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domingo, 30 de junio de 2024

La pasajera del San Carlos

Hubo un tiempo en el que Arturo Pérez-Reverte, el enfant terrible de las letras ibéricas fue enviado especial del diario Pueblo. «Cuando estaba en el diario Pueblo me iba a África, pasaba allí dos meses y a la vuelta decía: “Mira, tengo esto”, y lo ponían en primera. Pero eso se acabó». De ese período quedan las crónicas "Guinea Ecuatorial: ahora o nunca" y un rosario de relatos propios y ajenos, que -tal vez- algún día se puedan leer en un único tomo...

Mientras, disfrutemos de La pasajera del San Carlos:

I

Eran otros tiempos. Ahora cualquier imbécil puede llevar un barco  a base  de apretar  botones  y con una terminal de satélite; pero entonces todavía quedábamos hombres en los puentes, en cubierta y en los sollados. Hombres para palear carbón  empapados en sudor como en la boca del infierno, o pasar días con el sextante en la mano, en mitad del Atlántico y con mal tiempo, acechando  la aparición del sol o de una estrella  para determinar  latitud y  longitud sobre una carta náutica. Hombres para destrozar un burdel en Rotterdam,  secar un bar en Tánger, o mantenerse al timón con olas de ocho metros mirando  al capitán silencioso y acodado junto a la bitácora como quien mira a Dios.

También eran otros barcos y otros pasajeros. Los unos eran motoveleros que parecían aves blancas en el horizonte, o vapores de hierro testarudos y sólidos en el andar. Los otros eran tipos cuya fisonomía  delataba su pasado o su futuro: plantadores tostados por el sol, con ojos amarillos de malaria; misioneros  jóvenes acariciando  sueños de martirio y gloria, o barbudos, flacos y febriles, atiborrados de dudas  y de quinina; militares  de caqui abrevando en grupos; funcionarios  de blanco colonial,  hundida la nariz en vasos de ginebra;  esposas de tez pálida o enrojecida,  avejentadas por los trópicos; negros de corbata, miembros del clan favorecido por la metrópoli, futuros  ministros y  también futura  carne de  linchamiento tras  la independencia.

Ésos eran mis pasajeros. Durante muchos años los estuve llevando con sus equipajes,  ida y vuelta una vez al mes, entre Cádiz y Santa Isabel, con buen y mal tiempo, sin ningún percance  que anotar en el cuaderno  de bitácora del San Carlos. Salvo la última maniobra, con doscientos treinta y 

cuatro refugiados, veinte guardias civiles y dos ametralladoras en el puente, cuando largamos  amarras  de Santa Isabel pegando  tiros al aire para mantener  alejada a la muchedumbre que pretendía asaltar el barco; aún no estoy seguro de si para cortarnos el pescuezo o para que los sacáramos de allí. Pero aquélla es otra historia.

La que pretendo  contarles  empezó seis o siete  años antes del último viaje. Corrían los tiempos en que Fernando Poo era todavía eso: una colonia próspera y ejemplar habitada por blancos altaneros y negritos buenos, con plantadores de cacao que dedicaban el tiempo libre a emborracharse  y a engendrar mestizos, y con un gobernador militar, hombre recto y católico practicante, que iba a misa los domingos y que, al caer cada tarde, rezaba el rosario en familia en la veranda de su residencia, un palacete colgado entre buganvillas, ceibas y cocoteros, sobre el Atlántico.

