Es cierto, no se trata de la guerra civil y sus consecuencias en el territorio ecuatorial.
Sin embargo, ¿quién mejor que Juan Goytisolo permite conocer el entramado social del país?:
Un fragmento de Fiestas
Frente al Depósito de Hielo
había una docena de barberos y se sentó en un tonel, esperando turno. Como no
había comido en todo el día se sentía muy débil y cerró mansamente los ojos,
mientras lo enjabonaban. Todavía soñó en su mujer y en Juanita. El barbero le
despertó de una palmada e hizo que se contemplase en el espejo. El Gorila le
dio dos pesetas y se encaminó hacia el quiosco. Allí se compró un kilo de pan y
una libra de arenques ahumados. El hambre le había impregnado progresivamente
de abulia y sintió de golpe una inmensa necesidad de confesarse. Atemorizado,
escapó con el paquete bajo el brazo en dirección a la escollera. Antes de
atravesar la plazoleta en donde daba la vuelta el tranvía, sintió que alguien
corría tras él y se volvió con el rostro congestionado: era Pipo, el precoz,
inteligente y querido Pipo, y lo abrazó sin poder contener casi las lágrimas.
-Una
vez, hace algunos años, en la época en que me llamaban todavía señor Gorila
(pues aunque me veas ahora tirado como una colilla, llegué a ser patrono de un
bar y toda la clientela me llamaba señor Gorila), se me ocurrió la idea de
marcharme de casa. Fue durante los últimos meses de la guerra. Aquella zona
estaba infestada de submarinos alemanes y no podíamos alejarnos por orden de la
Comandancia. Total: que la pesca era escasa y el oficio no daba para vivir.
Para salir de apuros decidí cortar madera en África. Mi padre era amigo de un
importador de Fernando Poo, que me proporcionó empleo en un barco. Y me
embarqué, dándomelas muy felices, sin sospechar siquiera lo que iba a pasarme.
(Pues cuando sales de casa
sabes muy bien lo que dejas, mientras que, al volver, ignoras qué encontrarás
y, sobre todo, cómo lo encontrarás: si tu mujer se habrá ido con otro; si,
durante tu ausencia, habrá tenido un bastardo.)
-En Fernando Poo trabajábamos
en una factoría maderera, yo y otros doscientos hombres. Casi todos negros.
Sólo cuatro andaluces y yo éramos blancos. Nosotros cobrábamos doble sueldo que
los negros y dormíamos en barracones aparte. A las dos semanas me hicieron
capataz.
-No sé por qué, el ingeniero
me había tomado cariño y me encargó que vigilara el trabajo los días en que él
no iba. “Tarzán de los monos”, me llamaba. Pues los blancos andábamos también
medio desnudos y parecíamos más negros que los bubis. Yo llevaba un casco de
misionero y el látigo que dan a los responsables para asustar a los negros.
Aunque, si quieres que te diga la verdad, nunca llegué a emplearlo. Los pobres
vivían muertos de miedo y me obedecían con sólo mirarles. Hubo uno que se pasó
la tarde entera cargando troncos, sin atreverse a decirme que estaba herniado.
Me llamaban “massah”, que quiere decir señor, y, a los pocos días, me
ofrecieron una “mininga”.
-“Miningas” es como se llaman
allí a las muchachas. Cuando son mocitas los padres las alquilan a los blancos;
ellas lavan, cosen, planchan, preparan la comida y se acuestan contigo siempre
que se lo mandas. Yo pagaba por la mía un duro diario y, la verdad, no tuve
nunca motivos de queja. Lu-Baba (se llamaba así) me fue ofrecida por su
hermano: a él le pagaba al principio de cada mes ciento cincuenta pesetas y con
él tenía que entendérmelas si algo no marchaba. (Allí las mujeres no pueden
discutir y deben obedecer a todo lo que se les ordena. Conozco el caso de una
que, por no querer acostarse con su hombre, su padre la mató a bastonazos.)
-Lu-Baba era más mansa que un
cordero, y los once meses que vivimos juntos se esforzó en hacerme la vida
agradable. Era muy bonita (entre las negras hay mujeres espléndidas); tenía la
cara fina, los ojos grandes, los pechos puntiagudos (iba siempre desnuda de
cintura para arriba) y los brazos redondeados. Durante el día se quedaba en mi
choza, limpiándomela (pues allí las cosas se ensucian a los cinco minutos:
cuando llueve, el agua filtra por todas partes; si hace calor, aparecen
mosquitos, tarántulas, escorpiones. Ellos ya están acostumbrados; aunque se
encontrasen la cama llena de culebras, creo que no se tomarían el trabajo de
sacarlas).
-A veces, mientras estaba en
la factoría, venía a traerme algún refresco y se quedaba mirándome en un
rincón, hasta que me lo bebía. Y todas las noches dormía abrazada conmigo y se
ponía muy triste cuando la sacaba de la cama.
