Cuenta Agustín de Foxá en
Madrid de corte a checa:
Por la noche recibieron a José Félix con grandes aspavientos en casa de Fifí
Estrada. Ya estaba puesta la mesa, con unas velas negras y unas fuentes de plata, para
el consomé. Estaban Perico Castro-Nuño, María Parla, los Alberti, Federico García
Lorca y el capitán Martínez, héroe de Aviación, con el negrito que se había traído de
Fernando Poo.
¿"El negrito que se había traído de Fernando Póo"? Así, es: aunque no queda claro que fuera precisamente el capitán Manuel Martínez Merino -como dice Foxá-, a los ibéricos pilotos parece que les apeteció emular a Robinson Crusoe y tener su propio "Viernes". Hay constancia de 2 ecuatoguineanos que acompañaron a los pilotos en el viaje de vuelta (en los barcos de apoyo, no en los hidroaviones): José Friman Mata y José Epita Mbomo.
Lo teníamos pendiente desde hace años, y hoy en este paseo por la vieja calle 19 de septiembre de Santa Isabel vamos a incluir el relato de José Epita Mbomo, corisqueño al que El País dedicó en 2021 el artículo El electricista que saboteó a los nazis y salvó a sus amigos. El artículo generó conmoción en una Guinea Ecuatorial, siempre falta de noticias positivas y acostumbrados a no dejar impronta en el ámbito internacional.
Las redes sociales se llenarán de expresiones espontáneas como ésta: «Es una de las historias más increíbles, bonitas y emocionantes que he leído. Y es sobre un guineano de Corisco».
Orgullosos, tampoco pasó desapercibido que Mbomo (conocido también como Yoni) era tío de la poeta Raquel Ilombe. Otro día hablaremos de Friman, pero hoy es el turno de Epita:
El guineano se formó como mecánico de aviones y se casó con una blanca en Murcia en 1936. En el exilio dirigió un grupo local de la Resistencia francesa, fue deportado a Neuengamme y sobrevivió a un bombardeo británico sobre barcos de prisioneros en el Báltico. Una investigadora de la Universidad Rovira i Virgili de Tarragona ha descubierto su paso por el campo de concentración. Esta es su biografía, reconstruida por EL PAÍS.
José Epita Mbomo nació el 15 de agosto de 1911 en Ibanamai, en la isla de Corisco, entonces parte de la colonia española de Guinea. Allí acude a la escuela que gestionan religiosos claretianos que castigaban a sus alumnos a arrodillarse sobre garbanzos, contaría años después a su hijo Andrés. Vive con su tía Esperanza. El 6 de enero de 1927 aterrizaron en la isla tres hidroaviones de la Patrulla Atlántida, una misión militar y científica que buscaba sacar pecho en la carrera de los cielos y recoger información para cartografiar la costa occidental africana. La exitosa expedición regresa con dos adolescentes guineanos a bordo de los barcos de apoyo: José Epita Mbomo y José Friman Mata.
Tendríamos, por tanto, otro ecuatoguineano como Carlos Grey Molay que sobrevivió a un campo de concentración nazi. Y bueno, no todos iban a ser como el comandante Tray o el sargento Guerra Tonga.
Cuenta Afropoderossa en "España no sólo es blanca":
EL AVIÓN ES, QUIZÁ, UNO DE LOS AVANCES TECNOLÓGICOS más
importantes del siglo XX y también uno de los que más rápido ha
evolucionado. Apenas transcurrió una década entre los primeros
vuelos de los hermanos Wright o del brasileño Alberto Santos
Dumont, cortos y aparatosos, y el uso de aviones por parte de la
mayoría de los ejércitos durante la Primera Guerra Mundial. Acabada
la guerra, entre los años 1918 y 1939 tuvo lugar lo que podemos
llamar «la edad de oro de la aviación». Los países comenzaron a
competir por crear mejores aviones y más rápidos, por batir récords y
por volar hasta donde nadie antes había llegado montado en una
aeronave. Por ejemplo, en 1924, un grupo de aviadores de las
Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos dieron la primera vuelta
completa a la Tierra en ciento setenta y cinco días. Y en 1927, el
norteamericano Charles Lindbergh fue el primero en viajar de Nueva
York a París sin realizar ninguna escala.
España también participó en aquella carrera aeronáutica y, en
invierno de 1927, aterrizaban en la base aérea de Los Alcázares,
Murcia, tres hidroaviones bautizados como Cataluña, Andalucía y
Valencia. Los tres aviones regresaban de un largo viaje que les había
llevado hasta Guinea Ecuatorial, y sus tripulantes fueron recibidos
como héroes. Pero aquel día, además de la tripulación, pisaron el
suelo del aeródromo de Los Alcázares dos adolescentes negros
llegados directamente de Guinea Ecuatorial.
