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jueves, 10 de agosto de 2023

Accidentado paseo a Moka

Es cierto, no se trata de la guerra civil y sus consecuencias en el territorio ecuatorial. Sin embargo, ¿quién mejor que Roberto Arlt permite conocer el entramado social del país?:


Accidentado paseo a Moka en "El criador de gorilas" (1941) de Roberto Arlt.

Cuando el “Caballo Verde” salió del puerto de Santa Isabel, el noble anciano, apoyado de codos en la pasarela del paquete, cargado de negros hediondos y pirámides de bananas, me dijo al mismo tiempo que miraba entristecido cómo la isla de Fernando Poo empequeñecía a la distancia:

-¡Cómo ha cambiado todo esto! ¡Cuánto! Y de qué modo!

Clavé los ojos en el rostro del noble anciano, que en su juventud había sido un conspicuo bandido, y moví también la cabeza, como si participara de sus sentimientos. El viejo continuó:

-Fue allá por el año 80. Entonces no existía el puerto que usted ha visto ni la catedral con sus dos torres de cemento, ni el hospital, ni la Escuela de Artes e Industrias, ni alumbrado eléctrico en la calle de Sacramento, ni negros en bicicleta. No. Nada de eso existía.

Fijé la mirada en el lomo de una ballena que se sumergía y luego lanzaba un surtidor de agua al espacio, pero el viejo bandido no vio a la ballena. Su mirada estaba detenida en el pasado. Emocionado, prosiguió:

-Cuando llegué a Fernando Poo, la aduana era una valla de bambú y la Casa de Gobierno una choza al pie de la colina. Algunos indígenas descalzos, embutidos en fracs donde habían zurcido charreteras de oro y sombreros de copa, desempeñaban funciones burocráticas con un puñal en el cinto y un paraguas en la mano En el mismo paraje donde se levanta hoy la catedral de Santa Isabel conocí al rey de los bubíes [bupíes en el original], un granuja pintado de ocre amarillo que se pavoneaba, semidesnudo, por el islote, cubierto con un sombrero de mujer y diez collares de vértebras de serpiente colgando del cuello. Cuando comía en presencia de forasteros, una de sus mujeres, de rodillas frente a él, soportaba en sus manos el plato de madera, en el cual él y yo hundíamos los dedos para recoger puñados de arroz, que antes de comer apelmazábamos en una bola, porque ésa era la costumbre.


"Cuando llegué a Fernando Poo, la aduana era una valla de bambú..."


El noble anciano movió la cabeza.

-¡Cuánto, cuánto ha cambiado todo esto! África ya no es África. África ha muerto, mi querido joven.

No respondí palabra, aunque me halagó el epíteto de joven. La costa de la isla se alejaba; las cimas cobrizas del cráter de San Agustín y el pico de Rosa Gándara superponían sus moles triangulares en el horizonte; la bola de fuego del sol naufragaba en un mar ígneo de vellones escarlatas.

Súbitamente la inmensidad atlántica pareció inflamarse en rojo de piedra, el rojo subió por los flancos del “Caballo Verde”, bajó a los puentes; los negros parecían diablos hacinados en una caldera, las pirámides de plátanos irradiaban una atmósfera bermeja y la isla de Fernando Poo, ennegrecida en un juego de contraluces, en este fondo de fuego, quedó reteñida de violeta. Mágicamente sus valles aparecieron cargados de brumas violetas, sus montes tallados en bloques de terciopelo violeta, y de pronto, por el rostro del noble anciano, rodaron dos lágrimas, a las que el reflejo del Atlántico rojo dio apariencias de lágrimas de sangre. Luego, bruscamente, se hizo la noche. El tantán de los negros resonó a bordo del “Caballo Verde”; una luna perlática fosforeció en la inmensidad entre enormes estrellas rebosantes de temblorosas luces, y el noble anciano que en su juventud había sido un conspicuo bandido dijo, mientras vertía sobre el hielo de su copa el oro de un whisky viejo:

-Esta tarde me acordé de mi primer viaje al valle de Moka. Yo tenía dieciocho años. Todo ocurrió en la primavera del año 80. Mi choza de ramas y techo de hojas de palma se levantaba en la isla de Leben. Allí me dedicaba a vivir desnudo en las caletas. Una mañana, como de costumbre, mi criado Alí me despertó con sus palabras rituales:

“-Que tu día sea bendecido…

“Alí era un chiquillo de quince años, que yo encontré vagabundeando, muerto de hambre en las orillas del Río de Oro. Cuando tropecé con él andaba descalzo, su turbante era un trapo indecente y su chilaba hubiese avergonzado a un mendigo del Zoco. A cambio de esta pobreza de bienes terrenales, Alí era valiente como un tigre y docto como un ulema, pues hablaba holandés y un montón de dialectos africanos. Contra la seca carne de su pecho guardaba un puñal.

“Adecenté a Alí dentro de la posibilidad de mis recursos, y me lo llevé a la isla de Leben, en la de Fernando Poo.

“Ahora estaba frente a mí, más perezoso y adormilado que nunca, rezongando con la boca abierta por un bostezo:

“-Que tu día sea bendecido. Allí están los hombres que te conducirán a Moka.

“Hacía varios días le había manifestado a Alí que quería visitar el valle de Moka. El valle de Moka, antes que lo estropearan los blancos, era un paraíso de helechos, en cuyo centro una fuente de agua hirviente dejaba escapar vapores venenosos que mataban a los pájaros que cometían la imprudencia de entrar en la atmósfera de sus emanaciones de óxido de carbono. Los negros bubíes decían que el diablo vivía en el valle de Moka.

“En cierto modo, mi aventura era descabellada, porque el calor arreciaba cada día más. Lluvias constantes sucedían a soles de fuego, pero yo estaba dispuesto a toda costa a entrenarme en la vida salvaje de los bosques tropicales, pues tenía el proyecto de asaltar el próximo invierno un importante banco de Calcuta y de huir a través de la selva; mas, precisamente, para huir a través de la selva había que conocer la selva, estar familiarizado con sus peligros, con sus hombres, con su misterio.

“Tal es la razón por la que yo me veía en marcha ahora, a través de un bosque tupido, en compañía de un pillete mahometano y cuatro salvajes auténticos. Estos tenían el rostro rayado de cicatrices horizontales. Marchaban en fila india, completamente desnudos, mostrando vientres enormes en cuerpos flaquísimos, con collares de vértebras de serpiente en torno del cuello, para librarse del mal de ojo de los genios malignos de la selva. Sobre sus cabezas motudas cargaban las bolsas de arroz, cacao y café que necesitábamos para sobrevivir en medio de la selva. También llevábamos algunas botellas de pólvora para los jefes salvajes que encontráramos en el camino. Yo iba armado con una magnífica carabina, revólver y puñal. Mi proyecto era meter a los indígenas en el valle de Moka y obligarlos a cruzar el valle en dirección contraria a la que habían venido, aprendizaje que tenía que ser rico en experiencias para mí y Alí, a quien pensaba convertir en un eficiente ayudante de bandido.

“Durante los primeros días de viaje, quiero decir, las primeras horas, el paisaje me extasió violentamente. Mis hombres, unos con yataganes prehistóricos, otros con hachas de extraña procedencia, se abrían paso entre la cortina vegetal que filtraba en verde la luz solar. Había momentos que parecíamos buzos en el fondo del mar, tan perfecta era la atmósfera verde en la cual nos movíamos constantemente. Nuestra pequeña caravana era acompañada por los arrullos de las palomas silvestres, las voces atroces de los papagayos, los ronquidos de los filicoti, los chillidos de los monos, que se desgañitaban, huyendo rápidamente por las ramas más altas.

“Alí, contra su costumbre de irme pisando los talones y de adularme conscientemente en cuanto sospechaba que pudiera agradarme, caminaba ahora junto a los bubíes, que tal es el nombre de los salvajes de Poo, melancólicamente agobiado.

“Atribuí su silencio a que estaba fatigado, como yo también comenzaba a estarlo de caminar continuamente sobre una crujiente alfombra de hojas secas o podridas, cuyos vahos penetraban por las narices hasta martillear su neuralgia en las sienes. A veces levantaba la cabeza; allá arriba, muy alto, se veía la cúpula de los árboles cuyo nombre ignoraba, pero cuyo tronco áspero o lustroso, de hojas gruesas o transparentes soportaba desde sus ramas en arco innumerables bejucos, manchados de estrellas escarlatas o de cálices blancos.

“De pronto Alí me hizo una señal. Me acerqué a él y dijo:

“-Estos perros enemigos del Profeta saben que estoy enfermo.

“Lo miré, sorprendido, a él y a los cargueros.

“Efectivamente, los bubíes debían sospechar la naturaleza de la enfermedad de Alí, porque hablaban vivamente entre ellos. Llevé mi mano a la frente de Alí. Quemaba de fiebre. Le tomé el pulso. Su corazón parecía querer saltar del pecho.

“-Hagamos alto -dije-. Di a los hombres que busquen hojas de palma, que nos quedaremos aquí hasta mañana.

“Alí habló con los indígenas; éstos dejaron sus cargas en el suelo y se apartaron para recoger hojas de palma con que techar la choza que tenían que fabricar.

“Alí se dejó caer en el suelo y entrecerró los ojos. Así permaneció durante una hora. Lejos se escuchaban los voces de los cargueros bubíes. Alí, con la cabeza apoyada en el tronco, dormitaba. De pronto se puso de pie, arrojó un grito, echó a correr, golpeó de cara en un árbol y cayó. Por momentos un estremecimiento sacudía su cuerpo. Me incliné sobre él para examinarlo, y entonces, allí en su brazo amarillento, vi una ligera mancha escarlata que extendía sus arabescos.

“Me retiré estremecido.

“No quedaba duda. Alí estaba bajo la acción del primer ataque de la enfermedad del sueño.

“Como si mi descubrimiento hubiera aterrorizado a la naturaleza que me rodeaba, un silencio imponente pesaba en el bosque. Las voces de los bubíes no se escuchaban ya.

“Aturdido por la sorpresa, me senté en el tronco de un árbol derribado por el rayo. ¿No estaría yo también infectado? No podía ignorar las consecuencias de esta terrible enfermedad tan contagiosa como incurable. En el Congo, más de una vez me había encontrado con negros encadenados por el pescuezo a recios árboles para que no pudieran deambular a través de los poblados propagando su peste. Allá, en el fondo de la maleza, una tarde, no lejos del Río de Oro, descubrí un alucinante grupo de negras y negros en distintas etapas de la enfermedad. Algunos durmiendo, con la piel pegada a los huesos, otros con los párpados tan inflamados que apenas podían mantenerlos abiertos. Algunos, semiincorporados como espectros de ceniza, pedían limosna desde su lecho de hojas secas. Otros, completamente inmóviles, pegados al suelo, con las piernas encogidas, parecían momificados en su extremísima demacración. Nubes de mosquitos se cernían sobre sus cuerpos de muertos vivos.

“¿Qué hacer?

“Si yo abandonaba a Alí en el bosque, lo devorarían las fieras, las hormigas gigantes, los buitres. Si lo llevaba conmigo, me infectaba, si ya no lo estaba. ¿Qué hacer? Alí estaba perdido, y yo también, quizá, estaba perdido. De los bubíes no se escuchaba una sola voz. Nos habían abandonado, aterrorizados por la enfermedad cuya peligrosidad conocían.

“Tomé mi revólver, me acerqué a Alí y le encañoné cuidadosamente la cabeza. Sonó un estampido. Alí no sufriría más.

“Ahora lo que yo tenía que hacer era volver a Leben. Hacía siete horas que habíamos salido del islote; la noche estaría próxima. Pasaría la noche en la selva, y al día siguiente regresaría por el camino que habían abierto las hachas y yataganes de los bubíes.

“Dando un rodeo en torno del cadáver de Alí, me acerqué al lugar donde los indígenas habían abandonado las bolsas de provisiones; preparé un poco de cacao, y deshecho por la fatiga, pensando torpemente que yo podía estar también enfermo de la enfermedad del sueño, apoyé la cabeza en una bolsa, y bajo la oscuridad del ramaje me quedé dormido.

“Un grito espantoso me despertó en la noche.

“Me puse de pie en la oscuridad. Estaba rodeado de ramas de árboles sobre las que se movían lentejuelas fosforescentes. Eran las pupilas de los pájaros que reflejaban en su fondo la luz de la luna, invisibles desde el lugar donde yo vigilaba.

“Me estremecí en mi mojadura de rocío. Ni un grito ni una voz en el bosque, donde tan espantoso aullido había estallado. Por momentos se oía el crujido que provocaba una ardilla al deslizarse sobre las hojas secas, o el roce de un reptil al deslizarse.

“Me tomé el pulso. El corazón marchaba perfectamente.

“El bosque permanecía en un silencio total, un silencio como el que provoca la presencia de un ser vivo entre las bestias. Sin embargo, nada denunciaba al hombre ni al salvaje, como no ser este silencio festoneado en reflejos amarillos.

“Sin embargo, un grito terrible, allí cerca, había venido a despertarme. ¿Quién era el que había gritado?

“La noche debía estar avanzada, porque arriba, entre las ramas de los árboles, las grandes estrellas próximas parecían flotar en un estanque de agua. Cautelosamente me senté en el suelo y me puse a esperar la llegada del día. Pensé que me sobraba razón cuando pensaba que para fugarse a través de la selva había que estar entrenado. No nos habíamos apartado nada más que unas horas de la orilla del agua, y ya se presentaban dificultades insuperables.