A ella la vi subir al barco en Cádiz. Recorrió la escala real, cinco metros de plancha inestable vibrando bajo sus tacones altos, como sólo una de cada cien mujeres sabe hacerlo: con seguro balanceo de piernas y caderas, leve como un soplo, con la brisa cómplice haciendo ondear la falda de su vestido blanco. Todo en ella parecía dorado: el cabello,  las pestañas, la piel. Martín, mi tercero, que por aquel entonces  era demasiado  joven y demasiado impresionable,  alargó una mano para ayudarla a pisar cubierta y ella se lo agradeció con una mirada azul que lo hizo enrojecer. Una mirada de esas por las que un hombre de los de antes era capaz de hacerse matar en el acto. Pero de todos nosotros fue el contramaestre Ceniza, acodado en la regala con los ojos entornados por el humo de un cigarrillo, quien resumió mejor la cuestión: «He ahí una mujer», dijo entre dientes. Y aunque yo, que estaba cerca, apenas pude escuchar el comentario, bastó el gesto de homenaje, una breve señal de asentimiento que hizo inclinando un poco la cabeza gris, para que leyese en sus labios  sin palabras. Porque, de una u otra forma, el contramaestre   se limitaba a expresar  un sentimiento general, compartido desde el puente, donde yo mismo estaba con un ojo en la maniobra y otro en la escala real, hasta el muelle, donde los estibadores, con los brazos en jarras, observaban admirados  el paisaje. Ella era, exactamente, lo que en aquel tiempo aún llamábamos una mujer de bandera. 

Él subió detrás. Flaco y bien vestido, sombrero de paja y corbata con calcetines a juego, con una maleta de piel en cada mano. Se le veía chico de buena familia en pos de un destino decente al regreso, dieciocho  meses en los  trópicos, funcionario medio  de  la  administración colonial  con prometedora carrera más adelante, si lograba sobrevivir  a la humedad,  a la fiebre, al alcohol, al aburrimiento. Le calculé treinta años; un par más que a ella. Y poco tiempo de casados. Dos o tres meses, a lo sumo. 

II

Fue un viaje tranquilo. Tuvimos buen tiempo y hermosas puestas de sol costeando África hasta el golfo de Guinea. Ella solía pasar el tiempo en una hamaca de cubierta,  bronceándose la piel con el cabello recogido en un pañuelo de seda, gafas oscuras y un libro en las manos. Al atardecer, antes de vestirse para la cena, la veíamos siempre  a popa, observando  las aves marinas que planeaban en la estela mientras la corredera desgranaba milla tras milla  en el Atlántico. Tenía una forma peculiar de inclinar el rostro sobre la borda, como si la espuma  de las hélices, al batir las aguas, arrastrase imágenes que no le disgustara ver desvanecerse mar adentro. Sólo en aquel momento parecía sonreír como para sí misma, algo distante, con ese leve toque de fatiga, o de hastío, que a veces  es posible  percibir en algunas mujeres jóvenes a las que suponemos una historia que contar.

Pero ella jamás contó nada.  Se limitaba a  una breve inclinación de cabeza cuando algún  pasajero o tripulante le dirigía un saludo, o cuando alguien,  más atrevido,  se hacía el encontradizo  sobre cubierta.  Creo que jamás la vi reír, o pronunciar diez palabras seguidas; ni siquiera cuando Martín, las dos o tres veces que ella y su marido fueron invitados  a cenar en mi  mesa de la  cámara,  hacía esfuerzos   desesperados  para llamar su atención. A pesar de ello, cuando dejamos  atrás el trópico de Cáncer mi tercero estaba enamorado hasta la médula, y su dolencia  aumentó a medida que nuestra latitud se aproximaba  al Ecuador. Aquello me hubiera dado lo mismo en otras circunstancias;  pero a fin de cuentas se trataba de mi barco. Ella  era una mujer casada   y  su marido un  pasajero  absolutamente honorable,  en principio. Además   estábamos  en alta mar, lo  que me convertía en responsable moral de la situación. Así que una noche subí al 

puente mientras Martín  hacía su cuarto de guardia, me apoyé a su lado en la bitácora, y en voz baja, para evitar que nos oyera el timonel, le dije que estaba dispuesto a colgarlo  de un puntal si seguía haciendo el idiota. Creo que captó el fondo del asunto, pues a partir de entonces dejó de tartamudear en su presencia y todo fue como una seda.