LA PATRULLA ATLÁNTIDA
Aquellos tres aviones que aterrizaron en Los Alcázares constituían la
Patrulla Atlántida, cuyo objetivo había sido sobrevolar la costa
atlántica africana hasta llegar al golfo de Guinea, gesta que no se
había conseguido jamás hasta entonces, y cartografiarla. En aquella
época, por mucho que Guinea Ecuatorial fuera una colonia española,
estaba muy mal comunicada con la península, así que debió de ser
toda una sorpresa para los guineanos ver aparecer aquellos aviones
de repente en el cielo y que aterrizaran en su territorio.
Quizá fue precisamente aquella visión lo que impresionó a dos
adolescentes de dieciséis años de la isla de Corisco. Se llamaban
José Friman y José Epita Mbomo, y ambos se embarcaron en los
hidroaviones de la Patrulla Atlántida cuando inició su regreso a
España. Algunas fuentes afirman que la tripulación se había traído a
los dos jóvenes como una especie de «trofeo» para demostrar que
efectivamente la expedición había llegado hasta su destino, pero, de
todos modos, nada parece indicar que ninguno de los chicos viajara
obligado y nadie se desentendió de ellos al llegar. Al contrario.
José Epita Mbomo consiguió un trabajo en el aeródromo y fue
«apadrinado», prácticamente adoptado, por la familia de uno de los
oficiales de Los Alcázares. Y prosperó. En apenas dos años, José
Epita se había convertido en mecánico de aviones en la base y se
formaba como electricista. Estaba integrado y progresaba. Entonces,
una noche de carnaval, José decidió asistir a un baile que se
celebraba en un casino de la zona.
«¿NO TE DA MIEDO, DE NOCHE?»
Aunque José Epita se había integrado en su pueblo, eso no significa
que todo el mundo lo aceptara por igual. De hecho, esa noche de
carnaval, al entrar en el pabellón donde se celebraba la fiesta,
mucha gente se escandalizó. La orquesta dejó de tocar. Las madres
agarraron a sus hijas para que no se apartaran de su lado. Y, sin
embargo, José acabó bailando con una chica. Se llamaba Cristina. Si
José había sido valiente al ir a una fiesta en la España de principios
del siglo XX sin importarle tener que enfrentarse a comentarios y
actitudes racistas, Cristina no lo había sido menos. El hermano de
Cristina conocía a José de la base, por lo que, pese a la resistencia
de los amigos, acabó presentándolos. Y esa noche bailaron.
A partir de ese momento, José y Cristina estuvieron juntos.
Superaron el rechazo de los vecinos y de las amigas de Cristina, e
incluso algunos ataques de los jóvenes de Los Alcázares, que no
estaban dispuestos a dejar que un chico negro se llevara a «una de
sus chicas». Por otro lado, la familia de Cristina, aunque quizá no los
apoyara activamente, nunca se opuso al noviazgo. Así que, el 1 de
enero del año 1936, José Epita Mbomo y Cristina Sáez se casaron.
La boda, en aquella España de principios del siglo XX, levantó un
revuelo tremendo no solo en Murcia, sino también en todo el país. A
Cristina la gente le decía: «¡Uy! ¡Casarse con un negro! ¿Y no te dará
miedo por las noches, cuando esté oscuro?». Y, al salir de la iglesia,
ya les esperaban vecinos, curiosos y periodistas. De hecho, llegaron a
dar entrevistas para la prensa de la época. José y Cristina fueron una
de las primeras —si no la primera— parejas interraciales del país.
Durante un tiempo muy breve fueron felices, pero entonces estalló la
guerra civil española.
LUCHADOR
Durante la guerra civil española, parte del ejército se alineó con los
sublevados del general Franco, mientras que otra parte se mantuvo
fiel a la República, como es el caso del aeródromo de Los Alcázares
donde trabajaba José. Sin embargo, a medida que la guerra
avanzaba, y la República iba perdiendo terreno contra los sublevados,
José se dio cuenta de que se encontraba en grave peligro porque,
además de ser un idealista, era un militante de izquierdas
convencido. En ese periodo, eso le habría costado años de cárcel o,
seguramente, la vida, así que José y su familia decidieron escapar.
Primero lo hizo Cristina con sus dos hijos y con su madre. Durante un
tiempo permanecieron en Cataluña y luego, en 1939, pasaron al otro
lado de la frontera, a Francia. No mucho después, José hizo lo
mismo.
Por desgracia, la llegada a Francia no significaba estar a salvo,
pues, como tantos otros refugiados españoles, José acabó recluido
casi diez meses en diversos campos de refugiados, el más famoso de
los cuales fue seguramente Argelès-sur-Mer, un lugar insalubre
construido en la propia playa. Las personas allí recluidas, que eran
gente inocente que escapaba de la guerra, tenían que dormir sobre la
arena dura y fría, no disponían de suficiente comida ni atención
médica, y recibían continuos maltratos de los guardias.
Aun así, José logró salir. Cristina le había conseguido un trabajo de
electricista en la ciudad de Mérignac, cerca de Burdeos, y, gracias a
eso, por fin pudo reencontrarse con su mujer y sus hijos.
