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martes, 14 de octubre de 2025

La leyenda del cabo

Hubo un tiempo en el que Arturo Pérez-Reverte, el enfant terrible de las letras ibéricas fue enviado especial del diario Pueblo. «Cuando estaba en el diario Pueblo me iba a África, pasaba allí dos meses y a la vuelta decía: "Mira, tengo esto", y lo ponían en primera. Pero eso se acabó». De ese período quedan las crónicas "Guinea Ecuatorial: ahora o nunca" y un rosario de relatos propios y ajenos, que -tal vez- algún día se puedan leer en un único tomo...

Precisamente nos respondía recientemente a nuestra petición de relatos y anécdotas malabenses:


Pero inmisericorde a los pedidos de sus seguidores, no nos contó ninguna (ni del cabo Salomón, ni de su amigo Charlie. Aunque lo de Charlie sería otra entrada).

¿Os damos un adelanto? Sólo una muestra, porque no dudamos que el cabo Salomón da mucho juego:

Empecemos por el contexto:

Una lluvia torrencial cae sobre el aeropuerto de Malabo. El calor de los trópicos, a un par de grados de latitud norte del ecuador, hace brotar del suelo un vapor húmedo que se mete por todas partes...

Y con esa escenografía, introducimos al personaje del cabo, de cuya catadura moral ya nos prevenía Pérez-Reverte en Sobornando, que es gerundio:

(...) en mis tiempos de reportero dicharachero, cuando iba por el mundo con una mochila al hombro, soborné a docenas de fulanos de ambos sexos, en cinco continentes y en varios idiomas. Por esa ventanilla pasó de todo:(...) el cabo Salomón, jefe de policía del aeropuerto de Malabo –a ése ya sólo me faltó ponerle un piso–, que una vez hasta me dejó ver cómo le pegaba una paliza a un ministro del gobierno que no era pamue como él, sino de la tribu bubi.

Unas décadas antes (como 40 años atrás), en caliente y desde Guinea Ecuatorial recogía en Ahora o nunca:

Guinea Ecuatorial es uno de los pocos países del mundo en los que puede verse a un cabo primero echarle la bronca a un capitán. Eso, que para los desacostumbrados ojos de un europeo puede suponer un espectáculo insólito y pintoresco, es aquí un hecho que a nadie sorprende. Especialmente si el protagonista es el ya casi legendario cabo Salomón, jefe del aeropuerto de Malabo, que igual deshace el equipaje a un teniente coronel español que le canta las verdades del barquero a un ministro guineano.

Uno, que es curioso, se fue una noche de copas con el famoso cabo Salomón, y descubrió el secreto. La jerarquía militar de nuestro hombre no se corresponde con la jerarquía que ocupa en su tribu, en la que figura varios puestos por encima de algunos de los miembros del Gobierno, pertenecientes, como él, al núcleo tribal de los esangui. 

Del enviado especial en Guinea Ecuatorial: ahora o nunca

(...) De hecho, en Guinea ocurre algo que antes ilustrábamos con el ejemplo del famoso cabo Salomón: las jerarquías militares no se corresponden con las jerarquías tribales, y cualquier alto cargo, incluso el presidente, necesita contar con la aprobación de las tribus y clanes, especialmente de los hombres de Mongomo. 

Juan Tomás Ávila Laurel, en su Diccionario básico, y aleatorio, de la dictadura guineana igualmente lo razona:

El 3 de agosto, como el 12 de octubre, los guineanos pueden asistir a los desfiles populares y militares, con palco de honor y gastadores haciendo las delicias de los asistentes. En la calle puedes ver a cualquier ciudadano, sobre todo los de la etnia del dictador, con sus galones de una graduación militar, porque en esta fecha se promueven los ascensos. Entonces puede ocurrir que vieras en la calle a una persona de la que sabías que no había hecho el bachiller, que incluso fuera analfabeto declarado, con sus galones de teniente. Y borracho, porque ha bebido con otros para celebrar el Día de las Fuerzas Armadas. (...)

¿Seguimos con Pérez-Reverte?

(...) nuestro país se ha lamentado de que la mayor parte de la ayuda que desde hace dos años prestamos a Guinea Ecuatorial esté desapareciendo en el pozo sin fondo de la corrupción y el "guru-guru". Se habla de envíos enteros de víveres y medicamentos que desaparecen del aeropuerto de Malabo y son vendidos en los países vecinos, como Camerún, sin que lleguen al pueblo guineano al que están destinados y qué tan urgentemente los necesita. 

