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martes, 13 de febrero de 2018

Gonzalo Carrillo Riera y José López García en la celda de los abogados

Recoge Javier Rodrigo en La guerra fascista. Italia en la Guerra Civil española, 1936-1939 que Queipo de Llano «declara ante la legación italiana en noviembre de 1937 que tras la guerra los españoles no se convertirían, y que en consecuencia había "que librarse de esta gente. Hay que seguir fusilando, o crear grandes campos de concentración en las Canarias o en Fernando Po [sic]"». Pese a ese explícito posicionamiento, no se llegó a construir un gran campo de concentración en Fernando Poo. Se recurrió, esos sí, -como veíamos en Gran palabra tienen los blancos- al confinamiento de la  población autóctona en Annobón, mientras los colonos desafectos al golpe de Estado acabarían en el campo de concentración del viejo lazareto de Gando, en Canarias.

Precisamente en "Cuadros del penal: memorias de un tiempo de confusión", Juan Rodríguez Doreste comparte su vivencia de reclusión en una celda del campo de concentración del viejo lazareto Gando con dos de los represaliados de la Guinea republicana, Gonzalo Carrillo Riera y José López García:

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"Llevábamos algunos meses en Gando cuando llegaron los detenidos en la Guinea española, que procedían de la isla de Fernando Poo y del territorio del Río Muni, a los cuales se habían incorporado los tripulantes capturados del vapor de la Compañía Trasmediterránea, llamado precisamente el Fernando Poo, hundido en las aguas del puerto de Bata. Eran aproximadamente unos ciento cincuenta en total, entre tripulantes y coloniales. De los primeros salieron las bajas más importantes que causó la expedición conquistadora."

 EL CUARTO DE LOS ABOGADOS

"... Nos destinaron, pues, a una habitación del piso bajo de la planta A, con una pequeña ventana al patio, y allí nos encerraron, prohibiéndonos toda clase de comunicación con los restantes presos, a los cuales también se les vedaba acceder a nuestro cobijo. Solo podíamos salir para ir a los retretes y duchas y a las diarias formaciones del ritual: comidas, bandera, cantos y discursos. Los confinados fueron, al principio, los siguientes: Luis Fajardo Ferrer, abogado y ex-alcalde de Las Palmas, Nicolás Díaz-Saavedra y Navarro, abogado y ex-gobernador civil interino, Emilio Valle Gracia, abogado y ex-secretario del Cabildo Insular de Gran Canaria, Raimundo Díaz Suárez, abogado, ex-inspector provincial de Emigración, Jacinto Alzola Cabrera, abogado, Luis Benítez Inglott, ex-letrado consistorial de la ciudad y el autor de estas narraciones, exfuncionario técnico de la Junta Provincial de Carreteras. Breve tiempo después se incorporaron Gonzalo Carrillo Riera, abogado, procedente de la Guinea española y José López García, también abogado, pero que ocupaba al ser detenido la Jefatura de Policía de Bata, en el territorio del Río Muni. (...)