-Si te he de decir la verdad,
Pipo, acabé por tomarle cariño.
-Lu-Baba era fiel,
trabajadora, limpia. Jamás tuvo una discusión conmigo ni necesité regañarla
siquiera. Me bastaba mirarla a los ojos y ella adivinaba en seguida lo que
quería. Era como un animalito: un animalito listo que se desvivía por
agradarme. No sabía hablar español, pero gruñía, reía y ronroneaba igual que un
gato. Un día se me ocurrió explicarle la historia de mi vida en dibujitos y a
ella le gustó tanto la idea que luego me perseguía siempre con la libreta y el
lápiz. Otras veces me entretenía hablándole en español, como hacemos con los
animales. “Te voy a partir las costillas, Lu-Baba”, le decía; pero ella creía, por
mi sonrisa, que le decía algo cariñoso y venía a acurrucarse a mis pies para
que la acariciara. En cambio, le decía con voz muy seria: “Me gustaría vivir
siempre contigo” y ella, entonces, inclinaba la cabeza y se iba.
-Oh, pero no creas que se
dejase engañar fácilmente; Lu-Baba no tenía un pelo de tonta. Un día me enseñó
un dibujo que había hecho mientras trabajaba: yo, con mi casco, mi bigote y mis
tatuajes; ella, con una capa que le llegaba hasta los pies y el pelo lleno de
lazos; y, en medio, otro como yo, pero de color negro, cogiéndonos de la mano.
Al comprender su significado rompí el dibujo y Lu-Baba, la pobrecilla, se pasó
la noche llorando. Desde entonces perdió afición a las historietas y, aunque
sonreía si le enseñaba alguna, me di cuenta de que lo hacía para agradarme.
-Entretanto yo iba ahorrando
tela para volver a Canarias. En once meses, casi veinticinco mil. De vez en
cuando enviaba a mi mujer un sobre con dinero y esperaba regresar para
entregarle lo que tenía y poderle comprar ropa en Tenerife. Aunque ella no
escribía nunca, yo no me preocupaba. Eso de escribir es para gente que tiene
cosas que decirse; pero, dos desgraciados como ella y yo, ¿qué íbamos a
contarnos? Si no sabemos ni hablar decentemente, ¿a qué perder el tiempo
echándonos flores? Los que han nacido brutos, brutos son. Por mucha cultura que
se les meta en la cabeza, continuarán siendo animales. Eso me decía yo. Y,
aunque mi madre tampoco daba señales de vida, no di a su silencio ninguna
importancia.
-Hasta que un día me vino la
nostalgia de mi tierra y sentí la necesidad de regresar. Hablé con el patrón
(don Enrique Miranda Tubau se llamaba). No quería dejarme ir. Estaba contento
de mí y me ofreció un aumento; pero yo sólo pensaba en mi hija y mi mujer
(ojalá le hubiese hecho caso, a estas horas sería jefe de capataces y me habría
convertido en propietario) y, en vista de ello, habló con un empresario belga
del Congo y me encontró plaza de palero en un barco mercante.
-Faltaba tan sólo por resolver
la cuestión de Lu-Baba. El día antes de mi partida fui a un almacén de Santa
Isabel y le compre un traje de colores. Cuando llegué a casa se lo entregué,
dándole a entender que era un regalo, pero ella no quiso aceptarlo. “Mucho
dinero”, dijo (pues, últimamente había aprendido algunas palabras). “Dinero -dije yo- para Lu-Baba.” Ella entonces empezó a reír de contenta y se lo puso
delante de mí. Le caía chico, tú: la falda le quedaba encima de las rodillas,
la blusa apenas le cubría los pechos, pero le daba igual. Nunca había tenido ningún
vestido y se debía creer no sé qué… Al ver que yo reía se puso mi sombrero de
paja y empezó a ir de un lado a otro, moviéndose como un animalito.
-Estaba tan alegre que creí
que, cuando le dijese que me iba, no se entristecería demasiado. “Me voy —le expliqué
haciéndola sentar a mi lado—, me voy a España.” Ella no me entendió o hizo como
que no entendía. Entonces cogí un lápiz y un papel. "Hombre-bigotes -dije- se
va en barco. Lu-Baba se queda en tierra". Creyendo que me iba en uno de los
barquitos fluviales corrió a prepararme un envoltorio con comida. Yo la hice
sentar y le enseñé un nuevo dibujo: "Isla pequeña: Fernando Poo. Tierra grande:
España. Hombre-bigotes y Lu-Baba están en Fernando Poo. Yo tomo barco y me voy
a España".