Todo eso, «...mientras los tiñalpas de la UCD se la cogían con papel de fumar» (sic).

Pero no es sólo Pérez-Reverte; Juan María Calvo en La ocasión perdida también le dedica un par de párrafos al legendario cabo:

La revista Interviú lanza entonces un durísimo ataque contra las autoridades guineanas y los responsables españoles de la cooperación en un reportaje titulado "Guinea; retrato en negro de un fracaso blanco". El semanario afirmaba que se habían perdido unos seis mil millones de pesetas y denunciaba diversas situaciones, comenzando por el estado y funcionamiento de las instalaciones del aeropuerto y los abusos de su máxima autoridad, el entonces cabo Salomón. En aquel tiempo todavía se carecía de ayudas a la navegación aérea, la pista estaba deteriorada y faltaban raquetas en los dos extremos, que obligaban a los aviones de Iberia, especialmente al gigantesco DC-10, a realizar un apurado giro sobre su eje, con el peligro de salirse del asfalto. Tampoco había mejorado la red viaria guineana, ni la hostelería y reinaba el caos más absoluto en la sanidad.

Es una versión edulcorada de JM Calvo, ya que la revista no es nada cariñosa con el cabo: «si encuentra al cabo Salomón y su cohorte, permanentemente bañados en los vahos del alcohol y en los efluvios alucinógenos de la "banga", especie de marihuana tropical...». Mal rollo, si como nos recordaba Pérez-Reverte en el clásico El paraguas de Malabo, «cuando en África un militar tiene mala leche, y además lleva el casco al revés, tiene amarillo el blanco de los ojos y huele a cerveza, la cosa puede ponerse jodida».

Seguimos con el incidente de la valija diplomática en otro capítulo de La ocasión perdida:

(...) La alegría y las buenas relaciones estuvieron a punto de torcerse al ocurrir un incidente grave dos semanas escasas después de la salida de Saénz de Santamaría de Malabo. Unos días antes del 12 de octubre -ya se había retrasado la visita del secretario de Estado para el Comercio- los guineanos descubrieron que unas cajas con unos rótulos que ponía "repuestos para automóviles", dirigidas a la Embajada de España en Malabo, contenían en realidad dos docenas de pistolas.

Juan María Calvo relata cómo cuando el embajador trató de llevarse la valija a Camerún para evitar que fuera forzada llegó a ponerse en movimiento la vieja tanqueta rusa que aún adornaba las instalaciones del aeropuerto. Así las gastaba el cabo Salomón. 

Los guineanos se molestaron profundamente por el engaño y además surgieron rumores de todo tipo con distintas versiones sobre el destino previsto de las pistolas. Unos decían que eran para la dotación de la Policía Nacional española, tras un acuerdo por el que Obiang había permitido al general Saénz de Santamaría que los agentes españoles fueran armados por Guinea. Otros aseguraban que eran un regalo para Obiang y sus ministros y también se llegó a decir que era. una primera partida de un proyecto de armar a los policías guineanos. El hecho se silenció, y las relaciones apenas parecieron sufrir un grave deterioro en aquellas primeras semanas, pero las autoridades guineanas se sintieron engañadas. Desde aquel incidente, el cabo Salomón, responsable de seguridad del aeropuerto, ascendido a sargento, molestó mucho más a los españoles que entraban o salían de Guinea inspeccionado minuciosamente sus equipajes. Los guineanos, aunque no se atrevían a tocarlos, miraban incluso con recelo los paquetes y bolsas que llegaban a la Embajada española conceptuados como "valija diplomática".

Soldados en el aeropuerto
fotografiados por Pérez-Reverte en 1981.

«...quizá fuera realmente sargento. O puede que teniente. Pero para él siempre sería el cabo Salomón. Y aún se vuelve instintivamente cuando percibe olor a ginebra en alguno de los tugurios de la ciudad, con el convencimiento de que le verá ahí, a su espalda, radiografiándole a través de sus Ray-Ban: "Se aseptan los respetos, Secretario..."», matizará el diplomático Francisco Pascual.