Y no es que al marido le hubiera importado mucho. Lo cierto es que resultaba un tipo curioso. Yo estaba al corriente —a un capitán, en un barco, se  le ocultan muy pocas cosas—  de que las noches  en el camarote de primera que ambos ocupaban eran ardientes, por decirlo de algún modo. Mayordomos y camareros daban fe, y era inevitable  que eso llegara a mis oídos, de que tras la cena, ya en la intimidad de sus estrechas literas, ambos se entregaban  a prolongados   y ruidosos ejercicios conyugales. Lo extraño de todo aquello  es que, durante el día, en la vida cotidiana de a bordo, apenas se prestaban atención;  y era imposible,  por mucho  que se acechase, percibir en ellos los gestos tradicionales  que uno suele esperar en tales casos,  cuando hay de por medio una joven pareja de recién casados. Mientras ella permanecía en cubierta, con su libro o absorta en la estela del barco, él consolidaba  una estrecha  relación con Óscar,  el barman  de a bordo,  a cuyo segundo taburete por la izquierda, el que daba a uno de los ojos de buey de estribor, parecía abonado en permanencia. Bebía como un profesional: solo, despacio y en silencio. Y a pesar del aire de muchacho de buena familia, Óscar terminó confesándome que había algo encanallado en su forma de torcer el bigote rubio a  la hora de contemplar al trasluz la transparencia del sexto o séptimo martini. El resto del tiempo lo pasaba en el salón de juego, compartiendo  tapete y baraja  con un plantador muy adinerado, un comandante de la policía territorial que era una auténtica mala bestia,  y el obispo de Bata, que regresaba  de un cónclave  en la Península y se moría  por el póker descubierto. El joven marido jugaba bien y tranquilo,  con mucha sangre fría, perdía con una sonrisa de desdén bajo el bigotillo rubio y ganaba encogiéndose de hombros, con los ojos entornados por el humo del cigarrillo americano que, invariablemente,  tenía colgado en la comisura de la boca. En toda una vida de zarandeos en la mar y broncas en los puertos he aprendido un par de cosas sobre los hombres.  Sé a quién confiar el timón cuando la mar pega de través, reconozco  a un fogonero en tierra por su forma de caminar cuando está borracho, y en un bar adivino de un vistazo,  entre veinte fulanos, quién lleva un cuchillo escondido en la caña de la bota. Por eso ante aquel mozo estaba seguro de no engañarme: alguien, su padre o su tutor, tenía que haber suspirado con alivio cuando, tras mover un par de influencias y conseguir  meterle  un destino  en el bolsillo, logró subirlo a  un barco, facturándolo  para las colonias con su flamante mujercita. Con la esperanza, imagino,  de que tardase mucho  en volver. 

Una mañana, con el sol reverberando en la rada de Santa Isabel como en un círculo de plata, echamos el ancla con el estrépito de cadenas y las maniobras de rigor, mientras harapientos negros en calzón corto afirmaban las estachas chorreantes  de agua sucia. Se tendió  la escala real y primero ella sin volver la cabeza,  y  luego él tocándose  el ala del sombrero, desembarcaron sin más ceremonia y salieron de nuestras vidas.

En la  monótona existencia local, que sólo se animaba  cuando  algún plantador se volvía majara y le pegaba un tiro a su mujer,  o los pamues del interior violaban a  una monja antes  de hacerla filetes a  machetazos,   la llegada mensual del San Carlos era fiesta de precepto en el calendario local. Mi barco era el único vínculo que en aquel tiempo unía a los colonos con la metrópoli,  así que la arribada rozaba el acontecimiento. La mayor parte de la población  masculina  blanca se congregaba en el muelle  para asistir a la maniobra de atraque, ver qué novedades deparaba la lista de pasaje, y subir después a bordo para instalarse en el confortable, ventilado y bien provisto bar de la cámara,  del que procuraban  no salir hasta  dos días  después, cuando llegaba la hora de largar  amarras. Entonces se agrupaban todos de nuevo en el muelle para agitar pañuelos y envidiar la suerte de quienes ponían agua de  por  medio.  Todavía me  parece verlos:  ruidosos, maledicentes y malhumorados, despotricando de los negros, del meapilas del gobernador y de los precios del cacao, enflaquecidos  por las fiebres o grasientos y sudorosos, con sus camisas blancas o caquis pegadas al cuerpo por la transpiración, y trasegando alcohol como si les fuera la vida en ello. Deshechos por el calor, la cirrosis, la gonorrea y el aburrimiento. 

