Recoge Javier Rodrigo en
La guerra fascista. Italia en la Guerra Civil española, 1936-1939 que Queipo de Llano «declara ante la legación italiana en noviembre de 1937 que tras la guerra los españoles no se convertirían, y que en consecuencia había "que librarse de esta gente. Hay que seguir fusilando, o crear grandes campos de concentración en las Canarias o en Fernando Po [sic]"». Pese a ese explícito posicionamiento, no se llegó a construir un gran campo de concentración en Fernando Poo. Se recurrió, esos sí, -como veíamos en
Gran palabra tienen los blancos- al confinamiento de la población autóctona en Annobón, mientras los coloniales desafectos al golpe de Estado acabarían en el
campo de concentración del viejo lazareto de Gando, en Canarias.
Precisamente en "
Cuadros del penal: memorias de un tiempo de confusión", Juan Rodríguez Doreste comparte su vivencia de reclusión en el penal de Gando con los represaliados de la Guinea republicana:
LOS PRESOS COLONIALES
Llevábamos algunos meses en Gando cuando llegaron los detenidos en
la Guinea española, que procedían de la isla de Fernando Poo y del territorio
del Río Muni, a los cuales se habían incorporado los tripulantes capturados
del vapor de la Compañía Trasmediterránea, llamado precisamente el Fernando Poo, hundido en las aguas del puerto de Bata. Eran aproximadamente
unos ciento cincuenta en total, entre tripulantes y coloniales. De los primeros
salieron las bajas más importantes que causó la expedición conquistadora.
Los funcionarios y la guarnición militar del continente, reducida ésta
prácticamente a unas milicias que tenían más carácter de gendarmería civil
que de unidad castrense, se mantuvieron fieles al gobierno legítimo por espacio, poco más o menos, de tres meses. Suspendido el contacto y la comunicación regular con la Península, en espera de una inminente sofocación del levantamiento, en la que todos confiaban al no triunfar en los primeros días la
vasta conjuración, aquellas gentes decidieron aguardar pacientemente el que
estimaban cercano desenlace. El único acto que pudiera tildarse de rebeldía,
aunque realmente no lo fuera en sus especiales circunstancias, fue la decisión
unánime de los tripulantes del Fernando Poo de negarse a zarpar con rumbo a
Europa, dejando el barco fondeado en aguas de Bata, en la Guinea continental, hasta que el horizonte político se aclarara. Su pecado mayor, tan ingenuo
como contraproducente, fue detener a unos cuantos misioneros, que estaban
esparcidos por el interior, y concentrarlos en el Fernando Poo, convertido en
parcial prisión militar, bastante diferente por comodidades y trato al inmundo
pontón en que fueron encerrados los presos políticos de Tenerife hasta que se
trasladaron a la prisión de Fyffes. El gobierno nacionalista decidió, por razones de prestigio exterior, rescatar aquellos territorios y encomendó la misión
al Gobierno militar de nuestra provincia. Se requisó y se artilló conveniente
mente el vapor Ciudad de Mahón, que prestaba servicios entre las islas, se
reclutó un batallón que se llamó de voluntarios canarios,en el que se inscribieron hombres jóvenes y maduros a quienes no agradaba la adhesión directa
al falangismo, y en los primeros días de octubre la expedición puso proa aventura. Se rumoreó entonces que la partida se estuvo difiriendo hasta
comprobar que el Blas de Lezo, unidad de guerra naval fiel al gobierno republicano, abandonaba las aguas guineanas donde estaba apostado.
En la crónica histórica, que la prensa local relató a través de literatura
tan ditirámbica como altisonante, fueron presentadas la conquista y la ocupación como una epopeya heroica. En realidad hubiera podido ser calificada de
episodio de opereta —más de seiscientos hombres, entre los cuales figuraba un
Tabor moro de Tiradores de Ifni, un batallón de voluntarios uniformados, artilleros, médicos, etc. para reducir a un puñado de aparentes rebeldes que no
disponían ni de una sola ametralladora— si no hubiese costado a los vencidos
el tributo de numerosas vidas, y a los expedicionarios cinco desaparecidos en
el mar, al ladearse inesperadamente el casco del buque Fernando Poo, cuando
ya se encontraban a bordo numerosos voluntarios que lo creían definitiva
mente estabilizado. De los tripulantes que perecieron, unos se ahogaron al tratar de ganar la orilla a nado, otros fueron ametrallados en la lancha en que
huían desde una falúa que el Ciudad de Mahón desplazó para perseguirlos.