Confirmando la leyenda del cabo, el diplomático titulará como El cabo Salomón a uno de sus libros, e inicia esa obra precisamente con un relato sobre él:

Sí, de acuerdo, admito que su nombre era quizá más propio de algún judío errante o empresario aventurero de origen desconocido que de un devoto miembro de las abnegadas fuerzas de seguridad de aquella república africana tan diminuta como arrogante.

Pero, bueno, el caso es que los miembros de la reducida colonia europea solían acudir ritualmente al aeropuerto para presenciar el aterrizaje del avión, como aquellos aldeanos de la España de post-guerra, aún sin televisión, que acudían a la carretera para ver llegar al autobús, comprobar quién subía y bajaba, y comentar durante horas las incidencias de tan singular evento.

El cabo Salomón era un elemento consustancial del aeropuerto, su autoridad máxima y su figura emblemática. El aeropuerto era su feudo, la fuente de sus beneficios y el origen de su reputación, y no podía ser imaginado sin su presencia. Tanto era así que "cabo Salomón" y "aeropuerto" llegaron a hacerse expresiones sinónimas. Si alguno de los europeos comentaba: "Hoy es viernes. Hay avión. Vamos a ver quien viene esta vez", no era raro que otro añadiese: "Vale. Quedamos entonces donde el cabo Salomón".

Y allí estaba, deambulando alerta por la pista, con pasos calculados y talante autoritario, embutido en su uniforme de camuflaje, remangado para dejar a la vista aquellos brazos de ébano pulido, adornados con pulseras doradas, cuyas manos empuñaban como garfios la corta ametralladora colgada del hombro.

A veces, poco antes de la llegada del avión, se subía a un cajón de madera, colocado a tal efecto sobre el asfalto ardiente de la pista, como si ello le permitiera ser el primero en divisar el aparato en la lejanía. O quizá lo hacía para afirmar gráficamente su autoridad desde aquella tribuna improvisada.

Encaramado allí, consultaba su reloj y, cuando el rugido de los reactores comenzaba a escucharse por encima de las copas de las ceibas, colocaba su mano sobre las cejas a modo de visera, marcialmente, como si efectuase un saludo militar. Sus ojos, semiocultos por las Ray-Ban bajo la boina roja de paracaidista, oteaban impasibles el horizonte a la espera de la aparición en el cielo de la familiar silueta del pájaro metálico.

Cuando éste ya se hallaba detenido sobre la pista y el pasaje comenzaba a descender por la escalerilla, el cabo Salomón bajaba lentamente de su podio, se acercaba a la fila de viajeros y miraba con atención a cada uno, como si lo radiografiase. Caminaba junto a los recién llegados con paso quedo y aire de solemnidad, separando los brazos del cuerpo, como los cangrejos, y sin poder evitar las intermitentes elevaciones de su culo respingón. La mezcla de olores, a ginebra y sudor, que inevitablemente le precedía, confirmaba la cercanía de su presencia y facilitaba su localización en caso de aglomeraciones imprevistas.

Si, francamente, aquella figura habría irradiado fiereza de no haber sido porque su aguerrido aspecto quedaba un tanto devaluado por unos botines de tafilete rojo, con su finísima suela terminada en punta, por los que parecía tener especial aprecio, a juzgar por lo impecablemente brillantes que los llevaba siempre.

El diplomático seguirá con un repertorio de diferentes interacciones que caracterizan al cabo:

-Presento mis respetos al agente del orden del Estado soberano y representante de la autoridad legítimamente constituida.

-Se aseptan los respetos, Secretario, repuso complacido el cabo Salomón, muy receptivo a los rimbombantes tratamientos oficiales.

(...)

El cabo Salomón dirigió su mirada escrutadora hacia un grupo de jóvenes monjas europeas que, con sus caras húmedas y enrojecidas, se acercaban a la terminal arrastrando como podían sus pesados bultos.

-¿Esas no "pinchan"?

-No-, contestó el diplomático aflojándose el nudo de la corbata y matando de un manotazo al mosquito que ya le había perforado la piel del cuello.

-¿Por qué?-, quiso saber.

-Porque han decidido dedicarse a algo más importante.

El cabo Salomón le miró estupefacto, como preguntándose qué podía haber en esta vida más importante que "pinchar".

