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jueves, 1 de abril de 2021

República victoriosa

En La República Truncada intuíamos algunos de los costes del proceso de involución en el territorio ecuatorial, y en La Casa del padre de Raquel Ilombe cómo fue la caída de Bata.

Por el contrario, Jesús Torbado ficciona en En el dia de hoy con cómo sería el desfile triunfal de una República victoriosa:
DESENTONADOS, roncos, ululantes, bajaban la avenida con las armas al hombro y, los que no tenían armas, con los puños en alto. Al lado de las canciones entrecortadas, las viejas canciones del campo de batalla que mezclaban el amor y la muerte, el odio y la tristeza, entre los himnos partidistas entonados con sentimientos antiguos y los versillos populares a los que se habían colgado palabras nuevas, brotaban ocasionalmente los gritos del casi olvidado ritual de la esperanza.
—¡No pasarán! ¡No pasarán!
Parecía tan grande su fatiga que sólo estas dos palabras podían pronunciar sin cansarse, sin omitir una letra. De los demás cantos se oían tan sólo retazos prontamente apagados por los versos que se iniciaban en alguna otra región del desfile y que, a su vez, se desvanecían antes de completarse bajo los gritos insistentes como cañonazos.
Los espectadores se habían contagiado muy pronto y ahogaban la voz de los soldados con estas palabras ya sin sentido pero que, muchos meses antes, habían caldeado los corazones e hinchado los músculos. (...)
Una reducida compañía de soldados negros, con uniforme colonial, cerraba la presencia de tropas regulares en el desfile. Eran los pamues de la Guardia Colonial que habían ganado la guerra en Guinea, al frente de las milicias de madereros, después de haber estado el territorio en manos de los ricos triunfadores unidos a los facciosos. Ellos, junto a los marineros del mercante Fernando Poo, habían dominado la sublevación sin apenas gastar una libra de pólvora. Su uniforme y el color de su piel levantaron oleadas de entusiasmo.
—¿Y qué hacen éstos aquí?
—Son nuestros moros —contestó Alejo riendo a golpes—. En un solo día metieron en un barco a todos los fascistas de África. Y me han dicho que ni siquiera saben leer.
—¡Maldita sea, tenías que fotografiarlos! ¡Ganar una guerra los negros!
Ya era tarde. El medio centenar de guineanos desaparecía hacia «la bella tapada», la diosa Cibeles que resplandecía más hermosa que nunca desde que le quitaron el bunker de ladrillos con que la habían rodeado los madrileños por miedo a que la destrozaran los bombardeos. 

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