“Otra vez me quedé dormido. Cuando desperté, el sol estaba alto. De pronto me llamó la atención un grupo de monos chillando en la copa de un árbol, señalándose los unos a los otros, como seres humanos, algo que yo no podía ver desde el lugar en que me encontraba. Recordé el grito de la noche y trepé a un árbol para escudriñar.

“Desde la rama más alta, donde ya me había encaramado, sólo se distinguía una especie de plazoleta o claro en el bosque. Nada más. Sin embargo, los monos chillaban y se mostraban algo que yo no podía ver. Bajé del árbol y comencé a cortar entre los bejucos de la cortina vegetal un camino hacia el claro misterioso. Trabajaba alegremente, a pesar de la terrible temperatura que hacía, porque pensaba que esa disposición para el trabajo indicaba que todavía yo no estaba infectado por la enfermedad del sueño.

“Finalmente llegué a la plazoleta.

“Allí, en un claro, a ras del suelo, se veía la cabeza de una negra dormida o muerta, puesto que estaba con los ojos cerrados. Parecía aquella una cabeza cortada dejada expresamente en el suelo. A unos metros de la cabeza, separada del brazo, se veía la mano derecha de la negra. Había sido cortada de un hachazo.

“El cuerpo de la negra estaba enterrado en el suelo hasta el mentón.

“Comprendí.

“El castigo que los bubíes infligían a las mujeres que cometían el delito de adulterio o que abandonaban el bosque para vivir con un extranjero. Me incliné sobre la negra. Ofrecía un espectáculo extraño esa cabeza con los ojos cerrados a ras del suelo. Levanté un párpado de la cabeza. La negra estaba viva.

“Miré en derredor. La tribu que la castigó allí, a poca distancia, había dejado olvidada una paleta de madera. Corrí a la pala y comencé a quitar la tierra del hoyo en el que la negra viva estaba enterrada. El sudor corría a grandes chorros por mi cuello. Yo descargaba y descargaba paletadas de tierra, y la negra no abría sus ojos. Le toqué la frente. Se consumía de fiebre. Finalmente, evitando herirle el cuerpo, abrí el hoyo y conseguí retirar a la negra aun viva de su sepultura. Los negros que la mutilaron le habían envuelto el muñón en hierbas, a fin de evitar la hemorragia y prolongar así su agonía. Cargué a la negra sobre mi espalda. Era una muchacha joven y bonita. La llevé hasta mi campamento, a la orilla de la fuente, y le eché un poco de agua entre los labios.

“Yo no era un sentimental; estaba acostumbrado a considerar al negro al mismo nivel que a la bestia, pero esta negra de cara romboidal, joven y ya martirizada, despertó mi piedad. Tres días después que la retiré de su sepultura abrió los ojos. Me miró, sonrió, y luego volvió a cerrarlos. Finalmente reaccionó, y por uno de aquellos milagros casi incomprensibles, su brazo mutilado se cicatrizó.

“Yo trabajaba alegremente para salvar la vida de Bokapi. Trabajaba alegremente como un esclavo porque esa constante disposición para trabajar me indicaba que yo no estaba infectado por la enfermedad del sueño. Creo que fue la primera vez en mi vida que trabajé. Había que buscar agua, preparar el arroz, ahuyentar de la cabaña toda clase de bicharracos: langostas, gorgojos, hormigas, grillos, caballos del diablo. Un día recuerdo que maté una araña negra y peluda, grande como un cangrejo. Oscilando sobre sus patas de camello se aproximaba a Bokapi, que dormía.

“Finalmente Bokapi me contó el origen de sus desventuras. Su pecado consistía en haberse ido a vivir con un mestizo.

“La cosa ocurrió así:

“Entonces cada tres meses, llegaba un buque al puerto de Santa Isabel. La llegada del buque se festejaba con una fiesta fantástica. En la costa de la selva, entre las cañas de azúcar y los plátanos, se formaban danzones de negros. Corrían latas de aguardiente tenebroso, fuego vivo que trocaba el danzón en una orgía de la cual también participaban los blancos. En una de estas fiestas conoció ella al mestizo Juan, lo amó y se fue a vivir con él en las proximidades de la empalizada de bambú.

“El mestizo la amaba cuanto puede amar un mestizo y no le pegaba nunca, ni por la noche ni por el día. Pero a pesar de estas virtudes, el mestizo se enfermó. Inútilmente lo atendió el marinero que era el jefe de la aduana, y después el hechicero del poblado más próximo. El mestizo murió como Dios manda, y Bokapi se quedó sola.

“La tribu en el bosque no se había olvidado de su deserción. Una tarde que Bokapi corrió hasta el bosque a buscar una gallina, recibió un golpe en la cabeza. Cuando despertó estaba tendida en el suelo. La habían despojado de sus ropas; algunos bubíes armados de bambú aguardaban el momento de su suplicio. Primero un hechicero viejo, envuelto en innumerables vueltas de vértebras de serpiente y con la cabeza adornada de cuernos de antílope, le había lanzado torrente de imprecaciones; después, un grupo de viejas la flageló con látigos de bejucos hasta que Bokapi se desmayó. Cuando recobró el conocimiento estaba oprimida por un corsé frío que la paralizaba toda entera. Se reconoció enterrada viva, con la cabeza a ras del suelo y un brazo fuera, sobre la tierra. Silenciosamente danzaban en torno de ella sombras lujuriosas; de pronto las sombras se detuvieron; el hechicero levantó el hacha y la dejó caer.

“El tremendo grito que me había despertado fue lanzado por Bokapi al sentir la mano cortada.

“Conocí entonces la naturaleza negra.

“Si Bokapi había amado al mestizo, a mí me adoraba. Cuando pudo caminar y valerse, cuanta atención le sugería su imaginación para demostrarme su amor y gratitud la ponía en práctica. Si yo entraba en la choza, ella se ponía de rodillas y besaba el suelo que pisaba. Luego corría a ofrecerme licor de plátano, que sabía preparar, o solomillos de rata gigante, que se ingeniaba para atrapar. Cuando yo dormía, ella, de pie a mi lado, movía constantemente unas hojas de palma para renovar el aire en torno de mi rostro. Yo pensaba ahora que no me dedicaría a ser bandido ni intentaría robar el banco de mi proyecto. Viviría para siempre con Bokapi en la isla de Leben, y Bokapi trabajaría para mí, y yo no haría nada más que bañarme en las caletas y dormir en los arenales.

“Finalmente abandonamos la selva.

“El camino que algunas semanas antes habían abierto sus salvajes hermanos estaba borrado. Sin embargo, Bokapi se orientaba en la selva con naturalidad asombrosa. Tres días demoramos en llegar a los acantilados, y cuando estábamos por salir de la floresta entre cuyos claros se distinguían los cocoteros de los arenales, ocurrió lo imprevisto.

“Bokapi y yo caminábamos tranquilamente, cuando, de pronto, ella me apretó el brazo, deteniéndome.

“A cinco metros de nosotros, desenvolviendo sus pesados aros amarillos, irritada, nos miraba una boa. Su cabeza triangular se dirigía a nosotros con la lengua bífida ondulando de furor fuera de la escamosa boca.

“Me paralizó un frío mortal. No podíamos escapar. Íbamos a perecer los dos. Bokapi lo comprendió, se despidió de mí con una mirada y rápidamente se lanzó a la boa.

“¡Quién pudiera contar la inútil lucha de la negra con la boa! Yo vi cómo Bokapi, con su único brazo libre, intentó tomar la garganta de la boa; vi cómo los anillos de la terrible serpiente prensaban sus piernas y su pecho; vi cómo Bokapi clavó los dientes en el lomo de la boa con tan furiosa mordedura, que súbitamente la boa duplicó su presión. Y Bokapi ya no se movió.

“Entonces, a la vista de la playa, entré al bosque y me puse a llorar como una criatura. La selva era terrible.”

martes, 20 de diciembre de 2022

Isla de ensueño

En el blog Hotel Telégrafo reproducen el artículo Isla de ensueño (Mundo gráfico, 30 diciembre de 1936) de Alfredo Serrano. Lo incluimos en este paseo por la calle 19 de Septiembre de la vieja Santa Isabel, como contextualización de una época:

Se ha escrito poco, muy poco, sobre Fernando Poo. Y aun se ha publicado menos. Sólo muy de tarde en tarde, algún artículo breve y poco ilustrado ha constituido uno de los aspectos gráficos de nuestra gran Prensa ilustrada.

Mientras las tradiciones del Ganges misterioso y místico, las rinconadas poéticas del Nilo, los encantos líricos de Xauen, la bella, o las regiones exóticas del inmenso Congo belga, han hecho su desfile por las páginas gráficas de nuestras primeras revistas, las bellezas, la Historia, las costumbres y, en suma, los valores étnicos y comerciales de los territorios españoles del Golfo de Guinea han brillado por su ausencia. ¿Por qué? Porque el espíritu de colonización moderna no ha cuajado en España. Y España se olvidó ya de que de su potente imperio colonial le quedan aún unos restos, allá en el Continente negro, muy chiquitos sin duda, pequeñísimos, pero de una extraordinaria riqueza. Restos a cuyo cuido le obligan, no un mal entendido imperialismo trasnochado, sino la necesidad humana de una protección a las razas degeneradas que los pueblan y las exigencias actuales de la economía del Estado.
Nueva política colonial, estudios razonados, proyectos, siempre proyectos, y alguna mejora indiscutible, han sido el producto de estos últimos tiempos. Pero la Guinea, Fernando Poo, necesitan más, mucho más. Femando Poo es una isla de ensueño. El trópico, que suele hacer de sus tierras paraísos, y de sus mares, inmensos lagos de aguas rizadas, sobre las que el sol borda el encaje de sus reflejos, le ha prestado el hechizo de todos los encantos. Sus costas y sus playas tienen una quietud dulce y bienhechora. Sus selvas y sus montañas elevadísimas —el Pico de Santa Isabel alcanza a los 2.800 metros de altitud— son un puro manto de verdura bellamente salvaje.
En sus bosques interminables, junto a las márgenes de los ríos o en las playas, el viejo imperio bubi ha desparramado los típicos poblados indígenas de toscas construcciones de bambú, de hoja de ñipa, de corteza de árbol y de fibra de melongo. Son pueblos primitivos, en los que todavía privan costumbres y ritos ancestrales, donde el «tan, tan» de los tambores rústicos y de las tumbas —otro instrumento de ruido, porque escribir «de música» resultaría un sarcasmo— atruena el espacio y convida al balele, la fiesta característica de los bubis, los pamúes y otras tribus del país de enfrente, de la Guinea.

Aún hay hechiceros en los poblados, aún hay pintorescos jefes de tribu y aún subsiste un descendiente del gran rey de la isla, a quien todos los años, en una fecha determinada, van en peregrinación sugestiva a rendirle pleitesía infinidad de personalidades indígenas.

La poesía de la selva isleña se extiende a todas las zonas de Fernando Poo, bajo el imperio de esa colosal montaña que se eleva al infinito en el Norte y domina a toda la tierra fernandina. Y ella, la poesía de las masas verdes, de los bambúes, de los árboles de mil especies, de las palmeras cimbreantes, se infiltra en los poblados, en las fincas agrícolas de los blancos, en las ciudades... En todo. Es la belleza desbordante del trópico que invade todos los confines de «La perla del Golfo de Biafra».
Para el periodista, para el escritor, Fernando Poo guarda emociones insospechadas. El reportaje, la crónica, el artículo colonista, el ensayo y el libro, tienen en esta isla espléndida una cantera inagotable de inspiración, de materia prima. Pero ni el periodista ni el escritor suelen ir a Fernando Poo. Y esas emociones quedan sólo en el alma del viajero, que a su retomo a España las transmitirá a sus amistades; y si es un técnico, a un reducido público, en una de esas escasísimas conferencias que acerca de aquel lejano país suelen darse en Madrid en época normal.
Santa Isabel mismo, sin ir más lejos, tan pulcra, tan bonita, tan blanca —ciudad africana que brinda el cocktail del exotismo negro y el confort europeo—, es ya un crisol de emotivos sentimientos estéticos, que el periodista puede recoger. La vida cotidiana de la factoría, esa tienda tan de África, en la que se vende desde una jofaina y una máquina de coser hasta un gramófono, una pieza de tela blanca, una bicicleta, un jamón, unos calcetines, un saco de harina o un queso de Holanda, es ya un venero de facetas y matices en que puede bien observarse a la raza bubi. El puerto, con su muelle diminuto y sus dos aparatosas grúas eléctricas, que no funcionan, es otro lugar interesante de la ciudad. Allí se centraliza todo el vigor de la urbe y de la isla en los días de embarque.
El cacao, el café y los plátanos, aparte de otros productos más secundarios, pregonan en ese muelle la riqueza agrícola del país. Y así, el mercado indígena, con sus ruidosas transacciones mañaneras y sus estrambóticas mercancías; la Administración de Correos, con sus curiosos incidentes de las cartas escritas por los negros; la plaza de España, lugar casi de recreo, jardín provinciano donde se alza el Gobierno General...
Los bares, los hoteles, las calles mismas, rectas, asfaltadas, con buen alumbrado eléctrico; hasta el cine sonoro, porque ya hay cine sonoro en Fernando Poo, y el casino, modernísimo centro de reunión, con piscina, sala de fiestas y juegos en miniatura, tienen un aspecto interesante en esa Santa Isabel, que como un nido de palomas se acurruca a los pies de la gran montaña femandina, entre sus laderas, lujuriantes de verdes, y la bahía que bañan las aguas brillantes y llenas de tiburones del soberbio Atlántico.
Pero la vida más interesante está tierra adentro. Es decir, selva adentro. En las fincas dé cacao, en las plantaciones, allí donde día a día se traza el progreso material de la isla por virtud del esfuerzo del hombre blanco, del colono español.
Cuando la planta del cacao está en flor, las fincas adquieren la belleza poética de un madrigal hecho carne, materia bella del suelo exuberante de la isla. Bajo sus combas floridas, a su vez bajo la comba inmensa y majestuosa del sol, la vida parece ennoblecerse. Lejos de inquietudes, de conflictos sociales, de luchas políticas, de todo lo que en Europa precipita el vivir humano, aquella tierra del cacao brinda un encanto delicado que embarga los sentidos.

lunes, 21 de noviembre de 2022

Trotski y Guinea Ecuatorial

En El santoral ecuatoguineano narrábamos las dificultades del viaje al territorio y el lucro que generaba esa precarización del transporte. Resultan ilustrativos Los negros negocios del beato Marqués de Comillas, o el conveniente hundimiento en punta Europa del Crucero Isla de Panay, conocido como el Barco de la Muerte: «Allí debe de estar aún, junto a la conciencia del señor marqués».

