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lunes, 7 de marzo de 2022

El barco hundido

Entre los interesantes Relatos breves de Esteban Calderón queremos señalaros El barco hundido (¡gracias Esteban!):

El "Fernando Poo (foto de la Cª Transmediterránea),
visto desde la amura de babor y su famoso mástil en primer término.
Desde la playa de Bata se podía divisar perfectamente el mástil de un barco cuando se producía la bajamar, que en aquellas latitudes es máxima, hasta el punto de dejar dos centenares de metros de arena al descubierto y poder circular por aquella improvisada pista de arena con un Land Rover. De noche era un espectáculo contemplar con las luces del coche el pulular de millares de cangrejos blancos que hormigueaban deslumbrados por la arena. En Bata estaba también destinado un tío segundo mío y justamente delante de su casa se podía observar aquel mástil mejor que desde cualquier otro sitio de la pequeña ciudad. Un buen día me contó la historia.

Nos remontamos a julio de 1936. La motonave “Fernando Poo” había sido botada en 1934, unía la Península con la colonia africana y era uno de los buques más modernos de la Compañía Transmediterránea. En los confusos momentos iniciales del Alzamiento la Isla y el Continente se situaron en bandos opuestos: Fernando Poo se alzó contra la República, mientras que Río Muni permaneció leal al régimen. El “Fernando Poo”, que se hallaba en el puerto de Barcelona, embarcó tropas y se dirigió a Guinea, pero al tener conocimiento del levantamiento en la Isla, se desvió hacia Bata y fondeó frente a la ciudad, puesto que en esta no había puerto por la escasa profundidad de su costa. Allí fue usado como prisión flotante, ingresando en sus bodegas aquellas personas sospechosas o declaradas desafectas a la República. El 14 de octubre se presentó frente a Bata el “Ciudad de Mahón”, también buque de la Compañía Transmediterránea, procedente de Las Palmas, con tropas rebeldes a bordo y artillado con un cañón a proa y otro a popa. A poco más de una milla el “Ciudad de Mahón” abrió fuego contra su compañero de flota, provocando un importante impacto en la línea de flotación. La dotación se puso a salvo, pero los prisioneros, entre ellos tres misioneros claretianos, se hundieron con la nave en aquellas aguas someras. Hasta 1951 se hicieron esfuerzos por reflotar el buque, pero las dificultades técnicas, el clima agotador y el constante peligro a que los buzos se veían sometidos por los tiburones obligaron a olvidar la empresa.

Pero aquel mástil, que con insistencia y rigurosa puntualidad surgía de entre las aguas con la bajamar, nos incitaba a hacer una incursión. Mi tío Luis era persona muy aventurera, aviador, hombre avezado en el bosque por su afición a la caza y con muchas horas de pesca submarina; además, para esta última afición poseía una lancha, que era el instrumento imprescindible para acercarnos a la tumba del “Fernando Poo”. Así fue como una buena mañana dispusimos todo lo necesario mi tío, una prima mía, Mariemi, y yo. Mariemi era una chica muy inteligente --actualmente enseña matemáticas en la Complutense-- y siempre me pareció muy guapa; habíamos pasado la infancia juntos, con mucha complicidad, en Cartagena y ahora nuestras vidas se volvían a encontrar en el corazón de África. Como el buque se hallaba en aguas poco profundas, la inmersión era a pulmón libre y no hacía falta botella de oxígeno, solamente gafas de buceo y tubo.

Con esta sana intención nos dirigimos en unos minutos al lugar del naufragio y echamos el ancla a unos veinte metros de distancia. En aquellas aguas tranquilas y sumamente limpias se divisaba claramente la estructura del “Fernando Poo” desde la superficie. Pero fue al introducirnos en el mar y comenzar la aproximación cuando un estremecimiento recorrió mi cuerpo de pies a cabeza: la visión cuasi fantasmal del pecio hundido era un espectáculo que ya no podría olvidar jamás. Aquellos 150 metros de eslora y 9.000 toneladas de obra muerta estaban ligeramente recostados sobre la amura de babor en un fondo arenoso y en sus bodegas aún se hallaban los cadáveres de los prisioneros que con él se fueron a pique. A su alrededor un nutrido coro de peces tropicales de diversas especies y tamaños parecían danzar lenta y acompasadamente con un ritmo difícil de descifrar; los más atrevidos entraban y salían por cualquier orificio de la nave. Los ojos de buey, por donde en otro tiempo los pasajeros reconocían el exterior, permanecían oscuros, inertes, sin vida. Realizamos un recorrido a todo lo largo del buque, interesándonos especialmente por la cubierta y lo que fuera el puente de mando, ahora con el cristal roto y los peces nadando por su interior; delante, el famoso mástil que se oteaba desde la playa. De vez en cuando subíamos a respirar aire sin el tubo y despojarnos por unos instantes de las gafas de buceo y lo hacíamos apoyando nuestros pies en la barandilla del navío, que quedaba casi en la superficie. En la última inmersión nos acercamos por la amura de estribor a la que fuera cubierta de paseo del barco, lugar por el que tantos pasajeros pasearon sus ilusiones, sus esperanzas en una nueva vida en la colonia o, por el contrario, donde contaban los días que faltaban para llegar al destino en la Península y poder abrazar a sus seres queridos.