-Como tampoco daba señales de
comprender empecé a recoger mis cosas y las metí en el baúl. Lu-Baba me ayudaba
cantando y me alegré de que fuese así. "Lu-Baba lista -dije-. Lu-Baba buena
chica". Aunque no podía entenderme le expliqué que la echaría mucho de menos y
que, si volvía de nuevo por Guinea, la tomaría otra vez por mujer. "Lu-Baba
encontrará otro hombre-bigotes —le conté—. Lu-Baba volverá a ser feliz".
-Como el barco atracaba de
madrugada preferí quedarme despierto. El patrón me había regalado un barrilito
de whisky y me lo fui bebiendo poco a poco. Lu-Baba tampoco tenía sueño y no
quiso echarse en la cama. Al ver que bebía se puso muy intranquila y se
acurrucó a mis pies, sin atreverse a mirarme. La habitación se había llenado de
mosquitos y encendió fuego para alejarlos. Al volver a tenderse, me agarró
fuertemente la mano y la apretó contra su pecho. Cuando dieron las dos me
encaminé hacia el puerto con el baúl al hombro. Lu-Baba me seguía detrás,
tropezando por culpa del vestido. Al llegar al muelle, el barco había atracado.
Entregué mi documentación al oficial y unos negros subieron el baúl a bordo.
-Era la hora de partir. Me
volví hacia Lu-Baba y le dije: "Adiós, Lu-Baba". Ella me miró sin comprender.
No le cabía en la cabeza que pudiese irme solo e imaginaba quizá que iba a
llevarla a España. O tal vez creía que bromeaba y se esforzó en sonreír. Pero
sus ojos brillaban de terror y bajé la cabeza avergonzado.
-Todo el mundo había subido a
bordo y no faltaba más que yo. "Adiós -volví a decir-. Me voy a España". Ella
no se movía aún (como aguardando un milagro). Y al ver que me embarcaba, dio un
grito y se tiró al agua vestida.
-Yo la había llegado a querer,
Pipo; y lo más probable es que, de no llevar tanto whisky encima, en lugar de
dejarla allí hubiese vuelto a tierra, a su lado. Porque Lu-Baba me quería de
verdad, ahora me doy cuenta, y no la mujer que tenía en Canarias. Si hubiese
sido un poco listo me habría quedado en Fernando Poo con ella o la habría
llevado a España conmigo. China o negra, qué más da. Lu-Baba era trabajadora y
fiel, y esto es lo que yo necesitaba.
-El viaje duró catorce días.
Cuando fondeamos en Amberes era media mañana y el capitán dio un permiso de
veinticuatro horas. Yo salí a dar vueltas por la ciudad vestido así, tal como
voy ahora y, no sé qué pasaba, la gente se volvía a mirarme. Hablaban en
francés, qué sé yo, en flamenco, crik, crak, como si trituraran clavos. Un
marino amigo mío me acompañó al barrio de las mujeres y, cuando entré en él,
retrocedí, creyendo que me había equivocado.
-La calle estaba llena de
vitrinas iluminadas con luces de colores y dentro de cada vitrina había una
mujer elegantísima, sentada en un salón. Ay, caray. Me apoyé en la esquina con
los brazos cruzados y me puse a reflexionar. Luego empecé a caminar poco a
poco, mirándolas de una en una y, aunque muchas me hacían señas con la mano, no
me atreví a entrar. "No, no es posible", pensaba: "esas damas no pueden ser
mujeres de la vida". Y, como un tonto, rebotaba de una acera a otra,
contemplándolas, cada una iluminada por una luz diferente, encerradas detrás de
las vitrinas, como sirenas dentro de un acuario.
-Eran señoras, Pipo,
auténticas señoras, vestidas con trajes ceñidos, como artistas de cine. Tu
hermano las iba mirando una tras otra y se rascaba la cabeza como un tonto.
¡Volvedme a bordo que me mareo!… Hasta que una abrió la puerta y me hizo entrar
en su casa. Entonces comprendí que no me confundía y empecé a mugir como un
toro, mientras la mujer se moría de risa y me decía cosas en su idioma. Cuando
salí estaba excitado aún y me fui con la mujer de al lado. Y luego con la
siguiente. Y así me hubiera pasado la vida si, de mañana, no llega a salir el
barco.
-Te he contado todo eso para
que veas que no pretendo hacerme el mártir y que no doy a mi mujer las culpas
de lo ocurrido. Cuando un hombre está sólo si va con una amiga, dos, tres, o
las que quiera, no destruye a la familia ni hace daño a nadie. Pero qué caray,
una mujer es una mujer; si el marido está ausente, tiene la obligación de
aguardarlo.