Crucero Isla de Panay. Conocido como el Barco de la Muerte, fue usado para transportar hacinadas a las tropas españolas asignadas a la guerra hispanoamericana en Cuba. Terminada la guerra fue reasignado por la Trasmediterránea al golfo de Guinea hasta su hundimiento, para cobrar el seguro.

Para tener un informante más, recomendamos la lectura de Mis peripecias en España de León Trotski. Expulsado de Francia por germanófilo, éste vino a España en 1916. 

José Manuel Pedrosa razona en Trotski y el vapor de Fernando Poo (1916) que «de aquella breve y accidentada estancia (en la que lo mejor que le pasó a Trotski fueron sus visitas al Museo del Prado) dejó el revolucionario ruso unos apuntes autobiográficos que fueron traducidos al español y publicados en 1929 (con prólogo hecho para aquella edición por el propio Trotski) por Andrés (o Andreu) Nin, un dirigente comunista que años después, en 1937, en plena Guerra Civil, sería asesinado por agentes de Stalin. Entre sus notas hay algunas que tienen cierto interés para los interesados en la historia de Guinea Ecuatorial, ya que se refieren al vapor Cataluña, que en aquel agitado año de 1916 estaba cubriendo la ruta de Cádiz a Fernando Poo (por entonces, Póo solía escribirse con acento), que era como se conocía a la actual isla de Bioko».

Así, en el capítulo Fiestas y espectáculos: Trotski recoge sus apreciaciones sobre el transporte a Fernando Poo:

«Llegó de Fernando Poo (litoral occidental de África, este resto de las colonias españolas) el vapor Cataluña. Durante el viaje fallecieron cinco personas (¡muertos al agua!), atacadas de fiebre amarilla, quedando 42 enfermos a bordo. El barco parece, más que otra cosa, un hospital. En Fernando Poo hay ahora muchos alemanes de los Camarones. La población ha pasado de 7000 a 10.000 habitantes. El lugar es insalubre; hay fiebre. Los soldados y los empleados reciben haberes dobles.

Las epidemias se ceban en los navíos, que ahora no se desinfectan. El tiempo es oro: es algo más preciado que los barcos. No solamente no se practican inspecciones sanitarias, sino que ni siquiera técnicas. Hundióse ayer cerca de Canarias un gran buque mercante de la Compañía Penidión. Salváronse 18 personas de la tripulación, y el resto -20 hombres- pereció sin novedad. La Compañía recibe el costo del barco -¡asegurado!-, y el personal y las mercancías son facturados con reserva. La guerra simplifica las relaciones y… las cuentas».

lunes, 21 de febrero de 2022

La maestra rural

Es cierto, no se trata de la guerra civil y sus consecuencias en el territorio ecuatorial.
Sin embargo, ¿quién mejor que Josefina Aldecoa permite conocer el entramado social del país?:

Historia de una maestra

Los niños eran todos negros. La mía era la escuela nacional y gratuita y sólo los negros la frecuentaban. Todos dijeron que estaba loca cuando la elegí. Yo tenía veinticuatro años y afán de aventuras. Si fuera hombre… pensaba. Un hombre es libre. Pero yo era mujer y estaba atada por mi juventud, por mis padres, por la falta de dinero, por la época. Era el año 1928. En la oposición había sacado un excelente número: la tercera entre cincuenta. Miré los mapas y el punto más lejano de la tierra al que podía llevarme mi carrera estaba allí, en la línea del Ecuador. Una franja pequeñísima de África, unas islas, un nombre que cruzaba sobre el mar y se adentraba en el continente: Guinea Ecuatorial. Aquél sería mi destino. Pensé en don Wenceslao: «Si algún día…», me había dicho y en seguida había rectificado: «Pero usted nunca va a caer por allí.» No puedo decir que me influyera el recuerdo del viejo amigo. Hasta su Guinea me parecía distinta de la que yo estaba eligiendo. Yo no iba a negociar ni a hacer fortuna. Yo iba a enseñar y al mismo tiempo a aprender, a buscar paisajes nuevos, nuevas experiencias, en un país que además de exótico era nuestro. Así que lo arreglé todo, desoí los consejos y los llantos familiares y me bajé hasta Cádiz para embarcar. Cádiz era el extremo sur, el final de mi mundo. De Cádiz arranqué un día de septiembre y atrás dejaba límites y ataduras. Y el recuerdo de una escuela perdida entre montañas.