Por supuesto que se fijaron en ella. Yo imaginaba lo que iba a ocurrir y no quise perdérmelo,  asomado al alerón de babor. Apenas  apareció  su melena rubia en lo  alto de la  escala real los vi  agitarse en tierra, sorprendidos y ávidos, venteando una caza que, eso saltaba a la vista, estaba muy por encima de sus  posibilidades.    Hubo hasta algún silbido de admiración  contenido  a duras penas cuando el marido, que bajó tras ella ajeno en apariencia   a  la expectación  suscitada, llegó al muelle y, tras quitarse  un instante  el sombrero  con irónica cortesía  en atención   a  los espectadores,  se la llevó del brazo. A mi lado, en el puente, Martín miraba obstinadamente en dirección contraria, hacia el mar, apretada la mandíbula y pálido como la chaqueta de uniforme que se había  abotonado  hasta el cuello para la ocasión. Ella ni siquiera se había vuelto a decirle adiós. 

Pasaron ocho meses antes de que volviéramos  a verla. Al marido sí nos lo encontramos  puntualmente  a bordo,  de treinta en treinta días, siempre ocupando  su taburete  favorito cada vez que tocábamos  tierra en Santa Isabel. Llegaba a bordo con el resto de los blancos locales, saludaba a Óscar y se pasaba dos días bebiendo  como  una esponja hasta que retirábamos  la escala y largábamos  amarras. Fue así, en el atestado bar del San Carlos, entre humo de cigarros, rumor de conversaciones, codazos disimulados  y risitas en voz baja, como las almas caritativas  en que tan pródiga era la pequeña  vida social de la colonia me mantuvieron  informado de los acontecimientos. Al principio el tono era compasivo, del tipo: «Pobre chico, con una mujer así, usted ya me entiende, capitán»… seguido todo ello de una mueca desdeñosa o burlona y un guiño socarrón sobre el borde de un vaso mientras  al fondo de la barra, ajeno en apariencia  a la glosa de su desgracia, el marido miraba  abstraído por el ojo de buey, rumiando  sus pensamientos  entre los  vapores siempre compasivos  del  martini. En sucesivos  viajes, a  medida que el rumor del asunto  se  extendía  hasta extremos que no podían pasar inadvertidos al propio interesado, el tono era ya de abierta rechifla, con bromas en voz alta, gestos alusivos  e incluso comentarios directos que el marido encajaba con una media sonrisa entre aturdida y  distante, como si  aquella humillación pública pudiera ser aceptada de más o menos buen grado, a modo de resignada expiación por oscuros pecados sólo por él conocidos.

Así, de escala en escala, fuimos siguiendo puntualmente la evolución de la historia. En principio  había sido un plantador de cacao; el mismo que, en el primer viaje, compartió  tapete y baraja con el marido en la cámara. 

Después vino el turno de un poderoso comerciante en maderas, antes de que la fortuna sonriese a uno de los más altos funcionarios  de la administración colonial. No tardó en correrse la voz, y menudearon los candidatos. En el microcosmos blanco de la colonia no había secreto que resistiese un par de copas entre amigos;  además, los agraciados eran los primeros en alardear públicamente  de  tan soberbio  trofeo de caza.  Ella, matizaban  con una mueca de envidia  quienes quedaban fuera de la categoría mínima exigida para ejercer derecho a opción,  picaba muy alto. Era también, al parecer, de gustos caros y muy ambiciosa, y sabía sacar partido  de ello. Se hablaba de joyas, talones bancarios firmados entre arrebatos de pasión, y también de un par de apacibles vidas familiares  deshechas irremediablemente,  para gran escándalo de las almas pías locales y regocijo de quienes miraban los toros desde la barrera.