Esa mala experiencia no logró que José perdiera sus ideales y su
espíritu combativo, por lo que, al estallar la Segunda Guerra Mundial,
él siguió luchando. Cuando Francia cayó bajo las garras del nazismo,
José se sumó a la Resistencia que combatía al Tercer Reich,
acompañado de partisanos franceses y republicanos españoles
exiliados como él. Entre otras acciones de espionaje y de sabotaje, el
grupo de José hizo saltar por los aires un hangar lleno de vehículos
del ejército alemán y también saboteó el suministro de energía del
aeródromo de Mérignac para impedir la salida de aviones. Solo con
eso, José Mbomo habría sido un héroe merecedor de todos los
honores, pero su historia no acaba aquí, porque en 1944, a causa de
sus acciones en la Resistencia, fue capturado por la policía francesa.
PRISIONERO
Como tantos otros, José acabó en un campo de concentración, en su
caso Neuengamme, en Alemania. Las condiciones en el campo eran
inhumanas. Hambre y miseria, maltratos continuos, trabajos
forzados, enfermedades y muerte. Incluso para José, que al ser
electricista se le asignó un trabajo que conllevaba ciertos privilegios,
las condiciones eran durísimas. Irónicamente, puede que lo que
acabó salvándolo a él y a algunos de sus compañeros fue
precisamente que José fuera un hombre negro. De hecho, parece ser
que en todo el campo de Neuengamme no había ni siquiera diez
prisioneros negros, a los que los nazis consideraban inferiores,
exóticos y solo aptos para servir. Así que José, además de
electricista, también trabajó de camarero para los oficiales nazis del
campo. De ese modo tenía acceso a las sobras de comida, que
compartía con sus compañeros.
EL FIN
Los nazis, cuando vieron que la guerra estaba perdida, decidieron
borrar todo rastro de sus crímenes. Eso significaba cerrar los
campos de concentración, eliminar pruebas documentales, archivos,
fotografías… y a los prisioneros. José, como tantos otros, fue sacado
del campo. Ya fuera metiéndolos en trenes para ganado, sin
ventilación, ni agua, ni espacio para respirar, o bien a pie, en
extenuantes «marchas de la muerte» donde muchos morían de
agotamiento y muchos otros, los que no eran capaces de seguir el
ritmo, eran ejecutados, llegaron hasta el mar Báltico. José Mbomo
acabó como prisionero en el Cap Arcona, un antiguo transatlántico de
lujo —habría que imaginar una nave muy parecida al Titanic—. Allí, en
las cubiertas superiores, los soldados y oficiales nazis disfrutaban
del lujo del barco. En cambio, las bodegas estaban llenas de
prisioneros en condiciones todavía peores que las del campo que
habían dejado, unos prisioneros que los nazis pretendían usar como
moneda de cambio para negociar una rendición ventajosa frente a los
Aliados. No llegó a ocurrir. La RAF, la fuerza aérea británica,
bombardeó el Cap Arcona sin saber que sus bodegas estaban llenas
de prisioneros. El navío se incendió y, al final, se hundió. Solo
sobrevivieron 316 prisioneros de los más de 4.500 que iban a bordo.
Entre ellos, José.
UNA VIDA TRANQUILA
José Epita Mbomo se salvó. Quizá fue pura suerte. Quizá fue porque,
al contrario que muchos de los demás prisioneros del Cap Arcona, él
sabía nadar. Sea como sea, en esa ocasión José tampoco se rindió.
Fue rescatado por una lancha de la Cruz Roja y, al fin, pudo regresar
junto a su familia. La guerra había acabado definitivamente, así que,
tal vez por primera vez en muchísimos años, ya no tuvo que luchar
más. José y su familia se establecieron en Francia. Incluso si hubiera
sido seguro para ellos regresar, no lo habrían hecho. José siguió
trabajando como electricista, y Cristina y él llegaron a tener cinco
hijos. Este hombre incansable acabó muriendo de cáncer en los años
setenta y su historia probablemente habría quedado olvidada con el
tiempo. Es cierto que había recibido algunos honores y
condecoraciones del Estado francés por su participación en la
Resistencia, sí, pero, al igual que muchos otros, José nunca hablaba
de la guerra, de los campos y de las veces que tuvo que luchar por
salvar su vida.
Y, sin embargo, poco a poco la gente fue sabiéndolo. Se
comenzaron a investigar los campos de concentración y la historia de
los supervivientes españoles, una historia que había sido silenciada
durante años por el régimen franquista, que se desentendió
completamente de los ciudadanos de ideología republicana porque
no eran «de los suyos». Como siempre, aquello que no se cuenta no
existe. Los hijos de José también descubrieron que su padre, aunque
no les había contado nada, sí que había escrito en cuadernos y en
agendas los hechos más importantes de su vida, que así han llegado
hasta nosotros. Una historia extraordinaria de un hombre valiente
que, por fin, sale a la luz.