-Llegué, pues, al pueblo,
ignorante de lo que sucedía y en seguida vi que la gente me miraba de modo
raro. "Hola, señora Lola". "Hola, Gorila". "¿Qué tal la salud, desde que me
fui?" "Ya ves, tirando". Y cada vez que preguntaba por la Josefa o por la niña,
nadie quería contestarme… La casa donde vivíamos estaba en las afueras. Una
casa pequeñísima, no te vayas a creer… Yo iba cargado con el baúl, saludando a
todo el mundo: "Hola, Antonio", "Hola, Trinidad".
-Por un momento pensé que mi
padre había hecho una estafa. Como manejaba el dinero de la Cofradía y siempre
le ha gustado jugar… Llego a casa y la encuentro cerrada. Pam, pam. Silencio.
Las persianas bajas, la puerta cerrada con candado. Pam, pam, pam. Nada. Al
lado vive la tía Marina y voy a ver qué pasa: “Hola, tía Marina”. “¿Qué tal,
Gorila?”, contenta porque me quiere mucho. “Ya lo ves, de vuelta.” Como ella no
dice nada le pregunto: “¿Y mi mujer? ¿No está en casa?” Ella pone una cara muy
rara. “No -dice-, no vive ahí.” “¿Ah, no? -digo yo-. ¿Dónde vive?” Y ella se
echa a llorar: “Pregúntaselo a tu madre”.
-Otra vez en la calle, con el
baúl a cuestas. Continuaba caminando, pero ya no sabía qué me hacía. Calle
Progreso. Calle Guimerá. Cuando llego mi madre empieza a dar gritos: “¿Qué coño
pasa?”, digo yo. “Una desgracia -me dice-, una gran desgracia.” Y una vez
dentro me lo cuenta todo: “La Josefa se ha liado con tu hermano”.
»Con mi hermano, fíjate. Yo,
que durante un año me había partido los riñones en Guinea para traerle veinte
mil pesetas de regalo, me la encuentro liada con Primitivo. Y es que las
mujeres, Pipo, son peores que las gatas. Cuando ella estuvo enferma me tiré una
noche más de sesenta kilómetros en bicicleta para buscar un médico y encima le
di yo no sé cuánta sangre. Desde que nos casamos, no había mes, por pobre que
estuviera, que no le hiciera algún regalo: “Gorila, cómprame eso”, “Gorila,
necesito aquello”, y yo, dale que dale, como un tonto, comprando. Y así me lo
pagaba.
-No podía tenerme en pie, te
lo juro. Mi madre, al ver qué cara ponía, la pobre, daba gritos: “No te
pierdas, Gorila, no te pierdas. Déjales que se pudran”. Me preparó de comer:
unas chuletas de cordero con maíz hervido. Luego me arregló la cama del cuarto
de arriba. Durante toda la tarde estuve tumbado allí, para tranquilizarla. A la
noche, cuando ya estaba más sereno, bajo. “No, no -me grita ella-. No salgas,
hazlo por mí.” “Quita —le digo—. No voy a buscar pelea. Sólo voy a la playa un
poquito porque quiero ver mi barca.” Y no hago más que llegar y verla, cuando
¡zas!, no sé lo que me pasa y me pongo a llorar como un chico…
-De haber sido capaz de
razonar, me habría largado de las Islas; pero no sabía lo que me hacía. Andaba
como loco (tan sólo topé con la niña un día: la criatura tenía entonces cinco
años y, al verme, me amenazó con la mano: “Papa feo -dijo-, papá malo”, lo que
le había enseñado su madre, claro). Pero el golpe me había alcanzado de pleno
y, tarde o temprano, su efecto debía manifestarse. Pues todo lo que nos hace
daño alguna vez se queda dentro y sale cuando menos lo pensamos. Y a veces son
inocentes quienes pagan, en lugar de pagar los culpables.
-Total: que de la noche a la
mañana me vi convertido en asesino, fichado por la policía, y desde entonces,
voy de un lado a otro, tirado como una colilla, sin poderme acercar a Canarias.
-Tú me conoces bien, Pipo, y
sabes que no te engaño. El Gorila puede ser un borracho, un mujeriego y un
perdido, pero asesino, nunca. Yo he sido siempre un hombre de orden, de
derechas. En mi vida he matado a una mosca. Y, si era incapaz de tocar un pelo
a mi mujer aun después de lo ocurrido, ¿cómo pude matar, si no es porque estaba
loco, a un hombre que no me había hecho ningún daño?
-Pues el Gorila no mata a
nadie, policía o no policía, porque le llame la atención cuando está con una
conocida en la playa. El Gorila no es un criminal. En aquel momento estaba
chiflado y no sabía lo que me hacía. Y, cuando me di cuenta, era demasiado
tarde.
-De modo que no tuve más
remedio que huir y engancharme en la Legión francesa. Habría podido quedarme
allí, pero esas cosas que ocurren: me entró la nostalgia de España. Hasta que
un día, hace dos años, deserté, y aquí estoy: esperando que me atrapen.
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