378 toneladas de okume, tuvo que refugiarse en el puerto de Lobito (Angola) debido al hostigamiento inglés; la empresa armadora Woermann Lines pretendía devolver la mercancía al Sindicato de la Madera, previo pago de la totalidad del flete en Hamburgo, además de un abono por arribada forzosa equivalente al 20 % sobre el valor de la mercancía, pagos exigidos en marcos alemanes o en divisas neutrales; pretensiones que contravenían el convenio vigente, que el Sindicato de la Madera y la Dirección General de Marruecos y Colonias solo consideraban “excesivas”. En lugar de exigir el cumplimiento del convenio, el Gobierno español propuso realizar el pago en pesetas y una rebaja del abono por arribada forzosa. Otro ejemplo: el buque español Domine fue retenido en el verano de 1940 en el puerto de Freetown (Sierra Leona) por buques ingleses, que requisaron el cargamento de cacao y la correspondencia oficial y privada; sorprende el tono extremadamente conciliador de las notas de protesta españolas, que expresan la violación de su soberanía, pero, sobre todo, se quejan del perjuicio económico causado a la colonia. La razón esgrimida por los ingleses para apresar buques españoles fue el conocimiento del encargo realizado por el Ministerio de Industria y Comercio al Comité Sindical del Cacao para la cesión de 2.000 toneladas de cacao con destino al Gobierno de Italia que, junto al acuerdo suscrito con Alemania, rompía la supuesta neutralidad española. Pero España negaba tales transacciones, alegando que la mercancía era transportada desde su colonia para su propio consumo interior y no para exportar a ningún país en guerra con Gran Bretaña. Los ingleses tragaron la mentira, pero desde entonces la marina británica obligó a navegar a los barcos españoles con un certificado expedido por su Embajada en Madrid, llamado navicert, tema importante por las cuantiosas pérdidas económicas que supuso para España a lo largo de la guerra, que revela, además, el inestable equilibrio diplomático en que se movía el naciente régimen franquista. Su análisis pormenorizado excede los propósitos de nuestra exposición, pero podremos volver sobre ello en algún otro momento. En todo caso, nos sugiere las implicaciones de  Guinea en la Segunda Guerra Mundial, sobre todo las intensas negociaciones desarrolladas en Berlín y Roma entre 1939 y septiembre de 1942 por Juan Luis Beigbeder y Ramón Serrano Súñer, ministros de Asuntos Exteriores de Franco, y los intentos de España por recuperar y ampliar su espacio en África, “expoliado” –según la terminología española– por Francia en la Conferencia de París. En ese sentido, como ya han apuntado diversos historiadores, la frustración de Franco al no obtener suficientes garantías de expansión territorial en África, tras sus entrevistas con Hitler en Hendaya, el 3 de octubre de 1940, y con Mussolini en Bordighera, el 12 de febrero de 1941, fue causa decisiva para la no beligerancia de España en la Segunda Guerra Mundial. España se encontraba en posición delicada: debilitada por la Guerra Civil, con un Gobierno no consolidado pese a la dura represión, en medio de las ambiciones imperialistas cruzadas de sus presuntos aliados. Al respecto, conviene añadir las presiones del Gobierno colaboracionista de Vichy, ansioso de recuperar el África Ecuatorial francesa y demás colonias africanas controladas por la Francia Libre tras la proclama de resistencia del general De Gaulle tras firmarse el armisticio con Alemania. Desde diciembre de 1940, el mariscal Phillipe Pétain presionaba a Madrid para obtener un consulado en Bata, petición informada favorablemente por el exgobernador Fontán, nuevo director general de Marruecos y Colonias, quien ponderó sus ventajas políticas y económicas ante el subsecretario de la Presidencia, Luis Carrero Blanco. Pero Serrano Súñer la desautorizó, porque “sería un centro de intrigas que causarían conflictos y dificultarían las relaciones sui generis que  la colonia se ve obligada a mantener con los vecinos”. En todo caso, los episodios reseñados resultan significativos a nuestro entender: revelan cuestiones hasta ahora ocultadas, como la existencia de intensas relaciones económicas entre España y las potencias del Eje, y el papel de la economía guineana en la devolución de los emprésitos de la Guerra Civil a Hitler y Mussolini.

Por ultimo, resaltar una obviedad apenas percibida por los estudiosos de las cuestiones guineanas: imposible comprender nuestra deriva poscolonial sin tener en cuenta estas medidas introducidas por el régimen de Franco en Guinea de 1936 hasta que comprendió la irrealidad de la quimera neoimperial, introductoras del fascismo en aquellos territorios. Conceptos, normas y usos incrustados tan profundamente en la mente de los colonizados que marcan todavía los modos de comportamiento político de la mayor parte de nuestra clase política. Se ven en el boato, perviven en los conceptos, en la terminología, en las leyes, en la percepción del ciudadano desde las alturas del  poder. No parece entonces exagerada mi afirmación recurrente: Franco no ha muerto en Guinea Ecuatorial. Por lo cual no bastó una independencia formal para alcanzar la libertad. Y la conclusión también es obvia: la construcción de nuestra sociedad exige empezar, ineludiblemente, por liberar nuestros espíritus del poso histórico de un totalitarismo superpuesto a un primitivismo nunca erradicado por una colonización frustrada, sobre todo, por los complejos y la indefinición de los propios colonizadores.

Donato Ndongo Bidyogo, escritor, periodista, historiador, trata este tema en "Reivindicaciones de España. La proyección del fascismo en el Golfo de Guinea (1936-1945)" dentro del III Seminario Internacional Sobre Guinea Ecuatorial: