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lunes, 11 de noviembre de 2024

El loro exiliado

¿Recordáis El caso del loro? No fue el único. Alguno hasta sufrió exilio...

Cuenta Miguel A. Mellado en El Loro de los Villalbas, sobre el loro que se trajo Antonio Villalba de Guinea Ecuatorial, «y lo instalaron en la misma estación de tren de Almendricos. El loro había aprendido a imitar el pitido del silbato del jefe Villalba y a pesar de que ningún tren podía salir de la estación sin el pertinente silbido del Jefe, el loro en más de una ocasión hizo que saliera el tren sin el permiso de Villalba por lo que tuvieron que exiliarlo a Albox»:

(...) Juan Manuel Villalba fue un gran Jefe de Estación en Almendricos durante casi 15 años, nos comentaban la gente de allí que le cedía agua de los depósitos de Renfe al pueblo para su abastecimiento en contra del criterio de la dirección de RENFE por lo que fue reprendido y amonestado en más de una ocasión por la dirección regional de RENFE, pero fiel a su carácter altruista y viendo las necesidades y escasez siguió dándole agua y años después, ya fallecido su padre, el pleno del Ayto de Lorca nombró a la plaza junto a la estación y a la fuente del pueblo con el siguiente nombre: “EN RECUERDO DE UN HOMBRE BUENO. JEFE VILLALBA” rindiéndole tributo a su abnegada aportación y su servicio al pueblo de Almendricos. 

Otra cosa que me pareció curiosa y que contaron en Almendricos, era que en la estación había un loro que había traído [Antonio, Jefe de la Policía Municipal, e] hijo del Jefe Villalba desde Guinea Ecuatorial en los primeros años de los 60 y que fue todo un atractivo exótico para los trabajadores de la estación, para vecinos de Almendricos y para los pasajeros, que cuando paraba el tren un par de minutos en la estación, se bajaba todo el mundo a ver al loro.

Aquel pájaro fue todo un personaje durante muchos años en esas tierras, al igual que el mono que había junto a la carretera en Arboleas a principios de los años 90, el loro era un poco sinvergüenza, hablaba perfectamente todo lo aprendido e imitaba magistralmente el silbato del Jefe de Estación, por lo que en más de una ocasión el loro con su pitido dio salida a más de un tren que allí estaba estacionado. 

Al Jefe Villalba y a los trabajadores el ferrocarril los llevaba fritos, en cuanto pasaban por delante les voceaba: BORRACHO!!! BORRACHO!!! Y para las mujeres también tenía el loro, cuando veía a alguna se lanzaba a grito pelao: GORDA!!! GORDA!!!. En cierta ocasión iba un hombre en el correo hasta Barcelona y al parar en la estación se quedó mirando al loro y el loro le espetó: BORRACHO!!! BORRACHO!!! Por lo que este señor se bajó del tren y enganchó del cuello al loro con la clara intención de estrangularlo, los que había allí presentes lo detuvieron y le dijeron que si estaba loco para hacerle eso al pajarico, el hombre respondió de malas maneras que: A MÍ NO ME LLAMA NADIE BORRACHO!!!

La situación del loro se hizo insostenible en la estación de Almendricos y llegaron a la conclusión que el loro se tenía que ir y punto, que el que lo había traído, que se lo llevara y así es como Antonio Villalba lo recogió y acompañó al loro al exilio albojense.

Después de inaugurar Antonio Villalba la gasolinera en 1970 trasladó al loro, que se convirtió en una atracción para todos sus clientes y las familias que viajaban en coche, el loro muy “sinvergüenza” llamaba la atención de todo aquél que pasaba cerca de la gasolinera gritando improperios como ¡¡¡“sinvergüenza, sinvergüenza, sinvergüenza!!!, “hijo de p…”, repetía al ver pasar a alguien a algunos metros de distancia con una sorprendente voz de tenor y despertaba las risas de los empleados del surtidor y de los clientes que ya lo conocían, pero también despertaba el asombro y las malas caras en los hombres que pasaban ajenos por la carretera andando o con su motillo y que no entendían ni acertaban a adivinar quién los insultaba.

El loro fue el ídolo de muchos niños, de muchos camioneros de toda la comarca y brindó una época en la que las risas y buenos momentos formaban parte de aquel seco paisaje de las afueras de Albox. Inolvidable era también como silbaba el loro la canción de la película de “El Puente sobre el río Kwai” como si estuviéramos en el cine, sonaba a más de 200 metros de radio la melodía. Este fue el final del loro pues era tal su destreza que todo el mundo se acercaba a saludarlo y obtenía su respuesta: “hola, ¿cómo te llamas?” y claro, para camelárselo, casi todo el mundo le obsequiaba con pipas saladas y otras golosinas, que le produjeron finalmente la muerte ante la gran tristeza de todos los albojenses y visitantes de la comarca. Antonio Villalba que lo había traído de Guinea Ecuatorial también sufrió su pérdida y hasta el último momento hizo todo lo que pudo llevándolo a un célebre veterinario de Huércal Overa intentado curar su salud y evitar su muerte. Al morir el loro, se valoró por parte de Antonio su disecado, pero al final se quiso evitar la tristeza que produciría contemplarlo sin voz ni silbido.