Pocos pudieron escapar alcanzando, a través de los bosques, la frontera del
Camerun. El navío artillado conminó a rendirse al Fernando Poo. Al no acceder la tripulación, le disparó varios cañonazos, uno de los cuales abrió un
boquete en la banda de estribor. El barco se escoró y quedó totalmente acostado. El resto de la epopeya fué un sencillo y marcial paseo. Ingresaron en la
prisión todos los funcionarios en activo, los supervivientes del barco hundido,
y unas cuantas personas más, caracterizadas en la colonia por un republicanismo más o menos tibio, pero desde luego nunca muy extremado y ardoroso.
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Imagen del campo de concentración del Lazareto de Gando en Gran Canaria
(Cortesía de Fernando Caballero Guimerá).
En "Los campos de concentración de Franco" de Carlos Hernández de Miguel. |
Lo que sí resultó ardoroso fue el largo encierro. Amontonados en unos
barracones, en condiciones climáticas tan desfavorables, con servicios higiénicos y sanitarios apenas elementales, desprovistos de ejercicio y de adecuada
alimentación, la salud de los presos comenzó a quebrantarse, su estado físico
a descaecer visiblemente. Y así un día aparecieron por Gando, derrotados, pálidos, con evidentes señales del estrago corporal que les había causado una
reclusión que lindaba en infrahumana. Constituían un buen contingente, muy
heterogéneo de composición, pero muy homogéneo en la solidaridad, en el
buen espíritu. Venían funcionarios caracterizados: el tesorero de Hacienda, el
jefe de Correos, el jefe de la Policía gubernativa, el comisario López García,
pintoresco personaje, realmente detenido por error, pues no era ni chicha ni limonada, dependientes de la Curaduría, algunos profesionales, cultivadores y
finqueros, escritores, un excelente poeta, etc. y la totalidad de la tripulación del Fernando Poo, desde el capitán, pundonoroso marino, que fue de los primeramente liberados, al cocinero mayor, el inolvidable Juan Mas, que a fuerza de ingenio culinario logró tornar ligeramente más apetecibles aquellas
equívocas cocciones que nos servían bajo especie de rancho.
Evoco el grupo de los coloniales, como les llamábamos, con particular
simpatía. Compartí el alojamiento, primero, con Gonzalo Carrillo, abogado,
pintor y caricaturista, y después, con Francisco Hinestrosa, alto funcionario
de Hacienda, que era también excelente retratista. Los tres nos reunimos hasta
nuestra liberación en el memorable cuarto de la pintura que en el último año
de nuestra odisea fue algo así como la Academia del Penal, en estricto sentido
ateniense. Algunos de ellos al salir se establecieron en nuestra isla, se casaron,
también fueron otros tardíamente repuestos en sus escalafones oficiales, por
que a todas aquellas personas honorables solo podía reprochárseles una con
ducta de limpia lealtad, que a los ojos de los insurgentes podría ser reprobable, pero que en el juicio inapelable de la historia, en la balanza de la justicia, debe pesar como auténtica virtud. Para su ventura los coloniales llegaron
cuando se vivían las últimas jornadas de la vesania punitiva y se iniciaba el
deshielo, como diría Ehremburg a propósito del período poststaliniano en la
Rusia soviética. Todavía alcanzaron algunos coletazos, vieron partir a los últimos condenados a muerte. Sufrieron por ello también como nosotros los canarios, porque supieron fundirse de modo espontáneo en la misma anhelosa
expectación y en el mismo irremediable dolor, la injusta inmolación de
aquellos compañeros que sellaron con su sangre la inmerecida represión que
sufrió el pueblo de nuestra isla, que ni antes de nuestra guerra, ni en su inicio,
ni en su curso, desmintió con un solo hecho su tradición secular de tranquilo,
pacífico y tolerante.