Hacia los  últimos  viajes comprendí que la  situación se   volvía insostenible. El  amante de  turno, otro  plantador de  categoría, con posesiones en la isla y el continente, ocupaba la cabecera de la crónica local a   causa   de cierto desagradable   suceso doméstico. Para una esposa cualquiera,  a quien el espejo mantenía con objetiva crueldad al corriente de los estragos de una docena de años entre humedades ecuatoriales  y fiebres diversas, una cosa era no darse por enterada de que el marido  se alegrara la vida jugueteando con las siempre dóciles miningas del servicio doméstico, y otra muy distinta que el interesado  regresara a casa al amanecer silbando alegremente y con cabellos rubios enredados en la ropa. Así que, una de tales madrugadas, una esposa se había sentado a esperar en camisón, bajo el ventilador  que giraba perezosamente en el techo, con una botella de anís del Mono en una mano y una pistola en la otra. Había errado el blanco por quince centímetros, quizá porque cuando el marido abrió la puerta y se encontró con el cañón del arma apuntándole  a bocajarro,  la esposa ya se había bebido media botella de anís y su pulso dejaba mucho que desear. Ese tiro hizo mucho ruido, valga el fácil retruécano: el caso se hizo del dominio público y el gobernador militar, que hasta entonces había procurado  no darse por enterado, decidió tomar cartas en el asunto. Aquello  no era moral. El marido fue convocado por vía de urgencia y, tras una breve conversación cuyos pormenores  jamás  salieron  a la luz, abandonó el despacho  de Su 

Excelencia con un traslado fulminante  a la Península que equivalía  a una expulsión sumaria. 

V

Y fue así cuando, transcurridos  aquellos ocho meses, la vimos subir de nuevo a bordo. Era un atardecer de esos muy lentos y tranquilos, con el sol que se deslizaba  despacio a lo largo de la costa, silueteando cocoteros sobre la Cuesta  de las Fiebres. Era rojo el reflejo del mar en el puerto y los muelles, y el aire parecía inflamado  por algún incendio lejano. Eran rojas las paredes blancas  de la Aduana, y rojas las camisas  y rostros  de los colonos y funcionarios que, como en cada  viaje, se congregaban   en el muelle  después de la última copa a bordo  para despedir  a los pasajeros y observar la maniobra de largar amarras. Yo sabía lo que iba a  suceder, anunciado  desde dos días atrás con la ruindad y la mala fe que son de esperar en tales casos. Todos  estaban allí aquella tarde: los habituales y también  los que no lo eran, venidos  expresamente para no perderse  el espectáculo.

No quedaron  defraudados.   Estaba  a  punto de ordenar  la maniobra cuando los vi bajar de un coche, precedidos por un par de negros con su equipaje. La gente que aguardaba a pie de pasarela abrió  paso en silencio. Ella vestía de blanco, como al subir al barco en Cádiz, y su cabello dorado tenía reflejos rojizos  cuando, antes de ascender por la pasarela,  se quitó las gafas oscuras y paseó una mirada azul, serena y singular, por los rostros que la rodeaban.  Estaba  tan bella como el primer día, y vi que Martín, mi tercero,  tragaba saliva con dificultad, aun estando tan al corriente de lo ocurrido como lo estábamos yo y el ruin comité de despedida congregado en el muelle. Entonces el marido, que miraba al suelo, le tocó el codo y ella levantó la barbilla, desafiante, y se puso de nuevo en movimiento  como si despertara de un sueño o una imagen, pisó la escala y ascendió por ella con 

aquel balanceo suave de falda y caderas en las que no se ponía el sol, una entre cien, recuerden, sólo una de cada cien mujeres  es capaz de moverse así al abandonar la seguridad de tierra firme, y mucho menos dejando lo que aquélla dejaba a su espalda.