Antonio Villalba (1963) durante su servicio
como guardia civil en La Guinea Ecuatorial.


sábado, 18 de marzo de 2023

El caso del loro

Entre los interesantes relatos breves de Esteban Calderón queremos señalaros Loros (¡gracias Esteban!):

Suele pensarse erróneamente que Guinea debe ser un paraíso de loros con gran variedad de plumaje, y no es así. En realidad, sólo hay dos especies: una, la más abundante, de color gris y cola roja, y otra, más pequeña y mucho más rara de ver, de color verde. Sin embargo, el gris de su plumaje no convierte en aburridas a estas aves, ya que son seguramente los loros mejor dotados y con más habilidad para aprender a hablar, siempre que se dé la condición de que el contacto con los humanos se produzca desde que el animalito es muy pequeño. En mi recuerdo permanecen imborrables dos loros.

El primero, como no puede ser de otra manera, es el mío. Se lo regaló a mi padre un empleado nativo de su oficina, en Bata, cuando casi no tenía plumas, probablemente caído de algún nido, cosa algo frecuente. En casa muchas veces lo teníamos suelto sin que por ello se escapase: éramos su única familia. En ocasiones trepaba por la mosquitera de mi cama y cuando estaba arriba del todo, calculaba la distancia con el ojo y se dejaba caer a mi lado, para que le rascase. Aquel imperativo fue de las primeras palabras que aprendió: “¡Ráscame, ráscame!”. Mi padre, con la ironía --a veces hiriente-- que le caracterizaba, lo bautizó como “Pocho”, que era el apodo de un compañero de trabajo de Cartagena y cuyo perfil recordaba, ciertamente, a un lorito. Así, “Pocho” se convirtió en uno más de la familia y aprendió a hablar por los codos --debería decir por las alas-- y a imitar cualquier sonido que escuchase. A menudo descolgábamos el teléfono para atender una llamada y no había nadie al otro lado del aparato. Era “Pocho” imitando el sonido del teléfono. Lo mismo sucedía con las voces de los distintos miembros de la familia. Nada se le resistía.No obstante, aunque la existencia de los loros suele ser larga, la de mi loro no lo fue mucho. Ya en España tan sólo vivió tres o cuatro años. Como en casa siempre teníamos aves de corral, un pavo contrajo la peste aviar y contagió al pobre “Pocho”. El pavo se curó, pero mi loro se murió. Desde entonces, aunque he tenido ocasión de hacerlo, no he querido tener ningún loro; ningún otro puede ocupar el lugar de “Pocho”.

El segundo loro que recuerdo también fue en Bata y pertenecía a D. Gonzalo, el jefe provincial de Falange, que era muy amigo de mi padre, aunque mantenían vivas discusiones políticas por sus posiciones antagónicas. El matrimonio no tenía hijos y aquel loro, cuyo nombre ha desaparecido de mi memoria, era la niña de sus ojos. Pero, claro, los loros aprenden lo que escuchan a su alrededor o aquello que pertinazmente se les enseña y tal fue el caso que nos ocupa, ya que aquel prodigio de lorito continuamente cantaba el “Cara al sol”, “Montañas nevadas”, silbaba el “Oriamendi” y daba los gritos de rigor de la Falange, aquello de “¡España, Una!, ¡España, Grande!, ¡España, Libre!”, y un sinfín de cosas más. El loro suele ser un animalito simpático y que cae bien, sin embargo aquel lorito no gozaba de mucha popularidad entre la colonia española de Bata. Un buen día llegó a mi casa D. Gonzalo. Apenas podía articular palabra. Mi padre le sirvió un “Johnny Walker” con soda y lo tranquilizó un poco. Abatido exclamó:

–¡Esteban, me han robado el loro!

 D. Gonzalo, muy confiado, solía tener su loro en una jaula en la terraza de la planta baja. Nunca más supo de él. No puedo afirmarlo con rotundidad, pero tengo para mí que aquel loro indeliberadamente falangista terminó sus días en la cazuela de algún desafecto al Régimen, harto de sus proclamas.

viernes, 4 de noviembre de 2022

En Guinea, la mili y hasta loros

Recuerda Domingo Rodríguez en Pellagofio, edición de noviembre de 2013 de La Provincia que «En la escuela de nuestra infancia aprendíamos que, además de Ifni y el Sáhara, España poseía en África las denominadas provincias de Fernando Poo y Río Muni, colonias que con el paso del tiempo pasarían a denominarse Guinea Ecuatorial. Y de allí, de la Guinea, llegaban maderas. Y cacao. Y café. Y aceite de palma. Y plátanos, cocos y piñas "porque son dos provincias de suelo fertilísimo"; nos decían los maestros. Y así lo señalaba, además, la Enciclopedia de Grado Medio, único libro de texto que utilizábamos en el grupo escolar (además del Catecismo, claro). Llegaban también muchos loros susceptibles de ser malcriados por chiquillos mataperros, capaces de enseñarles palabrotas y otras ordinarieces. No era raro observar cómo de un balcón o azotea salían los sonidos inconfundibles de los papagayos, adquiridos a cambulloneros, traídos como regalo o como recuerdo de la estancia en la colonia africana de muchos canarios que hicieron el servicio militar en aquella plaza. Como quienes aparecen en esta foto, entre los que se encuentra Tomás Pérez Sánchez, canario del Carrizal de Ingenio que cumplió parte de sus siete años de servicio militar en la antigua colonia española, viviendo el desarrollo de la guerra civil desde aquel lugar tan alejado del campo de batalla peninsular, donde fue testigo directo del hundimiento de la motonave Fernando Poo».