Cuando el barco zarpó yo veía la tierra alejarse desde el puente. No quería pensar en lo que abandonaba. Necesitaba la fuerza de los emigrantes, el valor de los conquistadores. Recordé el último consejo de mi padre, arrancado de una de sus lecturas:
«La aventura puede ser loca, el aventurero no.» Y un respingo de emoción me asaltó mientras la costa española se desdibujaba a lo lejos.
Con los embites de las olas, todo el barco crujía. Era un barco viejo y parecía que iba a partirse en dos a cada instante. Al tercer día estalló una tormenta que nos mantuvo encerrados durante doce horas en los camarotes, reducidos y sofocantes. En el mío había plazas para cuatro, pero íbamos sólo tres: la mujer de un empleado de telégrafos de Santa Isabel, que se pasaba el tiempo maldiciendo; su hija, una muchacha de mi edad que vomitaba a todas horas, y yo, que sufría y aguantaba con paciencia las inclemencias de la navegación.
Macilentos y ajados avistamos un día la tierra de Guinea. Ya escaseaba el agua y la comida disminuía por momentos en cantidad y calidad. El calor nos quitaba el apetito y nadie hubiera osado protestar, desmadejados como andábamos todos, del puente al camarote; del salón aliviado con las hélices del ventilador que colgaba del techo, al comedor por el que discurrían sudorosos los camareros repartiendo té y café en pesados recipientes.
El día antes de llegar a Santa Isabel me llamaron de primera y me entregaron un telegrama de la Delegación anunciándome que me esperaban en el muelle.
Al clarear el día siguiente, vimos la costa, con grandes elevaciones, pero todavía faltaban unas horas para divisar Santa Isabel.
Recuerdo la llegada. El puerto. Y a lo lejos el rumor de las voces que anunciaban el barco. El paso por el puente balanceante que me llevaba a tierra firme. La espera de mi baúl que no llegaba nunca. Me rodeaban mozos, negros harapientos que ofrecían sus servicios en un defectuoso castellano: Hola señora, hola mujer. Apareció un funcionario blanco y lacónico: «Señorita Gabriela López; sí, de la Delegación, sí, la acompaño, vámonos pronto…»
Y luego la noche de insomnio en un Hotel de indescriptible suciedad. El calor, la gasa rota del mosquitero, el obsesivo girar de las aspas sobre mi cabeza; ruidos indescifrables arriba y abajo; la puerta sin cerrojo ni llave; un lavabo roto con un jarrón desportillado como único suministro de agua.
Al fin el nuevo día y el mismo funcionario que me espera en el vestíbulo del Hotel y me conduce al puerto y al barco, alemán, que iba a llevarme a la última etapa de mi viaje.
Apoyada en la cubierta, veía los contornos montañosos de la isla de Fernando Poo, los torrentes que se deslizan desde lo alto hasta el mar, la exuberancia forestal de la costa.
A mi lado se había instalado un joven negro. Apoyaba, como yo, los brazos en la barandilla y miraba en silencio la costa. El cielo estaba gris azulado, el aire era sofocante pero yo me resistía a retirarme a la sombra no menos calurosa.
—Hermosa isla —dijo el hombre sin dirigirse a mí, pero estábamos solos y tuve que darme por aludida.
—Muy hermosa —contesté.
Me miró de frente y sonrió con una sonrisa blanquísima que iluminó su rostro oscuro.
Su español era suave y melodioso. Hablaba como una persona educada. Su lenguaje guardaba relación con el traje blanco, de corte europeo, y con su forma especial, reservada y cordial al mismo tiempo, de dirigirse a mí.
—Soy médico —me dijo— y regreso a mi hospital. El continente es muy distinto a esto. — Y señalaba la isla brumosa y cercana. Cuando supo la razón de mi viaje volvió a sonreír—. La necesitamos —afirmó—. Necesitamos medicinas y escuelas. Pero sólo nos mandan hombres de negocios… Los niños la estarán esperando.
Me esperaban. Todos eran negros y sonrieron. Sus sonrisas me devolvieron la esperanza. Aquélla era mi primera escuela en propiedad. Nunca la olvidaré. La tengo aquí, metida en la cabeza. Una choza de calabó, como todas las del poblado, con el techo de hojas de nipa entrelazadas sobre el armazón de bambú. Estaba un poco en alto, rodeada de un bosquecillo ralo de palmeras. Desde allí se veía el mar. Los niños negros me miraban sonrientes y desde ese primer momento supe que no me había equivocado.
En noches de verano, cuando el calor no me deja dormir, cierro los ojos y me veo allí, bajo el techo de palma entretejida, tumbada en el chinchorro que se mueve despacio esperando la caricia del mar en la amanecida. Manuel se empeña en mover un abanico sobre mí. «Quieto, Manuel», le digo, «vete a dormir.» Se arrastra hasta la arena de la playa, desaparece en la pendiente que desciende brusca, hasta el agua.
«Báñate», me dice todos los días, «báñate y saldrás del calor.» Manuel, mi criado, me cuida y pretende calmar, a su manera, mi desazón. Agua, de la barrica, bien fresquita… un poquito de coco…
Pero el calor me aplasta. Un baño de vapor, una opresión en los pulmones que se resisten a filtrar el oxígeno. Mi casa era como todas: una cama de bambú, sin ropas ni almohada; un banco y una mesa también de bambú y canastos distribuidos por la choza en la que guardaba mi ropa y mis objetos personales.
Pero mi lugar preferido era el chinchorro que colgaba a la entrada, bajo la sombra del tejado, que avanza y sobresale como un pequeño toldo vegetal.
Empezábamos temprano. El frescor de la hora primerísima hacía soportable respirar. En seguida el aire se volvía denso, pastoso. Yo trataba de olvidarla dureza del clima, el traje de hilo empapado en sudor, la pesadez de mi cabeza. Y trabajaba.
Ningún niño sabía español suficiente para seguir una explicación. Yo dibujaba en la pizarra las cosas con sus nombres e intentaba que ellos reconocieran las palabras cuando borraba los dibujos. Una pizarra grisácea y desconchada, apoyada en el suelo, era la única ayuda. Más adelante, de mi baúl salieron libros, cuadernos, lapiceros y mapas. Retrocedían. Era su manera de mostrar extrañeza y precaución. Luego se iban acercando y tocaban los nuevos objetos para comprobar su inocuidad.
Aferraban los lapiceros con sus manos oscuras, las uñas rotas, las palmas rosadas y sucias. La aparición del color en el papel al presionar la mina del lápiz, producía en ellos exclamaciones de excitación. «Palmera verde», decía yo. Y señalaba la palmera y el color correspondiente. Comprendían rápidamente. Trataban de reproducir la imagen del árbol desmelenado, verde gris, verde tostado, verde. Palmera verde, mar azul, sol amarillo, sangre roja, blancos los dientes y la carne tersa del coco. Aprendían.
Los días transcurrían bajo el peso del calor que me dejaba exhausta y me llevaba al final de la jornada hasta la hamaca de palmito que flotaba en el porche de mi cabaña.
Cantábamos. Yo buscaba en el repertorio aprendido en la infancia y ampliado más tarde en la Normal. A través de las canciones trataba de explicarles el paso de las estaciones, el brillo de la nieve en el invierno, el largo viaje hacia la primavera que estalla un día en hierba y flores, el otoño que dora y enrojece los bosques. Sólo el verano los aproximaba a nosotros y al calor de nuestro sur lejano.
Les enseñaba mis canciones y ellos me enseñaban las suyas.
Bailaban y cantaban, atrás y adelante, adelante y atrás, con vigoroso ritmo. Me enseñaban los nombres de sus árboles, calabó, ceiba, ukola; de sus comidas, ñame, malanga, yuca; de sus animales y sus enseres.
Pero yo no estaba allí para aprender su idioma, sino para enseñarles el mío que les correspondía por derecho propio, aunque todavía lo ignorasen.
He contado muchas veces los recuerdos que me quedan de Guinea. Tantas, que llego a pensar si los transformo y los complico o, por el contrario, los simplifico demasiado. Cuando vivimos sin testigos que nos ayuden a recordar es difícil ser un buen notario. Levantamos actas confusas o contradictorias, según el poso que el tiempo haya dejado en los recodos de la memoria.
Por eso, cada vez que la mía regresa a aquella tierra, me pregunto si reconstruyo de verdad los sucesos, si registro de modo fiable las sensaciones; es decir, si recuerdo o fabulo. He llegado a incorporar a mi historia las historias de Guinea. Parte de lo que fui después, empezó a nacer allí. Quizás altero anécdotas, fechas, nombres, pero algo más profundo permanece grabado en la médula del sentimiento. Algo que acaba echando raíces y ramas y se enmaraña a medida que el calor del recuerdo lo hace crecer.
Cómo olvidar la lucha por la supervivencia de unos pueblos asediados por el hambre, la enfermedad, el miedo. Cómo olvidar a los niños.
Mis esfuerzos por enseñarles ciencias o geografía o historia chocaban con una incomprensión que iba más allá del idioma. Eran despiertos pero no podían comprender la prehistoria. ¿Acaso no vivían en ella? ¿Hasta qué punto les añadiría felicidad el descubrimiento de los avances técnicos que invadían el mundo civilizado? Rachas de pesimismo me embargaban. Me parecía que había un desajuste entre los programas oficiales que hablaban de una cultura ajena y la necesidad de aprender cosas relacionadas con su medio ambiente, sus orígenes, su propia cultura. Yo trataba de armonizar ambos caminos: el que les llevaría al conocimiento de los hallazgos culturales del hombre y aquel otro que les ayudaría a conocerse mejor como pueblo y les prepararía para trabajar por su país.
De todo esto tuve ocasión de hablar muchas veces con una persona que había entrado de modo casual en mi vida desde el día que llegué: Emile, el médico que conocí en el barco y que se convirtió en mi amigo, mi guía y mi interlocutor en aquella isla fascinante y angustiosa.
En seguida pude observar que había muy pocas mujeres blancas, en aquella pequeña ciudad, un núcleo urbano que era el centro de los poblados cercanos.
De modo que mi presencia no pasaba desapercibida. Mi traje de hilo crudo, mi sombrilla, mi manera de andar me identificaban desde lejos. Ahí va la maestra, debían de decir en su idioma los negros. Y los blancos que llegaban a hacer compras desde sus fincas. No era difícil reconocerme y no fue raro que me encontrase frente a mi compañero del barco.
—¿Qué tal su escuela? — me preguntó sonriente, con aquella sonrisa distendida y anchísima.
—Muy bien —le dije.
Pero debió de observar mi cara de cansancio, mis ojeras, mi delgadez.
El calor era tan intenso que no se podía estar de pie en la calle, así que me indicó con un gesto un edificio cuyo porche era soportado por cuatro columnas.
—Pase. Trabajo aquí.
Era un centro sanitario y en la oficina de entrada había dos hombres blancos ante una mesa llena de papeles que el ventilador desordenaba.
—Hola —dijo uno de los hombres. Y Emile contestó:
—Buenos días, doctor.
Me hizo sentar y quiso saber si había resuelto de la mejor manera mi alojamiento y mi comida.
El segundo hombre le miró con una sonrisa torcida.
—Mal, muy mal —dijo—. Se niega a venir al «rancho» con nosotros. Se queda en el poblado…
Era el Administrador del Hospital, uno de los personajes de quien me habían hablado al llegar. Emile estaba sorprendido.
—No sabía nada porque llevo muchos días por las plantaciones. Pero mañana pasaré por su escuela y le diré si puede o no seguir viviendo allí.
Al día siguiente me visitó como había prometido. Habló con los niños en aquella lengua incomprensible para mí, les miró los ojos y los dientes y buscó ganglios inflamados.
—Están muy limpios —intervine yo—. Son limpios —rectifiqué. Y era verdad. Resplandecían cuando llegaban a la escuela. En contraste con otras facetas de su ignorancia, tenían una tendencia natural a la limpieza que yo reforzaba con mis consejos de higiene. Se lo explicaba a Emile mientras él visitaba mi choza y parecía que no me escuchaba.
—Imposible que siga usted aquí —me dijo seriamente, casi ofendido—. No sé cómo se lo han permitido. No crea que ha venido a cumplir una misión sobrenatural. Usted viene a trabajar y necesita vivir en condiciones dignas…
Traté de decirle que me parecía bien vivir como mis niños.
—De ninguna manera —replicó—, usted carece de defensas para habitar un medio tan ajeno al suyo. Y necesita mucha salud para llevar adelante su tarea…
De forma que al poco tiempo me vi instalada donde al principio me habían propuesto: en una habitación de una casa colonial con ventanas protegidas por mosquiteros, olor a desinfectante, ventiladores por todas partes y, en la planta baja, el comedor colectivo al que acudían los funcionarios de la metrópoli que también vivían allí.
—Menos exótico —me dijo el primer día el Administrador del Hospital— pero más conveniente…
Me miraba y sonreía, entre burlón y suficiente. Me pareció que mi presencia allí le disgustaba aunque era él quien la había propiciado.
Me limité a asentir y me retiré a mi habitación.
Cuando llegaron las vacaciones de Navidad, Emile me invitó a acompañarle a sus inspecciones sanitarias: las fincas estaban cerca de la ciudad pero generalmente había que llegar a ellas en bote porque los caminos eran malos y difíciles. Las plantaciones de cacao se extienden a lo largo de kilómetros. Al internarse por ellas se va siempre a la sombra de las grandes hojas del cacaotero y no se ve el horizonte más allá de unos pocos metros.
Entre los cacaoteros también hay abundantes platanales, cocoteros, palmas de aceite, mangos y árboles maderables de gran tamaño:
—La vida del bracero es muy dura —me explicó Emile—. Pero lo más grave es que sean atrapados por la enfermedad del sueño. Por eso les tomamos sangre cada tres meses para analizarla y controlar si han sido picados por la mosca tsé—tsé. Además necesitan la tarjeta de sanidad para seguir trabajando porque es una enfermedad muy contagiosa.
Me presentaba a los dueños o administradores de las plantaciones, todos europeos, y ellos, entre amables y sorprendidos, me besaban la mano o me la apretaban con fuerza.
Al regresar el primer día de nuestra excursión sanitaria, Emile despidió al practicante negro que nos había acompañado y me invitó a visitar su casa. Vivía con su madre, cerca del Hospital. La madre me recibió con extrañeza y miró a su hijo con un silencioso reproche. El me invitó a sentarme y me ofreció un refresco frutal y azucarado.
—Dentro de pocos días —me dijo—, será vino pero aún es sólo una bebida refrescante…
Me enseñó sus libros y una colección de revistas de viajes y el periódico El Sol que recibía de la Península. Charlamos bajo la mirada severa de la madre y el zumbido del ventilador que giraba en el techo.
—Mi madre no cree en los blancos. Desconfía de ellos —aclaró al despedirnos. Nunca, antes, me había detenido a analizar el significado de la palabra racismo,
pero no tardaría mucho tiempo en comprender que la reacción de la madre de mi amigo no era un hecho aislado y caprichoso sino la consecuencia de una realidad ampliamente extendida.
El párroco me había hecho llamar y acudí a visitarle.
—Hija mía —me dijo—, usted sabe que estos negros practican religiones salvajes. Nuestra misión ha sido siempre cristianizarlos. Hoy están muchos bautizados, sobre todo los que viven en las ciudades y sus cercanías, pero queda mucho por hacer. Ustedes, los maestros, tienen que ayudarnos…
Se me quejó después de la persistencia de los negros en sus antiguas creencias y de la mezcla ingenua de los ritos cristianos con los suyos. Me pedía que, cercana la Navidad, acudiese a la Iglesia con los niños a rezar y a cantar villancicos. En un intento de convivencia tranquila, acepté su sugerencia, aunque estaba descansando en mis vacaciones y no veía clara mi obligación misionera.
La noche del 24 asistí a la Misa del Gallo y me coloqué detrás de los niños que habían aprendido varios villancicos con facilidad y bastante entusiasmo. Cuando terminó el oficio religioso salí a la calle y en la oscuridad me tropecé con Emile. Me saludó efusivo y a continuación me invitó a seguirle.
—Quiero que vea nuestra verdadera fiesta…
Por toda la ciudad, recogida en torno a la bahía, resonaba la música de los negros. Los cánticos, los golpes obsesivos de los bongos, los bailes enfervorizados.
Sólo ellos habitaban las calles. Seguían la fiesta comenzada en la Iglesia y la transformaban en algo exclusivamente suyo que brotaba al calor de la música y del alcohol fermentado de la palma. Por calles y callejas, el rumor penetraba en las casas de los blancos que celebraban dentro su propio júbilo ritual.
Paseábamos silenciosos cerca del agua, por el puerto donde descansan los barcos, y los lanchones y el frenético fluir de la música nos rodeaba.
—Todo esto es nuestro —dijo Emile—, nos pertenece y nadie puede quitárnoslo, pero nos destruirán si no salimos de la ignorancia y la esclavitud en que vivimos…
Se había puesto triste y cuando me retiré a mi alojamiento, sus palabras volvían una y otra vez a mis oídos. Llevaba viviendo suficiente tiempo en la isla para comprender que sus problemas tenían mal arreglo. Nadie, que yo supiera, estaba interesado en resolverlo y pocos, entre ellos mismos, eran conscientes de las raíces de sus males.
Cuando empujaba la puerta de mi cuarto para entrar en él, una sombra salió de la oscuridad del pasillo. Creí que era Manuel porque la sombra se movía con torpeza y pensé que estaba bajo los efectos de las bebidas de la fiesta.
—Manuel —grité—. Manuel.
Nadie contestó. Entré en mi cuarto y traté de correr el desvencijado cerrojillo que me protegía del exterior. Pero la sombra, de un empujón, abrió la puerta y me echó a un lado.
—Manuel —volví a gritar asustada.
No era Manuel. Su cara desencajada se acercó a la mía y pude distinguir, a la débil luz que se filtraba por la ventana, la cara blanca, las manos blancas, las oscuras palabras del Administrador del Hospital.
Me abrazaba con fuerza y pretendía besarme, me escupía su aliento de borracho, murmurando con furia:
—Si eres buena para el negro también lo serás para mí…
Forcejeé como pude y traté de desembarazarme de él pero no lo conseguí y ya sentía su cuerpo sudoroso sobre el mío cuando pude gritar. Mi grito resonó por encima de la música, la fiesta, la ciudad negra. La puerta se abrió y ahora sí, era Manuel, Manuel que se quedó mudo e inmóvil en el umbral. Pero fue suficiente para que mi agresor reaccionara. Se alejó de mí y de un manotazo lanzó contra la pared a Manuel. Cuando desapareció me tumbé en la cama y me eché a llorar mientras Manuel cerraba la puerta y se retiraba escaleras abajo, respetando mi soledad y mi dolor.
Los blancos vivíamos pendientes de la llegada de los barcos. La correspondencia, los víveres, los objetos de primera necesidad llegaban por mar. Generalmente eran barcos extranjeros: holandeses, ingleses, alemanes. Venían cargados de mercancías para las factorías de los europeos y regresaban cargados de cacao.
«El mejor cacao del mundo», me decía Emile con su eterna sonrisa. Con la Navidad, los barcos y las lanchas que hacían el servicio a Santa Isabel habían depositado en nuestras manos regalos y mensajes de nuestras familias. Mi padre me escribía con frecuencia. Las cartas tardaban quince o veinte días, a veces un mes. Me contaba noticias de nuestro pueblo. Los amigos que enviaban recuerdos, las enfermedades, las bodas de los conocidos. Rara vez aludía al disgusto de mi madre por mi decisión de marchar a lugar tan lejano.
Yo también escribía a mi padre. Le contaba cómo era la isla y le hacía descripciones minuciosas del mar, la selva, los volcanes apagados. Le enumeraba las plantas que crecían en los huertos familiares. Y los animales domésticos que se mezclaban con las personas en una convivencia ilimitada. Le hablaba mucho de los niños, le contaba mi forma de enseñar, las mil maneras que tenía de ingeniármelas para hacerme entender; los progresos que hacían en nuestro idioma. Le enviaba listas de libros que debía comprarme y el dinero para que los pagara. También les enviaba la mitad de mi sueldo cada mes. Nunca lo rechazaron. Yo sabía que lo necesitaban y la verdad es que a mí me sobraba el dinero, el doble del que se pagaba en la Península.
No le hablé de mi amigo negro, ni del Administrador blanco ni del amargo final de mi Nochebuena.
De esto tampoco quise hablarle con detalle a Emile porque temía su reacción, Pero no pude evitar aludir a ello. Estaba demasiado angustiada para guardar silencio. Así que opté por una solución intermedia y le hablé de un encuentro fortuito en la puerta de mi cuarto, de la borrachera del blanco, de cierta grosería en su actitud conmigo y del mal trato que había dado a Manuel.
Como yo me temía, Emile se puso furioso. Su habitual sonrisa dejó paso a un ceño torvo.
—Estoy seguro —dijo— de que no puede soportar nuestra amistad. Ninguno la aprueba pero él me odia y se niega a aceptar que soy un negro emancipado con un título en la mano…
Me contó entonces cómo su padre había sido protegido por un alto funcionario francés de las Colonias, a quien había salvado la vida en circunstancias que no me aclaró, en la época de los tratados africanos entre Francia y España.
—Yo estudié con los Padres aquí y luego me hice médico en Francia.
Pero nunca renunció a su país. Le brillaban los ojos cuando hablaba de la belleza de su tierra, de la bondad de sus gentes y de las dificultades y miserias por las que atravesaban.
Tardé varios días en volver al «rancho». Tomaba frutas en mi habitación y el fiel
Manuel me subía tazas de café a todas horas.
Cuando reanudé las comidas con mis compatriotas advertí en seguida que la actitud de mi agresor hacia el muchacho negro era intolerable. Le zahería con cualquier pretexto, le ponía nervioso con sus gritos y reproches, le pedía servicios que correspondían a su propio criado. Yo evitaba intervenir porque temía que en el fondo él estaba provocando mi reacción. Los demás ni siquiera se asombraban. Lo que un blanco dijera o hiciera con un negro era asunto de ese blanco. Se encogían de hombros y continuaban con la charla, la comida, la actividad momentáneamente interrumpida.
Mi paciencia se vio premiada. No había pasado una semana cuando el Administrador desapareció de la ciudad.
—Lo han trasladado —me informó Emile—. Lo han trasladado al continente. Nunca supe si su traslado había sido casual o si en él había intervenido la mano del médico negro que por esas fechas y a través de sus comentarios me había dado muestras de poseer influencia con personajes importantes de la isla.
Cuando repaso lo vivido se me aparece como una serie de secuencias de una película. Lo que no se comparte no deja huella ni nostalgia. No se siente pesar por el bien perdido en soledad. Tampoco el dolor sufrido a solas sirve de referencia pesarosa.
El tiempo que pasé en Guinea fue un tiempo de soledad. Era un mundo de hombres, la mayoría también solitarios. Un mundo duro de lucha y sacrificio para conseguir el único fin que parecía claro: el dinero. Plantadores, comerciantes, funcionarios, negociantes, todos llegaban a la Colonia dispuestos a regresar con dinero. Esta meta no implicaba necesariamente que los blancos coloniales fueran unos malvados. Pero sí suponía en ellos un comportamiento áspero, poco dado a valorar matices y a aceptar sensiblerías.
Mi trato con la gente era muy limitado y se refería a lo estrictamente profesional.
Visitas, invitaciones, todo venía marcado por el carácter oficialista de mi papel y mi puesto en la Colonia.
El párroco me invitó un día, poco después de Navidad, a visitar la Misión, a tres horas de camino de nuestra ciudad. La Misión tenia unas cincuenta internas adultas que vivían con tres monjas y una hermosa Iglesia atendida por un sacerdote. Me cuesta trabajo identificarme con la innegable labor de las monjas. Las internas aprenden oficios; salen de su condición de analfabetas desnutridas y son educadas en la religión católica. Es verdad. Pero ya entonces creía yo más en la justicia que en la caridad. Respetaba la labor de las monjas pero no era mi labor. Mi sueño iba por otros rumbos. Educación, cultura, libertad de acción, de elección, de decisión. Y lo primero de todo, condiciones de vida dignas, alimentos, higiene, sanidad.
—No pides casi nada… —me decía tristemente Emile—. El hambre de África no terminará nunca. África es la víctima del hombre blanco.
No le contradecía pero observé que vivía en una perpetua exaltación. A veces pronunciaba frases amenazadoras cuyo significado último se me escapaba. Cuando le pedía aclaraciones a lo que acababa de decir, se volvía hermético. Me parece que luchaba entre el deseo de contarme algo importante y la reserva exigida por el contenido mismo de lo que me ocultaba.
Los días pasaban y yo adquiría rutinas, costumbres, formas de convivencia. En una palabra, me adaptaba al medio. Me encontraba a mi misma repitiendo actitudes de los blancos de la Colonia. Creo que eran claves de supervivencia que yo imitaba inconscientemente: las comidas convenientes, las ropas convenientes, los refugios según la hora del día, las compras, las medicinas preventivas. Y al mismo tiempo me acercaba despacio a otras claves que parecían regir la vida de mis niños.
Trataba de explicarles el ciclo vital de sus plantas, las consecuencias de su situación geográfica, la importancia del clima, la humedad y el calor. Todo les interesaba y a pesar de su escaso vocabulario daban muestras de entender lo fundamental.
—Este es un país rico —les decía. Eso no lo entendían. Y yo no encontraba las palabras para transmitirles los conceptos más elementales de economía. «Más adelante», me decía.
—Más adelante —le dije a Emile.
—El día que lo entiendan —me contestó— tendrás que huir de aquí…
En febrero las lluvias arrasaron la escuela. El techo de nipa falló a pesar de su inclinación, a pesar del amplio alero que protegía una zona alrededor del edificio. El agua se filtró con violencia a través de las fibras vegetales y su impetuoso fragor me impedía oír nuestras propias voces. Una tabla mal ajustada se vino abajo y arrastró toda la estructura del tejado. Los niños no tenían miedo. Me miraban con sus grandes ojos risueños y trataban de ayudarme a recoger mis papeles mojados, los objetos que
la riada arrastraba dentro de la clase. «Lluvia, lluvia», repetían entusiasmados de su conocimiento de mi idioma.
La sombrilla no me sirvió de nada. Empapada, chapoteando en el barro me fui acercando a mi vivienda. Por el camino me encontré a Manuel que venía a mi encuentro para ofrecerme ayuda y compañía. Descalzo, su delgado cuerpo adolescente brillaba con las gotas de lluvia cuando el sol, o mejor, la claridad de un sol oculto, fue dando paso a una calma engañosa.
Mi padre me decía en una carta que había un español oriundo de nuestro pueblo y pariente de unos conocidos, que llevaba mucho tiempo en la isla. Se llamaba don Cipriano Sánchez y eso era todo lo que sabía de él. No tardó mucho tiempo en dar señales de vida. Un día, después de la comida, apareció en nuestro «rancho». Era de mediana estatura, delgado, ojos vivos y piel arrugada. Vestía de blanco y se quitó el sombrero de ala ancha. Se dirigió a mí y me preguntó:
—¿Gabriela López? — El mismo se dio la respuesta—: Otra no hay, así que tiene que ser usted…
Me dijo que podía disponer de él, que le pidiera ayuda, que fuera a visitarle a su factoría, que vivía cerca de allí, en la cuesta, sólo un poco más arriba.
Cuando salió, los del grupo me dijeron que era rico e influyente, que tenía casas y fincas de cacao y que andaba tras de instalar un salto de agua para dar luz a su barrio, donde tenía las factorías, los talleres y las serrerías de madera.
Algo en él me recordó a don Wenceslao. El cuerpo enjuto, los ojos oscuros o acaso el color de la piel ajada por el trópico. Desde que dejé el pueblo no había tenido noticias del viejo recluido en su casona. Hay en mí un instinto que he desarrollado toda mi vida: el instinto de no mirar atrás. Cada etapa cerrada se hundía en el pasado. Clausuraba lo vivido y no intentaba mantener lazos, indagar noticias sobre las personas que, pasajeramente, entraban en mi vida. Creo que en el fondo sentía miedo a dejar ataduras, miedo a aferrarme a lo que, de modo irremediable, pasaría a ser un capítulo de difícil repetición.
No obstante, y contradiciendo lo que digo, escribí a don Wenceslao comunicándole mi intención de pedir una escuela en Guinea y de viajar allá. No me contestó.
Tampoco me devolvieron la carta. O se perdió o le alcanzó en la bruma de su soledad y no sintió deseos de contestarme.
La presencia de don Cipriano había reavivado el recuerdo del viejo amigo. También recordé el frío, el olor de aquellos campos, la brusquedad de María, el afecto de Genaro y su rostro sensible. Un ramalazo de melancolía me sacudió durante unos segundos. Sólo unos segundos. Lo que tardé en pedir otra taza de café, lo que tardé en sonreír a Manuel que me acercaba el azúcar. Como un ronroneo lejano me llegaba la conversación de mis compañeros de mesa que divagaban sobre la cuantía de una fortuna: la de don Cipriano Sánchez, mi visitante.
Don John, don Heinrich, don Max, don Cipriano. Estaban todos sentados en sus mecedoras en la galería del club, el casino o comoquiera que se llamase aquel salón donde zumbaban tres grandes ventiladores que agitaban el aire y lo mantenían fresco.
Eran plantadores, eran blancos, eran hombres. Y me habían invitado a comer a través de don Cipriano. El mismo se presentó en mi casa, llamó a mi criado que dormitaba en el portal y Manuel anunció su visita. Era una hora de calor y yo trataba de dormir bajo las aspas del abanico metálico.
—Es usted la única mujer blanca con un puesto de trabajo decente. Queremos obsequiarla y presentarle nuestros respetos…
Sorprendida y un poco confusa, había aceptado.
«Los tiburones», fue el comentario de Emile cuando se lo dije. «Quieren tomarte medida y ver si puedes ser peligrosa o no…» Estaba acostumbrada a los comentarios sarcásticos del médico que siempre encerraban algún sentido oculto.
En esta ocasión me molestaron. Vi en ellos una especie de resentimiento contra mi por haber aceptado la invitación. No dije nada, pero por primera vez empecé a preguntarme si mi amistad con aquel negro inteligente y rebelde no significaba una dependencia.
—Un negro muy inteligente —dijo don Cipriano mientras cortaba cuidadosamente los filetes blanquecinos.
El primer plato había consistido en huevos de tortuga, y el segundo, carne de la misma, con una guindilla muy picante del país.
—Y levantisco —dijo don Heinrich—. Recuerden su relación con los braceros de Flores. ¿A qué iba allí?, ¿qué se le había perdido? Los braceros estaban contentos, eran buenos trabajadores, aunque torpes como todos los negros. Pero él ¿qué quería…? Y luego tiene el run—run de los franceses. Ellos no sueltan nada pero ¡cómo les gusta que los demás soltemos lo nuestro…!
Hablaba un español duro, a pequeños ladridos ásperos que golpeaban los oídos de sus oyentes.
No puedo recordar quién empezó a hablar de Emile. Casi seguro fue don Cipriano, el enlace, el enviado para que yo compareciera ante el tribunal blanco. Es muy posible que fuera él el primero en preguntar.
—¿Y su amigo Emile? — intempestivamente, sin relación con la conversación que había girado en torno al clima, las comidas, la adaptación al trópico; temas todos convencionales en un primer encuentro entre europeos. Y de pronto el ataque, la insidiosa pregunta: ¿Y su amigo Emile?
Antes de que tuviera tiempo de contestar: Bien. O preguntar a mi vez: ¿Qué quiere decir? ¿Por qué le interesan mis amigos?, ya había llegado la afirmación de don Cipriano sobre la inteligencia de Emile y, en seguida, la áspera relación de agravios del alemán.
«Los tiburones», había dicho Emile. Pero no quise ceder al aparente acierto de su definición. Tiburones o no, sería yo quien debería decidirlo y comprobarlo.
—Emile es un hombre muy inteligente, es verdad —dije, cuando pude intervenir
—, inteligente y generoso y sensible. Vive pendiente de su gente y es natural. ¿Acaso nosotros los blancos no nos ayudamos, no nos sentimos cerca de la gente de nuestra raza?
—Así debía ser siempre —dijo un holandés fornido y rubicundo que había centrado toda su atención en la comida hasta ese momento—. Así debía ser, pero no es. Los blancos estamos indefensos ante estos revolucionarios de color oscuro que son muchos y nos pueden masacrar si se lo proponen…
Traté de disuadirle de sus opiniones.
—Yo trabajo con negros —le dije— y puedo asegurarle que, son gente pacífica y no he tenido ocasión de advertir en ellos la menor hostilidad hacia los blancos…
La discusión transcurría en términos amistosos. Se había convertido en un punto de interés común y se desarrollaba dentro de normas elementales de corrección y tolerancia.
Fue el español el que irrumpió de pronto cortando en seco la conversación. Su voz cargada de indignación extendió por la sala un manto de acidez.
—No nos vayamos por las ramas, Gabriela. Como compatriota y caballero tengo que ser sincero: usted no puede alternar como lo hace con un negro…
Todos estaban de acuerdo, estoy segura. Habrían hablado del asunto largo y tendido y la encerrona había sido cuidadosamente preparada. Pero la forma, la brusquedad, el tono, dejaron en suspenso al resto de los comensales.
—No es eso, señorita, no es exactamente eso —trató de intervenir el inglés.
Pero yo lo entendía muy bien. Lágrimas de rabia trataban de salir de mis ojos y la voz se me apagaba en una tormenta de humillación. Cuando pude hablar traté de controlar mi voz para que brotara serena.
—Señores —dije—, no son ustedes quiénes para velar por mi conducta…
—Se equivoca —gritó don Cipriano—. Se equivoca —repitió bajando la voz—. Hay una prohibición que marcan las leyes. Ni un solo blanco casará con negro, ni mucho menos tendrá una blanca relación con un negro…
Fue con. un negro con quien tropecé al salir del comedor.
Venía con las copas de licor y la bandeja saltó por los aires al chocar conmigo. El negro me sujetó por los brazos para que no cayera. «Perdone, señorita», dijo. Y trataba de limpiarme la ropa con la servilleta.
De un empujón le aparté y salí corriendo. Me pareció que en la mesa sonaban risas confusas. Pero en seguida percibí que no eran risas sino murmullos de sorpresa y reconvenciones al negro que, como siempre, sería declarado el único culpable.
—Cuando pasen las lluvias subiremos a la montaña —dijo Emile. Trataba de animarme porque veía mi desaliento físico, la lucha contra un clima extenuante para mí—. La montaña es fresca y seca y te recordará el norte de tu país. Dicen que alguna vez se ha visto hasta escarcha.
Pasó luego a contarme la belleza de aquellas tierras altas, olorosas de monte y hierbabuena, las hortalizas que allí cultivaban parecidas a las de España, los ganados variados que pacían en las praderas.
—Iremos cuando llegue la Semana Santa —sugerí.
Precisamente poco antes de empezar la Cuaresma, el párroco vino a la escuela para explicar a los niños el significado de la festividad.
Rezó con ellos y los bendijo. Al despedirle, los niños daban palmadas a su alrededor, cantaban y reían y hacían en el aire la señal de la cruz. Parecían exaltados por una embriaguez litúrgica que iba más allá de las doctrinas.
El Cura movió la cabeza.
—No se puede con ellos —dijo—. En seguida se escapan a lo suyo. Como había prometido, el miércoles de ceniza llevé a los niños a la Iglesia.
El Cura fue dejando manchas grises en las frentes oscuras. Y ellos parecían fascinados con el rito y la salmodia: «Polvo eres y en polvo te convertirás.» Al salir de la Iglesia los niños se miraban unos a otros sin atreverse a tocar el misterioso tatuaje.
Recordé la primera vez que yo había escuchado esta terrorífica advertencia. Tenia diez años y el abuelo había muerto en un pueblo lejano. Mis padres me dejaron en casa de una amiga. Al día siguiente era miércoles de ceniza y nos llevaron a la Iglesia. No entendí la ceremonia pero a la salida la madre de mi amiga nos lo explicó muy bien: Cuando uno muere se convierte en ceniza, se hace polvo. Y el Cura nos recuerda que sólo somos eso, polvo, y cuando morimos volvemos al polvo para siempre…
Fue sin duda la primera revelación inevitable de la muerte. Mi siguiente reflexión se centró en el abuelo, muerto ya y comenzando a regresar al polvo. Un terror infinito me trastornó. No pude dormir y al otro día cuando regresaron mis padres, lloré mucho tiempo en sus brazos.
Pasados unos días, el Cura me envió recado por el sacristán: «Que la espero el Jueves Santo para los Oficios.»
Hice un gesto de vago asentimiento. El jueves era el día que me esperaba la excursión de Emile. «No iré a los Oficios», pensé. No fui a los Oficios. Pero nunca subí a las praderas.
Estábamos sentados en la tienda de Pedro Ibu, junto al tenderete en el que exhibía su oferta multicolor de artesanía: rionchilas pasadas por fibras vegetales, pulseras de pelo de elefante, pieles de serpientes, trozos de marfil tallado, pieles de mono, plumas de colores.
Pedro Ibu era tranquilo, respetuoso, amable. Admiraba a Emile y se veía que entre ellos había otros lazos además de la amistad. De vez en cuando intercambiaban frases en su idioma que sonaban en mis oídos con acentos inquietantes.
Volví a recordar la agresividad de don Cipriano y sus amigos. Miraba a Emile y me preguntaba si seria en verdad un rebelde activo, un luchador contra la metrópoli, enviado por los franceses para levantar a los negros contra nosotros.
Pero ya Emile volvía a dirigirse a mi en su español dulce y arrastrado.
—Iremos a la montaña…
Faltaban pocos días para las fiestas y él seguía insistiendo en su excursión. Pedro sonreía; todo en él expresaba simpatía y dulzura.
—Hermosa la montaña —dijo.
Yo no contesté. Estaba sentada en el tronco hueco de un árbol y me pareció que el tronco se escurría debajo de mí. Traté de sujetarlo.
—¿Qué te pasa? — dijo Emile.
Lo miré y quise hablar, pero las palabras que resonaban en mi cerebro no salieron de mis labios.
Como envueltas en algodón llegaron a mis oídos fragmentos de frases que se referían a mí: el calor… el cansancio… los mosquitos… Luego la oscuridad me rodeó por completo.
Durante diez días y diez noches deliré en el Hospital. Cuando empecé a distinguir lo que me rodeaba, allí estaba Emile que se inclinaba sobre mí y me decía: «Ya pasó». Y Manuel que movía con suavidad el abanico de plumas sobre mi frente. Y la bata blanca de una enfermera negra. Al despertar de mi inconsciencia, una inmensa tristeza se apoderó de mí. O más bien era mi estado físico, tan deteriorado, el que producía la tristeza. Tardé mucho tiempo en mirarme al espejo, pero me recorría el cuerpo con las manos y encontraba las aristas de los huesos, el esqueleto dibujado bajo la piel, perfectamente palpable.
—No ha sido lo peor —me dijo Emile, cuando pude escucharle—. Ninguna de las grandes fiebres, ninguna de las incurables. Pero ha sido suficiente… Tardarás mucho tiempo en recuperarte. Te explicaré el tratamiento para el viaje…
Los papeles los arregló la Delegación, Emile me acompañó a Santa Isabel. Los porteadores subieron mi baúl al barco. En el muelle me crucé con don Cipriano que no me reconoció o evitó reconocerme. Emile me sujetaba al subir a bordo. No pude esperar en cubierta para decirle adiós. Me dejó tendida en la litera, ordenó mis cosas, puso en mi mano la próxima dosis de quinina y me besó en la frente.
La travesía no fue mala. Por alguna consideración especial me adjudicaron un camarote de cuatro para mí sola. Me atendieron con cariño y tuve la sensación de estar recibiendo un trato deferente. La deferencia ¿venía de la Delegación? ¿Venía de Emile? Noches y días descansaba rendida en la litera. Mi debilidad hacía que nada me afectara demasiado, ni los movimientos del barco, ni el calor, ni el lento transcurrir del tiempo. En permanente duermevela, sólo una obsesión aparecía y desaparecía en las ondulaciones de mi cerebro. 

«Mi sueño no progresa. Mi sueño es un sueño maldito. Siempre estoy empezando el sueño…»

domingo, 21 de febrero de 2021

... yo vivía entonces en Fernando Poo

Es cierto, no se trata de la guerra civil y sus consecuencias en el territorio ecuatorial.
Sin embargo, ¿quién mejor que Horacio Quiroga permite conocer el entramado social del país?:


El alcohol

Un hombre honrado puede mantenerse tal entre pillos, y a un cuerdo le es posible desempeñar entre locos un papel bastante agraciado. Pero el hombre que se halla ineludiblemente entre borrachos deberá inmediatamente sumergir su cabeza en el alcohol, por poco que su propio interés le inspire respeto.

—Esta máxima es vulgar —dijo el hombre que hablaba con nosotros— pero profunda. Su transgresión ha costado algunos tronos y no pocas cabezas. Otros han perdido su novia, y es una aventura de éstas la que traído al recuerdo aquella sentencia. Ustedes verán cómo.

Hace algunos años, la casualidad, o sea serie de circunstancias anodinas que reúnen alrededor de una mesa de bar a cinco o seis individuos que esa mañana no se conocían, quiso que yo me hallara en esa situación en un nine o’clock rhum del Boston, con cuatro compañeros a la mesa, y tres japoneses enfrente, hundidos en los divanes, que nos observaban en silencio con sus ojillos entornados.

Los divanes del Boston, ustedes lo saben, se prestan a estas irónicas meditaciones.

El ron subía, y con él nuestro calor. De mis cuatro compañeros sólo recordaba bien, con una visión anterior a la entrada en el Boston, a dos viejos amigos. Los otros dos debían haberme sido presentados probablemente en el día. Pero a todos los tuteaba por igual. Digo mal: con uno de nosotros no estaba contento porque no bebía. Era un hombre mayor que nosotros, tranquilo y serio, pero de sonrisa sumamente agradable cuando nos dirigíamos a él. Fuera de esto, nada. Se abstenía decididamente de beber, con una breve sonrisa que pedía lo dejáramos en paz, y nada más. Pero como no parecía haber en ello ni rastro de hipocresía, y aún intervenía de buen grado en nuestros comentarios en voz alta, corteses y profundamente provocativos, respecto de los tres orientales que creían dominar la situación desde el fondo de sus divanes, no insistimos. El ron había alcanzado ya una altura infranqueable, y decidimos salir en auto a tomar un poco de aire.

Esto es una perífrasis. Pero cuando el señor abstemio se convenció de que no dejaríamos de efectuar esa toma de aire, y menos de abandonarlo a él a sus propios dioses, llamó al mozo y tranquilamente apuró, una tras otra, cinco copas de ron. Hecho lo cual se acodó a la mesa y nos dijo:

—Cuando ustedes quieran.

¡Magnífico! En el auto, que iba rompiendo el viento como una sirena, porque cantábamos todos, accedió a explicarnos aquel súbito cambio de frente. Hubiera accedido a cualquier cosa, porque cinco copas masivas de ron abren tiernamente al alma o no importa qué.

—Es muy sencillo —nos dijo—. Mientras ustedes se mantuvieron dentro de cierto límite, yo me abstuve. Pero cuando vi que ustedes lo saltaban a pie junto, me libré muy bien de quedarme atrás, y salté a mi vez. Soy soltero, tengo cuarenta y dos años, y el hígado perdido. Tuve una novia, que perdí por no hacer lo que acabo de efectuar en el bar. Bien hecho. Era joven entonces, y creía en las virtudes extremas. Por esto no me había embriagado nunca. Después me he dado cuenta de que no es posible llegar a una real estimación de sí mismo, sin conocer la longitud de las propias debilidades.

»Pues bien, yo vivía entonces en Fernando Poo. Yo soy español, y aquél es un país del infierno. Las mujeres europeas no resisten un año. He conocido allá a un pastor protestante que enviudaba todos los años y se iba a Inglaterra a casarse de nuevo, de donde volvía con una nueva mujer que se moría en breve tiempo. El gobernador intervino por fin, extralegalmente, y puso coto a la fiebre de aquel enterrador de mujeres. Los hombres se salvan, con el hígado destruido para siempre. Esto, los que llevan la peor parte. Los más afortunados mueren de una vez enseguida. Y esto pasa porque las bocas del Níger —enfrente, digamos— están hechas de cieno podrido y de fiebres palúdicas, al punto de que no hay memoria de que mortal alguno haya cruzado las bocas del Níger sin guardar, para el resto de sus días, un pequeño foco de podredumbre en su hígado hipertrofiado.

»Tal es el país donde yo atendía una factoría española, de las muy contadas de esta nacionalidad que había entonces por allá. Todas eran alemanas, algunas inglesas y una francesa. El tráfico, muy escaso y absolutamente comercial, llevaba sin embargo a veces hasta allá a algún buque de guerra costero, y así en una ocasión tuve el disgusto y la obligación de atender a la oficialidad de algunos cañoneros de distinto pabellón, fortuitamente de escala en el país.

»Atendilos, pues, lo mejor que pude. La despensa de los cañoneros, tras una muy larga travesía, estaba agotada. La nuestra de Santa Isabel no era en aquel momento menos mezquina. Organicé no obstante un pasable almuerzo, a base de latas, tarros y frascos de toda especie de conserva. Yo contaba, sobre todo —ahora lo recuerdo— como triunfo final, con una botella, una minúscula media botella de «chartreuse», reservada en mi despensa. Al tomar el café, dos o tres negras trajeron a la mesa solemnemente la preciosa botella. Pero quedaban apenas dos dedos, porque las negras, de nariz y oído muy duros, creyendo que aquello era petróleo —un buen petróleo— habían vertido el resto en la lámpara…

—¡Buen petróleo! —ratificó uno de nosotros, lamiéndose los labios.

—No era malo; pero apenas alcanzamos a gustarlo. La segunda parte —prosiguió— de los festejos que podía ofrecer a mis oficiales, consistió en una ascensión a la montaña inmediata, cosa trivial en el país pero sabrosa para gentes enmohecidas largo tiempo en el mar.

»La ascensión es dura, aun con la ventaja del bosque que cobija en gran parte el cerro. Subíamos, asimismo, airosamente, tras el rastro de los indígenas que cargaban la impedimenta del picnic. Impedimenta de subida, nada más, pues casi toda ella consistía en botellas que debían quedar vacías allá. Los marinos, sabido es, se resarcen en tierra de la forzosa abstención de a bordo.