Pensé  que se  encerrarían    en su camarote  hasta zarpar, pero me equivocaba.  Se quedaron  los dos en cubierta,  mirando hacia el muelle mientras bajaban la pasarela y los negros soltaban amarras de los norays, dejando caer con un chapoteo las estachas al mar. Y mientras yo daba la orden de largar todo a popa, timón a estribor y avante poca, y el San Carlos empezaba a separarse lentamente  del muelle, el grupo que estaba en tierra se agitó  con un rumor que fue creciendo  hasta llegar a los pasajeros en cubierta. Primero fueron sonrisas descaradas, adioses guasones, pañuelos agitándose  con mala intención.  Después, gestos inequívocos  que dieron paso a groseras  carcajadas.  Me volví a mirar a la pareja, interesado, casi desatendiendo la maniobra. Apoyados en la regala, sin apartar los ojos de tan brutal despedida, los dos observaban impasibles el espectáculo, como si nada de todo aquello se refiriese  a sus propias vidas. No había en sus rostros expresión alguna, rastro de ira o vergüenza. Si acaso, altanería en la mirada fría, en los ojos azules de ella. Y quizá un punto de absorta atención, de reflexiva curiosidad  en él, en su forma de observar   a  la gente  que lo insultaba.  Como si de sus  rostros y voces pudiera  extraer interesantes consecuencias.

Y entonces,  desde el muelle, llegó hasta nosotros,  hasta él, clara y distinta, pronunciada con perfecta nitidez en un grito ruin, aquella palabra que yo había escuchado ya varias veces en voz baja entre los rumores del bar de a  bordo, en cada  escala,  pero que hasta  ese momento,   ya en la impunidad del muelle con el barco zarpando, nadie había tenido el valor de escupirle  a la cara:

—¡Adiós, cabrón!

Siguió un estallido de risas y de esa  forma quedaron  colmadas  las expectativas del rebaño congregado en el muelle,  lodo estaba consumado. Y entonces, cuando las carcajadas aún restallaban en el aire, él pareció volver lentamente en sí. Lo vi incorporarse un poco, todavía apoyado en la borda, e interrumpir  a la mitad el gesto, apenas iniciado,  de encender un cigarrillo. 

Se  quedó mirando a  los de abajo  de hito en hito, pensativo,  como si repasara sus rostros uno por uno. Y entonces torció el bigotillo rubio en una sonrisa que nunca le habíamos visto antes: una mueca desdeñosa, casi cruel, de esas  que tardan una eternidad en definirse y que siguen ahí incluso cuando su propietario  se ha ido. Y con esa sonrisa  en la boca levantó una mano, agitándola lentamente, en gesto de decir adiós.

—Para cabrones, vosotros  —dijo por fin  en voz alta y clara, muy despacio, arrastrando las palabras; y volviéndose  a medias hacia la mujer, que permanecía impasible, le pasó un brazo sobre los hombros y la atrajo hacia sí—… Porque ésta es una puta profesional  —se puso el cigarrillo en la boca, soltó una carcajada y con la mano libre se tocó la chaqueta,  a la altura del bolsillo interior donde tenía la cartera—. Y vuestro dinero me lo llevo aquí… No olvidéis saludar de mi parte al gobernador.

El viento soplaba de tierra, con olor a raíces y humedad, enredando el cabello de la mujer sobre su cara. Ella se lo apartó con un gesto, hermosa y fría como el mármol, inalterable, y pude ver cómo sus ojos azules paseaban un destello de triunfo sobre los rostros estupefactos del muelle rojizo, donde agonizaban los últimos rayos de  luz. Entonces ordené timón a  la vía y avante a media  máquina,  y con un rumor de hélices que hacía vibrar su viejo casco, el San Carlos puso proa al mar abierto.



 

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