Imagen del campo de concentración del Lazareto de Gando en Gran Canaria
(Cortesía de Fernando Caballero Guimerá).
En "Los campos de concentración de Franco" de Carlos Hernández de Miguel.
La llegada de los dos nuevos huéspedes de Guinea alteró un poco la calma monocorde de nuestras horas. Gonzalo Carrillo, vivo, hablador, ocurren te, con labia de andaluz, de familia riojana, había nacido casualmente en Las Palmas y se titulaba en broma, con mote taurino, Chiquito del Puerto. Introdujo en nuestros diálogos temas inéditos: los problemas de la colonia y de la negritud —aunque todavía Leopoldo Senghor no había acuñado el término— la narración de las aventuras de su frustrada fidelidad republicana, etc. Pero, sobre todo, los inagotables comentarios de su entrañada taurofilia. Tenía en aquellos años facha y hechura de torero: alto, espigado, estrecho de caderas, piernilargo. Lo menos taurino era su traza epidérmica, rubia y pálida, con blancura que la larga reclusión había acentuado hasta términos de transparencia. Yo había sido algo aficionado a la fiesta nacional. En mis tiempos de estudiante conviví con un señorito andaluz, tronado, borrachín a salto de mata ca da vez que pillaba un duro, de fluyente simpatía, que había frecuentado cape as y becerradas, y que con una toalla, ayudada en su caso por una pata de silla desvencijada a guisa de estoque, me enseñó prácticamente todas las suertes del toreo, de capa y muleta: verónicas y medias verónicas, gaoneras, chicuelinas, molinetes, pases naturales y de pecho, ligados, ayudados por alto y bajo, etc. Y las suertes de matar, recibiendo, al volapié, la estocada tendida, hasta las cachas, etc. Gonzalo Carrillo, que también había toreado becerrillos, completó mi erudición. Llegué a saber los nombres de los mejores diestros y sus especialidades. Entonces era rey de los ruedos El Niño de la Palma, rondeño de estilo y naturaleza, padre del que después fuera el grande y famoso matador Antonio Ordóñez. Me instruí también entonces en las características de las distintas escuelas, cada una de las cuales ha poseído un astro mayor, suerte de pontífice, revestido de específicas cualidades que son como la pauta ideal, la escala valorativa, raramente alcanzada en las cimas de la perfección, de las ha zañas de los respectivos epígonos: el toreo alegre de Joselito, el estatuario de Belmonte, el de fugaces ráfagas geniales de Rafael El Gallo, el temerario de Granero,etc. etc. Carrillo casi acabó haciendo torear a todos los abogados de su cuarto. Su contagiosa jovialidad, la gracia de sus imitaciones y caricaturas, porque era certero y suelto dibujante, nos desarrugó muchas veces el ceño en aquellos meses en que los desalentadores reveses de nuestra causa en el exterior se sumaban a las incomodidades y molestias de nuestro estado.

Otro inesperado motivo de distensión de nuestros ánimos nos lo vino a proporcionar la presencia entre nosotros de ese segundo letrado, procedente de Guinea, oficiante de policía, que antes nombré: el pintoresco, inefablemen te pintoresco, José López García. Era el único, entre todos nosotros, a quien, por tácita conformidad, nunca le apeamos el don ceremonioso. Ni a Fajardo, en razón de su edad, saber y prestigio, pues fue de los hombres de más fina y aguda inteligencia que he conocido, auténtico maestro del derecho, ni a Nicolás Díaz, tan serio y tan señor en todo momento, jamás descompuesto, ni a Emilio Valle, el de más edad entre los confinados, que comenzó vacilante y atemorizado para acabar tan firme y consistente como el primero, ni a Salva dor Gil, bromista impenitente, a ninguno, en fin, de los restantes lo tratamos jamás con el miramiento, teñido de ironía, con que distinguíamos a don José. Don José era todo un personaje de sainete. Había estudiado derecho, opositado al Cuerpo de Policía y ganado en su escalafón rápidos ascensos, no sé si por su título universitario, por sus años o sus indiscernibles méritos. Se había casado, según nos refería, con una señora que fue la primera abogada de España, apellidada Bonilla, si mal no recuerdo, y que durante la República desempeñó la Secretaría del Tribunal de Garantías Constitucionales que presidiera nuestro ilustre paisano don José Franchy y Roca. La señora Bonilla debió estar del marido hasta las narices. Buscó un mapa de la nación con sus colonias, y descubrió que el puesto de Jefatura de Policía más alejado de la metrópoli se situaba en Bata. So pretexto de que era un cargo bien remunerado, consiguió trasladar allí a su esposo, poniendo entre ambos muchos miles de leguas marinas, pues todavía eran azarosas e irregulares las comunicaciones aéreas con las posesiones de Guinea. Don José atesoraba varias manías que hicieron nuestras delicias. La primera era la del orden, la simétrica y ordenada colocación de las pertenencias de cada cual. Nos habían hecho los carpinteros un estante pequeño de dos baldas donde guardábamos las limitadas provisiones que complementaban el rancho: unos pocos huevos, alguna lata de leche condensada, algún paquete de chocolate. Don José nos asignó un número a cada uno de sus compañero de cuarto y se complacía en poner con lápiz o tinta, según los casos, el número correspondiente al propietario a todos los alimentos de su respectiva pro piedad. De este modo yo no podía comerme los huevos de Jacinto ni Raimundo podía sorber, por el agujero de la lata, la leche de Emilio: el orden policíaco llevado a la menestra...."

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