»Así, pues, mis oficiales trepaban bien que mal, tropezando y sujetándose de las raíces que atravesaban el sendero; bañados en sudor, pero contentos. La cortesía del caso me llevaba del uno al otro, para oír siempre las semiconfidencias malévolas de los oficiales franceses respecto de los alemanes, y las de éstos que me contaban chismes de los franceses. Y los ingleses de ambos. Siempre el mismo tema.

»Llegamos, por fin, cuando la sed y el hambre nos devoraban. Bebimos —bebieron, mejor dicho— de una manera insondable. A la vuelta, bajaban de la montaña, del brazo, alemanes, ingleses y franceses, todos mezclados. A la mitad del camino cantaban, enarbolando la chaquetilla blanca como una insignia, y cada uno se empeñaba en cantar canciones del país de su compañero de brazo. El efecto era extraordinario.

»Yo creía entonces que en un grupo de amigos desprovistos de razón, uno por lo menos debe permanecer cuerdo. Pagué caro esta creencia.

»En efecto, como yo había bebido apenas por lo antepuesto, era fuertemente solicitado por mis oficiales que venían por turno a ofrecerme con voz pastosa la seguridad de una eterna amistad. Yo les aseguraba iguales sentimientos de mi parte, con lo que se retiraban consolados. Uno de ellos, un alférez de navío inglés, que hasta entonces se había mantenido casi en forma, aunque un poco rígido, vino de pronto a gimotear en mi cuello tales hondas y contenidas lágrimas de amistad no comprendida por mí, que hube, a mi vez, de tenerlo por largo rato abrazado para que cesara de llorar. Se alejó por fin, tragándose las lágrimas, para volver al rato; pero ya seguro de mi amistad, porque yo no era de la pasta de esos oficialillos franceses y alemanes e ingleses: «tutti quanti». Estábamos ligados por una fraternidad hasta la muerte.

»Y en prueba de ella, al costear un precipicio, arrojó al vacío su chaquetilla y su gorra, exclamando que no las precisaba para nada porque poseía mi amistad.

»Como yo era en cierto modo responsable del decoro de mi gente, logré hacerle aceptar mi blusa y mi sombrero, y continuamos bajando, siempre al son de la algarabía internacional.

»El tiempo, dudoso hasta ese instante, se resolvió en brusca manga que nos empapó hasta los huesos. Pasó pronto, pero dejó el sendero hecho un torrente. Inútil que les cuente al detalle mi tarea con catorce locos que pretendían a cada instante regresar arriba a acampar allá por el resto de sus días. Al caer la tarde mi oficial inglés cayó en un zanjón disimulado por zarzas espinosas y lleno de agua. No pude sacarlo sino a expensas de su pantalón que quedó en el fondo retenido por las espinas. Seguimos adelante, hasta que mi amigo se echó al suelo y dijo que no podía dar un paso más porque no tenía pantalón. Juraba con el puño en el barro que se quedaría allí para siempre. Tuve que darle mi pantalón, y sus compañeros agradecidos me incorporaron del brazo a su grupo, porque yo, aunque español, era un hombre repleto de méritos.

»Ahora bien: el pastor inglés, enterrador de mujeres de que les hablé al principio, había llevado con su primera esposa a su cuñada. Tuve ocasión de tratar a ésta: no creo que bajo el sol haya latido jamás un corazón más lleno de ternura que el suyo. Nuestra simpatía fue tan viva que tres meses después estábamos comprometidos. Esto pasaba pocos días antes de la aventura.

»En Santa Isabel no había entonces más que una calle que mereciera el nombre de tal, y arrancaba lógicamente del puerto. Por ella habíamos ascendido doce horas antes, y por ella me vi forzado a bajar con mis oficiales, ya de noche oscura, a grito herido y entre un infernal ladrido de perros. Conforme íbamos pasando, las persianas se enderezaban, y nos veían. Supondrán cuánto había hecho yo para disuadir a mi gente de esa entrada triunfal. Nada conseguí. Descendíamos la calle del brazo, roncos, desprendidos y embarrados. Pero yo, además de esto, pasaba en calzoncillos y con las mangas de la camisa abiertas en dos.

»Éste es el espectáculo que dimos a todo Santa Isabel que nos atisbaba detrás de las persianas. El escándalo fue vivo y, sobre todo, en mi novia, pues casi únicamente a mí se me creyó realmente borracho. El alcohol, para una miss, no es cosa de mayor monta. Pero quinientos años de Biblia velan la naturalidad de muchas almas, y aun de la de aquella mujercita, que era un ángel. La enorme ligereza de mi ropa, lucida frente a su casa, no tenía redención. Rompió conmigo, sin una explicación.

»Poco después abandoné Fernando Poo, como pensaba hacerlo, y supe más tarde que la criatura, reintegrada a su país antes de ser devorada por la anemia, se había casado con su cuñado, al enviudar éste. De modo que regresó a Santa Isabel, donde murió, naturalmente, antes de un año.

»Nada más —concluyó nuestro hombre— puedo decirles. Si en vez de convertirme en guardián de locos en aquella ocasión, corro la aventura con ellos, hubiera bajado la calle sin distinguirme de los otros, y con un pantalón, por consiguiente. De aquí mi actitud de hace un rato. Desde aquella historia, me apresuro a sumergir mi cabeza en el alcohol cada vez que mis compañeros comienzan a hablar lenguas que no conocen. Sigamos, pues. ¿Dónde estábamos? Yo sé una canción en nebi-nebi, los negros de allá. ¡Atención!, para hombres solos. Comienza así…

martes, 29 de septiembre de 2020

La quinta de mujeres

Éste es un documento curioso.

El portal Riojarchivo, que recoge el patrimonio inmaterial de La Rioja, registra la grabación de "La quinta de mujeres":

Muchos de los soldados del bando franquista que lucharon en la guerra civil, al terminar la contienda continuaron sirviendo al ejército otros tres años más. Penosa situación para una juventud que vio cómo sus congéneres de uno y otro bando morían en el frente y no siendo esto suficiente añadieron más años perdidos a su vida, licenciándose muchos en el año 1942.

Sin embargo, su ardor juvenil inspiraba canciones alegres que cantadas al unísono en sus pocos ratos de asueto hacían más llevadera una realidad cruda. En la guerra y durante los tres años siguientes de obligado servicio militar esos jóvenes varones que no veían a las chicas ni en pintura soñaban, al menos, que un día pudieran, como ellos, hacer la mili y juntarse con ellas. Esta fue la propuesta del anónimo compositor de esta canción.

Entre los quintos de España se puso de moda esta canción y en años sucesivos siguió cantándose este asunto, cambiando y añadiendo nuevos destinos a las quintas según su edad, color del pelo, lugar de procedencia, tamaño y figura, gustos personales, etcétera.

Título: Título: La quinta de mujeres
Clasificación: Cancionero
Localidad: Lagunilla de Jubera
Informante: Regino Oliván Ruiz (9-4-1933)
Recopiladores: Javier Asensio García y Helena Ortiz Viana
Lugar y fecha de recogida: Ventas Blancas, 29 de septiembre de 2016


Una quinta de mujeres dicen que van a llamar,
con este feliz acuerdo la guerra terminará.
Prepararse las mujeres, que a la guerra vais a ir,
por orden del general se repartirán así:
En la plaza de Melilla las destinarán a cuerpo,
cada una cuidará de limpiar sus armamentos,
las pequeñas y gordetas a trompetas y tambores
y las que gasten buen culo esas van a zapadores,
las que todas las mañanas se van tempranico a misa,
esas van a pontoneros, que hay que hacer puentes a prisa,
las que sepan saltar bien, con soltura y gallardía,
esas irán destinadas al cuerpo Caballería,
las morenas serán cabos, las rubias serán sargentos
y las que gasten bigote, alférez de complemento.
Las que tengan por costumbre decir al novio que no,
esas irán destinadas para San Fernando Poo,
las que antes de la guerra se iban con los italianos,
esas irán destinadas a tirar bombas de mano,
las que tengan por costumbre el ir mucho a la piscina,
como están acostumbradas, esas van a la marina,
las morenas serán cabos, las rubias serán sargentos
y las que gasten bigote, alférez de complemento.
Las que tengan buenos pechos y poca formalidad
esas van a retaguardia con subsidio familiar,
las que gasten buen sostén y no se ocupen de las bragas
es que están echando instancia para policía armada
y también las jorobadas, tuertas y malos andares,
esas irán destinadas pa servicios auxiliares.

Se trata -en cualquier caso- de una adaptación de una canción de quintas documentada ya en el S. XIX:





lunes, 7 de septiembre de 2020

... se sentó en un tonel, esperando turno

Es cierto, no se trata de la guerra civil y sus consecuencias en el territorio ecuatorial.
Sin embargo, ¿quién mejor que Juan Goytisolo permite conocer el entramado social del país?:

Un fragmento de Fiestas

Frente al Depósito de Hielo había una docena de barberos y se sentó en un tonel, esperando turno. Como no había comido en todo el día se sentía muy débil y cerró mansamente los ojos, mientras lo enjabonaban. Todavía soñó en su mujer y en Juanita. El barbero le despertó de una palmada e hizo que se contemplase en el espejo. El Gorila le dio dos pesetas y se encaminó hacia el quiosco. Allí se compró un kilo de pan y una libra de arenques ahumados. El hambre le había impregnado progresivamente de abulia y sintió de golpe una inmensa necesidad de confesarse. Atemorizado, escapó con el paquete bajo el brazo en dirección a la escollera. Antes de atravesar la plazoleta en donde daba la vuelta el tranvía, sintió que alguien corría tras él y se volvió con el rostro congestionado: era Pipo, el precoz, inteligente y querido Pipo, y lo abrazó sin poder contener casi las lágrimas.
-Una vez, hace algunos años, en la época en que me llamaban todavía señor Gorila (pues aunque me veas ahora tirado como una colilla, llegué a ser patrono de un bar y toda la clientela me llamaba señor Gorila), se me ocurrió la idea de marcharme de casa. Fue durante los últimos meses de la guerra. Aquella zona estaba infestada de submarinos alemanes y no podíamos alejarnos por orden de la Comandancia. Total: que la pesca era escasa y el oficio no daba para vivir. Para salir de apuros decidí cortar madera en África. Mi padre era amigo de un importador de Fernando Poo, que me proporcionó empleo en un barco. Y me embarqué, dándomelas muy felices, sin sospechar siquiera lo que iba a pasarme.
(Pues cuando sales de casa sabes muy bien lo que dejas, mientras que, al volver, ignoras qué encontrarás y, sobre todo, cómo lo encontrarás: si tu mujer se habrá ido con otro; si, durante tu ausencia, habrá tenido un bastardo.)
-En Fernando Poo trabajábamos en una factoría maderera, yo y otros doscientos hombres. Casi todos negros. Sólo cuatro andaluces y yo éramos blancos. Nosotros cobrábamos doble sueldo que los negros y dormíamos en barracones aparte. A las dos semanas me hicieron capataz.
-No sé por qué, el ingeniero me había tomado cariño y me encargó que vigilara el trabajo los días en que él no iba. “Tarzán de los monos”, me llamaba. Pues los blancos andábamos también medio desnudos y parecíamos más negros que los bubis. Yo llevaba un casco de misionero y el látigo que dan a los responsables para asustar a los negros. Aunque, si quieres que te diga la verdad, nunca llegué a emplearlo. Los pobres vivían muertos de miedo y me obedecían con sólo mirarles. Hubo uno que se pasó la tarde entera cargando troncos, sin atreverse a decirme que estaba herniado. Me llamaban “massah”, que quiere decir señor, y, a los pocos días, me ofrecieron una “mininga”.
-“Miningas” es como se llaman allí a las muchachas. Cuando son mocitas los padres las alquilan a los blancos; ellas lavan, cosen, planchan, preparan la comida y se acuestan contigo siempre que se lo mandas. Yo pagaba por la mía un duro diario y, la verdad, no tuve nunca motivos de queja. Lu-Baba (se llamaba así) me fue ofrecida por su hermano: a él le pagaba al principio de cada mes ciento cincuenta pesetas y con él tenía que entendérmelas si algo no marchaba. (Allí las mujeres no pueden discutir y deben obedecer a todo lo que se les ordena. Conozco el caso de una que, por no querer acostarse con su hombre, su padre la mató a bastonazos.)
-Lu-Baba era más mansa que un cordero, y los once meses que vivimos juntos se esforzó en hacerme la vida agradable. Era muy bonita (entre las negras hay mujeres espléndidas); tenía la cara fina, los ojos grandes, los pechos puntiagudos (iba siempre desnuda de cintura para arriba) y los brazos redondeados. Durante el día se quedaba en mi choza, limpiándomela (pues allí las cosas se ensucian a los cinco minutos: cuando llueve, el agua filtra por todas partes; si hace calor, aparecen mosquitos, tarántulas, escorpiones. Ellos ya están acostumbrados; aunque se encontrasen la cama llena de culebras, creo que no se tomarían el trabajo de sacarlas).
-A veces, mientras estaba en la factoría, venía a traerme algún refresco y se quedaba mirándome en un rincón, hasta que me lo bebía. Y todas las noches dormía abrazada conmigo y se ponía muy triste cuando la sacaba de la cama.
-Si te he de decir la verdad, Pipo, acabé por tomarle cariño.
-Lu-Baba era fiel, trabajadora, limpia. Jamás tuvo una discusión conmigo ni necesité regañarla siquiera. Me bastaba mirarla a los ojos y ella adivinaba en seguida lo que quería. Era como un animalito: un animalito listo que se desvivía por agradarme. No sabía hablar español, pero gruñía, reía y ronroneaba igual que un gato. Un día se me ocurrió explicarle la historia de mi vida en dibujitos y a ella le gustó tanto la idea que luego me perseguía siempre con la libreta y el lápiz. Otras veces me entretenía hablándole en español, como hacemos con los animales. “Te voy a partir las costillas, Lu-Baba”, le decía; pero ella creía, por mi sonrisa, que le decía algo cariñoso y venía a acurrucarse a mis pies para que la acariciara. En cambio, le decía con voz muy seria: “Me gustaría vivir siempre contigo” y ella, entonces, inclinaba la cabeza y se iba.
-Oh, pero no creas que se dejase engañar fácilmente; Lu-Baba no tenía un pelo de tonta. Un día me enseñó un dibujo que había hecho mientras trabajaba: yo, con mi casco, mi bigote y mis tatuajes; ella, con una capa que le llegaba hasta los pies y el pelo lleno de lazos; y, en medio, otro como yo, pero de color negro, cogiéndonos de la mano. Al comprender su significado rompí el dibujo y Lu-Baba, la pobrecilla, se pasó la noche llorando. Desde entonces perdió afición a las historietas y, aunque sonreía si le enseñaba alguna, me di cuenta de que lo hacía para agradarme.
-Entretanto yo iba ahorrando tela para volver a Canarias. En once meses, casi veinticinco mil. De vez en cuando enviaba a mi mujer un sobre con dinero y esperaba regresar para entregarle lo que tenía y poderle comprar ropa en Tenerife. Aunque ella no escribía nunca, yo no me preocupaba. Eso de escribir es para gente que tiene cosas que decirse; pero, dos desgraciados como ella y yo, ¿qué íbamos a contarnos? Si no sabemos ni hablar decentemente, ¿a qué perder el tiempo echándonos flores? Los que han nacido brutos, brutos son. Por mucha cultura que se les meta en la cabeza, continuarán siendo animales. Eso me decía yo. Y, aunque mi madre tampoco daba señales de vida, no di a su silencio ninguna importancia.
-Hasta que un día me vino la nostalgia de mi tierra y sentí la necesidad de regresar. Hablé con el patrón (don Enrique Miranda Tubau se llamaba). No quería dejarme ir. Estaba contento de mí y me ofreció un aumento; pero yo sólo pensaba en mi hija y mi mujer (ojalá le hubiese hecho caso, a estas horas sería jefe de capataces y me habría convertido en propietario) y, en vista de ello, habló con un empresario belga del Congo y me encontró plaza de palero en un barco mercante.
-Faltaba tan sólo por resolver la cuestión de Lu-Baba. El día antes de mi partida fui a un almacén de Santa Isabel y le compre un traje de colores. Cuando llegué a casa se lo entregué, dándole a entender que era un regalo, pero ella no quiso aceptarlo. “Mucho dinero”, dijo (pues, últimamente había aprendido algunas palabras). “Dinero -dije yo- para Lu-Baba.” Ella entonces empezó a reír de contenta y se lo puso delante de mí. Le caía chico, tú: la falda le quedaba encima de las rodillas, la blusa apenas le cubría los pechos, pero le daba igual. Nunca había tenido ningún vestido y se debía creer no sé qué… Al ver que yo reía se puso mi sombrero de paja y empezó a ir de un lado a otro, moviéndose como un animalito.
-Estaba tan alegre que creí que, cuando le dijese que me iba, no se entristecería demasiado. “Me voy —le expliqué haciéndola sentar a mi lado—, me voy a España.” Ella no me entendió o hizo como que no entendía. Entonces cogí un lápiz y un papel. "Hombre-bigotes -dije- se va en barco. Lu-Baba se queda en tierra". Creyendo que me iba en uno de los barquitos fluviales corrió a prepararme un envoltorio con comida. Yo la hice sentar y le enseñé un nuevo dibujo: "Isla pequeña: Fernando Poo. Tierra grande: España. Hombre-bigotes y Lu-Baba están en Fernando Poo. Yo tomo barco y me voy a España".
-Como tampoco daba señales de comprender empecé a recoger mis cosas y las metí en el baúl. Lu-Baba me ayudaba cantando y me alegré de que fuese así. "Lu-Baba lista -dije-. Lu-Baba buena chica". Aunque no podía entenderme le expliqué que la echaría mucho de menos y que, si volvía de nuevo por Guinea, la tomaría otra vez por mujer. "Lu-Baba encontrará otro hombre-bigotes —le conté—. Lu-Baba volverá a ser feliz".
-Como el barco atracaba de madrugada preferí quedarme despierto. El patrón me había regalado un barrilito de whisky y me lo fui bebiendo poco a poco. Lu-Baba tampoco tenía sueño y no quiso echarse en la cama. Al ver que bebía se puso muy intranquila y se acurrucó a mis pies, sin atreverse a mirarme. La habitación se había llenado de mosquitos y encendió fuego para alejarlos. Al volver a tenderse, me agarró fuertemente la mano y la apretó contra su pecho. Cuando dieron las dos me encaminé hacia el puerto con el baúl al hombro. Lu-Baba me seguía detrás, tropezando por culpa del vestido. Al llegar al muelle, el barco había atracado. Entregué mi documentación al oficial y unos negros subieron el baúl a bordo.
-Era la hora de partir. Me volví hacia Lu-Baba y le dije: "Adiós, Lu-Baba". Ella me miró sin comprender. No le cabía en la cabeza que pudiese irme solo e imaginaba quizá que iba a llevarla a España. O tal vez creía que bromeaba y se esforzó en sonreír. Pero sus ojos brillaban de terror y bajé la cabeza avergonzado.
-Todo el mundo había subido a bordo y no faltaba más que yo. "Adiós -volví a decir-. Me voy a España". Ella no se movía aún (como aguardando un milagro). Y al ver que me embarcaba, dio un grito y se tiró al agua vestida.
-Yo la había llegado a querer, Pipo; y lo más probable es que, de no llevar tanto whisky encima, en lugar de dejarla allí hubiese vuelto a tierra, a su lado. Porque Lu-Baba me quería de verdad, ahora me doy cuenta, y no la mujer que tenía en Canarias. Si hubiese sido un poco listo me habría quedado en Fernando Poo con ella o la habría llevado a España conmigo. China o negra, qué más da. Lu-Baba era trabajadora y fiel, y esto es lo que yo necesitaba.
-El viaje duró catorce días. Cuando fondeamos en Amberes era media mañana y el capitán dio un permiso de veinticuatro horas. Yo salí a dar vueltas por la ciudad vestido así, tal como voy ahora y, no sé qué pasaba, la gente se volvía a mirarme. Hablaban en francés, qué sé yo, en flamenco, crik, crak, como si trituraran clavos. Un marino amigo mío me acompañó al barrio de las mujeres y, cuando entré en él, retrocedí, creyendo que me había equivocado.
-La calle estaba llena de vitrinas iluminadas con luces de colores y dentro de cada vitrina había una mujer elegantísima, sentada en un salón. Ay, caray. Me apoyé en la esquina con los brazos cruzados y me puse a reflexionar. Luego empecé a caminar poco a poco, mirándolas de una en una y, aunque muchas me hacían señas con la mano, no me atreví a entrar. "No, no es posible", pensaba: "esas damas no pueden ser mujeres de la vida". Y, como un tonto, rebotaba de una acera a otra, contemplándolas, cada una iluminada por una luz diferente, encerradas detrás de las vitrinas, como sirenas dentro de un acuario.
-Eran señoras, Pipo, auténticas señoras, vestidas con trajes ceñidos, como artistas de cine. Tu hermano las iba mirando una tras otra y se rascaba la cabeza como un tonto. ¡Volvedme a bordo que me mareo!… Hasta que una abrió la puerta y me hizo entrar en su casa. Entonces comprendí que no me confundía y empecé a mugir como un toro, mientras la mujer se moría de risa y me decía cosas en su idioma. Cuando salí estaba excitado aún y me fui con la mujer de al lado. Y luego con la siguiente. Y así me hubiera pasado la vida si, de mañana, no llega a salir el barco.
-Te he contado todo eso para que veas que no pretendo hacerme el mártir y que no doy a mi mujer las culpas de lo ocurrido. Cuando un hombre está sólo si va con una amiga, dos, tres, o las que quiera, no destruye a la familia ni hace daño a nadie. Pero qué caray, una mujer es una mujer; si el marido está ausente, tiene la obligación de aguardarlo.
-Llegué, pues, al pueblo, ignorante de lo que sucedía y en seguida vi que la gente me miraba de modo raro. "Hola, señora Lola". "Hola, Gorila". "¿Qué tal la salud, desde que me fui?" "Ya ves, tirando". Y cada vez que preguntaba por la Josefa o por la niña, nadie quería contestarme… La casa donde vivíamos estaba en las afueras. Una casa pequeñísima, no te vayas a creer… Yo iba cargado con el baúl, saludando a todo el mundo: "Hola, Antonio", "Hola, Trinidad".
-Por un momento pensé que mi padre había hecho una estafa. Como manejaba el dinero de la Cofradía y siempre le ha gustado jugar… Llego a casa y la encuentro cerrada. Pam, pam. Silencio. Las persianas bajas, la puerta cerrada con candado. Pam, pam, pam. Nada. Al lado vive la tía Marina y voy a ver qué pasa: “Hola, tía Marina”. “¿Qué tal, Gorila?”, contenta porque me quiere mucho. “Ya lo ves, de vuelta.” Como ella no dice nada le pregunto: “¿Y mi mujer? ¿No está en casa?” Ella pone una cara muy rara. “No -dice-, no vive ahí.” “¿Ah, no? -digo yo-. ¿Dónde vive?” Y ella se echa a llorar: “Pregúntaselo a tu madre”.
-Otra vez en la calle, con el baúl a cuestas. Continuaba caminando, pero ya no sabía qué me hacía. Calle Progreso. Calle Guimerá. Cuando llego mi madre empieza a dar gritos: “¿Qué coño pasa?”, digo yo. “Una desgracia -me dice-, una gran desgracia.” Y una vez dentro me lo cuenta todo: “La Josefa se ha liado con tu hermano”.
»Con mi hermano, fíjate. Yo, que durante un año me había partido los riñones en Guinea para traerle veinte mil pesetas de regalo, me la encuentro liada con Primitivo. Y es que las mujeres, Pipo, son peores que las gatas. Cuando ella estuvo enferma me tiré una noche más de sesenta kilómetros en bicicleta para buscar un médico y encima le di yo no sé cuánta sangre. Desde que nos casamos, no había mes, por pobre que estuviera, que no le hiciera algún regalo: “Gorila, cómprame eso”, “Gorila, necesito aquello”, y yo, dale que dale, como un tonto, comprando. Y así me lo pagaba.
-No podía tenerme en pie, te lo juro. Mi madre, al ver qué cara ponía, la pobre, daba gritos: “No te pierdas, Gorila, no te pierdas. Déjales que se pudran”. Me preparó de comer: unas chuletas de cordero con maíz hervido. Luego me arregló la cama del cuarto de arriba. Durante toda la tarde estuve tumbado allí, para tranquilizarla. A la noche, cuando ya estaba más sereno, bajo. “No, no -me grita ella-. No salgas, hazlo por mí.” “Quita —le digo—. No voy a buscar pelea. Sólo voy a la playa un poquito porque quiero ver mi barca.” Y no hago más que llegar y verla, cuando ¡zas!, no sé lo que me pasa y me pongo a llorar como un chico…
-De haber sido capaz de razonar, me habría largado de las Islas; pero no sabía lo que me hacía. Andaba como loco (tan sólo topé con la niña un día: la criatura tenía entonces cinco años y, al verme, me amenazó con la mano: “Papa feo -dijo-, papá malo”, lo que le había enseñado su madre, claro). Pero el golpe me había alcanzado de pleno y, tarde o temprano, su efecto debía manifestarse. Pues todo lo que nos hace daño alguna vez se queda dentro y sale cuando menos lo pensamos. Y a veces son inocentes quienes pagan, en lugar de pagar los culpables.
-Total: que de la noche a la mañana me vi convertido en asesino, fichado por la policía, y desde entonces, voy de un lado a otro, tirado como una colilla, sin poderme acercar a Canarias.
-Tú me conoces bien, Pipo, y sabes que no te engaño. El Gorila puede ser un borracho, un mujeriego y un perdido, pero asesino, nunca. Yo he sido siempre un hombre de orden, de derechas. En mi vida he matado a una mosca. Y, si era incapaz de tocar un pelo a mi mujer aun después de lo ocurrido, ¿cómo pude matar, si no es porque estaba loco, a un hombre que no me había hecho ningún daño?
-Pues el Gorila no mata a nadie, policía o no policía, porque le llame la atención cuando está con una conocida en la playa. El Gorila no es un criminal. En aquel momento estaba chiflado y no sabía lo que me hacía. Y, cuando me di cuenta, era demasiado tarde.
-De modo que no tuve más remedio que huir y engancharme en la Legión francesa. Habría podido quedarme allí, pero esas cosas que ocurren: me entró la nostalgia de España. Hasta que un día, hace dos años, deserté, y aquí estoy: esperando que me atrapen.