El "Fernando Poo (foto de la Cª Transmediterránea), visto desde la amura de babor y su famoso mástil en primer término. |
Desde la playa de Bata se podía divisar perfectamente el mástil de un barco cuando se producía la bajamar, que en aquellas latitudes es máxima, hasta el punto de dejar dos centenares de metros de arena al descubierto y poder circular por aquella improvisada pista de arena con un Land Rover. De noche era un espectáculo contemplar con las luces del coche el pulular de millares de cangrejos blancos que hormigueaban deslumbrados por la arena. En Bata estaba también destinado un tío segundo mío y justamente delante de su casa se podía observar aquel mástil mejor que desde cualquier otro sitio de la pequeña ciudad. Un buen día me contó la historia.
Nos remontamos a julio de 1936. La motonave “Fernando Poo” había sido botada en 1934, unía la Península con la colonia africana y era uno de los buques más modernos de la Compañía Transmediterránea. En los confusos momentos iniciales del Alzamiento la Isla y el Continente se situaron en bandos opuestos: Fernando Poo se alzó contra la República, mientras que Río Muni permaneció leal al régimen. El “Fernando Poo”, que se hallaba en el puerto de Barcelona, embarcó tropas y se dirigió a Guinea, pero al tener conocimiento del levantamiento en la Isla, se desvió hacia Bata y fondeó frente a la ciudad, puesto que en esta no había puerto por la escasa profundidad de su costa. Allí fue usado como prisión flotante, ingresando en sus bodegas aquellas personas sospechosas o declaradas desafectas a la República. El 14 de octubre se presentó frente a Bata el “Ciudad de Mahón”, también buque de la Compañía Transmediterránea, procedente de Las Palmas, con tropas rebeldes a bordo y artillado con un cañón a proa y otro a popa. A poco más de una milla el “Ciudad de Mahón” abrió fuego contra su compañero de flota, provocando un importante impacto en la línea de flotación. La dotación se puso a salvo, pero los prisioneros, entre ellos tres misioneros claretianos, se hundieron con la nave en aquellas aguas someras. Hasta 1951 se hicieron esfuerzos por reflotar el buque, pero las dificultades técnicas, el clima agotador y el constante peligro a que los buzos se veían sometidos por los tiburones obligaron a olvidar la empresa.
Pero aquel mástil, que con insistencia y rigurosa puntualidad surgía de entre las aguas con la bajamar, nos incitaba a hacer una incursión. Mi tío Luis era persona muy aventurera, aviador, hombre avezado en el bosque por su afición a la caza y con muchas horas de pesca submarina; además, para esta última afición poseía una lancha, que era el instrumento imprescindible para acercarnos a la tumba del “Fernando Poo”. Así fue como una buena mañana dispusimos todo lo necesario mi tío, una prima mía, Mariemi, y yo. Mariemi era una chica muy inteligente --actualmente enseña matemáticas en la Complutense-- y siempre me pareció muy guapa; habíamos pasado la infancia juntos, con mucha complicidad, en Cartagena y ahora nuestras vidas se volvían a encontrar en el corazón de África. Como el buque se hallaba en aguas poco profundas, la inmersión era a pulmón libre y no hacía falta botella de oxígeno, solamente gafas de buceo y tubo.
Con esta sana intención nos dirigimos en unos minutos al lugar del naufragio y echamos el ancla a unos veinte metros de distancia. En aquellas aguas tranquilas y sumamente limpias se divisaba claramente la estructura del “Fernando Poo” desde la superficie. Pero fue al introducirnos en el mar y comenzar la aproximación cuando un estremecimiento recorrió mi cuerpo de pies a cabeza: la visión cuasi fantasmal del pecio hundido era un espectáculo que ya no podría olvidar jamás. Aquellos 150 metros de eslora y 9.000 toneladas de obra muerta estaban ligeramente recostados sobre la amura de babor en un fondo arenoso y en sus bodegas aún se hallaban los cadáveres de los prisioneros que con él se fueron a pique. A su alrededor un nutrido coro de peces tropicales de diversas especies y tamaños parecían danzar lenta y acompasadamente con un ritmo difícil de descifrar; los más atrevidos entraban y salían por cualquier orificio de la nave. Los ojos de buey, por donde en otro tiempo los pasajeros reconocían el exterior, permanecían oscuros, inertes, sin vida. Realizamos un recorrido a todo lo largo del buque, interesándonos especialmente por la cubierta y lo que fuera el puente de mando, ahora con el cristal roto y los peces nadando por su interior; delante, el famoso mástil que se oteaba desde la playa. De vez en cuando subíamos a respirar aire sin el tubo y despojarnos por unos instantes de las gafas de buceo y lo hacíamos apoyando nuestros pies en la barandilla del navío, que quedaba casi en la superficie. En la última inmersión nos acercamos por la amura de estribor a la que fuera cubierta de paseo del barco, lugar por el que tantos pasajeros pasearon sus ilusiones, sus esperanzas en una nueva vida en la colonia o, por el contrario, donde contaban los días que faltaban para llegar al destino en la Península y poder abrazar a sus seres queridos.
De manera abrupta, repentina y casi sin percatarnos, la presencia de un tiburón martillo, que empezó a curiosear y a interesarse por nuestra presencia, puso fin a la inmersión. De manera lenta, aunque sin pausa, nos fuimos alejando del “Fernando Poo” y dejando que el escualo ejerciese su reinado sobre aquellas aguas. Antes de subir a la lancha eché una última mirada a aquel fascinante pecio gigante, que en su día fuera el orgullo de la Compañía Transmediterránea, construido para flotar, y que con menos de dos años de navegación yacía sumergido para siempre en el fondo de la costa africana.
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