-¿Nunca?-, insistió, cambiando su apoyo a otra pierna.

-Escuche, sargento (el cabo Salomón nunca corregía a su interlocutor las asignaciones erróneas de graduaciones superiores): si le digo que más vale dejarlas tranquilas le digo la verdad.

¿Cómo no van a "pinchar" ni una sola vez en su vida? Eso es imposible, aunque no tengan marido.

O hábiles negociaciones regadas (y resueltas) con generosidad de tragos y variedad de licores...

Eso sí; nos queda la duda de si Francisco Pascual de la Parte realmente sería el joven cónsul que -narraba Pérez Reverte- paseaba el «paraguas, tan digno y grave como si acudiera a una recepción en el palacio de Buckingham, erguido, seguro de sí, aquel secretario de embajada bajó del coche ante el control de los soldados guineanos, y yendo hacia ellos con paso decidido y flema perfecta, balanceándolo con elegancia al caminar, les soltó una larga parrafada en claro y limpio español de Castilla. No sé lo que les dijo, porque me pidió que me quedara en el coche; pero de vez en cuando se volvía y me señalaba con el paraguas».

Otros, como Javier Nart, no dan nombres pero su vivencia en Nunca la nada fue tanto es igualmente esclarecedora:

Cuando las ruedas besaron (como dirían los horteras) el asfalto del aeródromo, fue el momento en que tuve conciencia de la enormidad que había realizado. Que sería el todo o la nada. Y, literal y  físicamente, me acojoné. Y acojonado estaba cuando vi que en nuestra dirección llegaban varios soldados corriendo armados del fusil de asalto kalashnikov y uno solo con la pistola en la mano.

Pero Dios, que aprieta pero no ahoga, iluminó mi mente: cuando el tipo de la pistola, evidentemente el oficial al mando, se encontraba a unos cinco metros de mí, saqué de mi bolso de costado una botella de coñac que traía desde Barcelona. Rápidamente avancé hacia él, lo que le hizo detenerse. Y llegando le extendí la mano con la botella. Él la tomó, yo puse la mano sobre la suya, le impulsé hacia mí y le abracé hipócritamente mientras le decía:

-Estoy muy feliz de haber llegado a Guinea Ecuatorial, compañero.

Había aceptado mi regalo, y tras mi abrazo le debió de parecer impropio "dar pasaporte" a quien se proclamó amigo y, además, invitaba. Sobre todo, entonces aún no lo sabía, porque Macías había perdido el control de la situación.

Y con toda seguridad, porque hacía tropecientos años que no le daba un tiento al coñac español. Debía de estar de vino de palma hasta los mismísimos. Así entré, osado y sin visado, en Guinea Ecuatorial aquel mes de agosto de 1979. Procedimiento que no recomiendo a nadie. Ni a mí mismo.

Juro que no lo volvería a hacer.

Pero no sólo el legendario cabo Salomón destacaba en los 80: Lo contaba Juan Durán-Loriga, el primer Embajador de España en la joven república, una década antes: «El aeropuerto de Santa Isabel nos trajo muy incómodas complicaciones. El ministro de Obras Públicas guineano, antiguo empleado del aeropuerto, había almacenado resentimientos de los que quería desquitarse. Hizo la vida imposible a los españoles encargados de la buena marcha técnica del campo. Estas constantes interferencias ponían en riesgo su funcionamiento. Los funcionarios españoles sólo querían garantizar la seguridad de los aterrizajes y despegues, lo que el ministro interpretaba como afán neo-colonialista».

Pero no debe extrañarnos esa pauta, si como recordaba Pérez-Reverte hace unos años:

De todos modos, para aquellos que han experimentado la extorsión del yangué aduanero en el aeropuerto de Santa Isabel, saben que las mañas del cabo Salomón no eran exclusivas de él... y que éstas le han sobrevivido. Igual, como concluye Gustau Nerín en Un guardia civil en la selva, «en la Administración guineana actual no hay ninguna corruptela que no hubiese sido ya inventada por los colonizadores».

Un último detalle: en ese aeropuerto no todo fue jolgorio..., si tienes un rato, googlea al armador y comerciante Antonio Martínez Liste.

Y ya puestos, no te pierdas:

Ojalá algún día conozcamos más anécdotas malabenses del enviado especial del diario Pueblo.

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