De manera abrupta, repentina y casi sin percatarnos, la presencia de un tiburón martillo, que empezó a curiosear y a interesarse por nuestra presencia, puso fin a la inmersión. De manera lenta, aunque sin pausa, nos fuimos alejando del “Fernando Poo” y dejando que el escualo ejerciese su reinado sobre aquellas aguas. Antes de subir a la lancha eché una última mirada a aquel fascinante pecio gigante, que en su día fuera el orgullo de la Compañía Transmediterránea, construido para flotar, y que con menos de dos años de navegación yacía sumergido para siempre en el fondo de la costa africana.

lunes, 21 de febrero de 2022

La maestra rural

Es cierto, no se trata de la guerra civil y sus consecuencias en el territorio ecuatorial.
Sin embargo, ¿quién mejor que Josefina Aldecoa permite conocer el entramado social del país?:

Historia de una maestra

Los niños eran todos negros. La mía era la escuela nacional y gratuita y sólo los negros la frecuentaban. Todos dijeron que estaba loca cuando la elegí. Yo tenía veinticuatro años y afán de aventuras. Si fuera hombre… pensaba. Un hombre es libre. Pero yo era mujer y estaba atada por mi juventud, por mis padres, por la falta de dinero, por la época. Era el año 1928. En la oposición había sacado un excelente número: la tercera entre cincuenta. Miré los mapas y el punto más lejano de la tierra al que podía llevarme mi carrera estaba allí, en la línea del Ecuador. Una franja pequeñísima de África, unas islas, un nombre que cruzaba sobre el mar y se adentraba en el continente: Guinea Ecuatorial. Aquél sería mi destino. Pensé en don Wenceslao: «Si algún día…», me había dicho y en seguida había rectificado: «Pero usted nunca va a caer por allí.» No puedo decir que me influyera el recuerdo del viejo amigo. Hasta su Guinea me parecía distinta de la que yo estaba eligiendo. Yo no iba a negociar ni a hacer fortuna. Yo iba a enseñar y al mismo tiempo a aprender, a buscar paisajes nuevos, nuevas experiencias, en un país que además de exótico era nuestro. Así que lo arreglé todo, desoí los consejos y los llantos familiares y me bajé hasta Cádiz para embarcar. Cádiz era el extremo sur, el final de mi mundo. De Cádiz arranqué un día de septiembre y atrás dejaba límites y ataduras. Y el recuerdo de una escuela perdida entre montañas.

Cuando el barco zarpó yo veía la tierra alejarse desde el puente. No quería pensar en lo que abandonaba. Necesitaba la fuerza de los emigrantes, el valor de los conquistadores. Recordé el último consejo de mi padre, arrancado de una de sus lecturas:
«La aventura puede ser loca, el aventurero no.» Y un respingo de emoción me asaltó mientras la costa española se desdibujaba a lo lejos.
Con los embites de las olas, todo el barco crujía. Era un barco viejo y parecía que iba a partirse en dos a cada instante. Al tercer día estalló una tormenta que nos mantuvo encerrados durante doce horas en los camarotes, reducidos y sofocantes. En el mío había plazas para cuatro, pero íbamos sólo tres: la mujer de un empleado de telégrafos de Santa Isabel, que se pasaba el tiempo maldiciendo; su hija, una muchacha de mi edad que vomitaba a todas horas, y yo, que sufría y aguantaba con paciencia las inclemencias de la navegación.
Macilentos y ajados avistamos un día la tierra de Guinea. Ya escaseaba el agua y la comida disminuía por momentos en cantidad y calidad. El calor nos quitaba el apetito y nadie hubiera osado protestar, desmadejados como andábamos todos, del puente al camarote; del salón aliviado con las hélices del ventilador que colgaba del techo, al comedor por el que discurrían sudorosos los camareros repartiendo té y café en pesados recipientes.
El día antes de llegar a Santa Isabel me llamaron de primera y me entregaron un telegrama de la Delegación anunciándome que me esperaban en el muelle.
Al clarear el día siguiente, vimos la costa, con grandes elevaciones, pero todavía faltaban unas horas para divisar Santa Isabel.
Recuerdo la llegada. El puerto. Y a lo lejos el rumor de las voces que anunciaban el barco. El paso por el puente balanceante que me llevaba a tierra firme. La espera de mi baúl que no llegaba nunca. Me rodeaban mozos, negros harapientos que ofrecían sus servicios en un defectuoso castellano: Hola señora, hola mujer. Apareció un funcionario blanco y lacónico: «Señorita Gabriela López; sí, de la Delegación, sí, la acompaño, vámonos pronto…»
Y luego la noche de insomnio en un Hotel de indescriptible suciedad. El calor, la gasa rota del mosquitero, el obsesivo girar de las aspas sobre mi cabeza; ruidos indescifrables arriba y abajo; la puerta sin cerrojo ni llave; un lavabo roto con un jarrón desportillado como único suministro de agua.
Al fin el nuevo día y el mismo funcionario que me espera en el vestíbulo del Hotel y me conduce al puerto y al barco, alemán, que iba a llevarme a la última etapa de mi viaje.
Apoyada en la cubierta, veía los contornos montañosos de la isla de Fernando Poo, los torrentes que se deslizan desde lo alto hasta el mar, la exuberancia forestal de la costa.
A mi lado se había instalado un joven negro. Apoyaba, como yo, los brazos en la barandilla y miraba en silencio la costa. El cielo estaba gris azulado, el aire era sofocante pero yo me resistía a retirarme a la sombra no menos calurosa.
—Hermosa isla —dijo el hombre sin dirigirse a mí, pero estábamos solos y tuve que darme por aludida.
—Muy hermosa —contesté.
Me miró de frente y sonrió con una sonrisa blanquísima que iluminó su rostro oscuro.
Su español era suave y melodioso. Hablaba como una persona educada. Su lenguaje guardaba relación con el traje blanco, de corte europeo, y con su forma especial, reservada y cordial al mismo tiempo, de dirigirse a mí.
—Soy médico —me dijo— y regreso a mi hospital. El continente es muy distinto a esto. — Y señalaba la isla brumosa y cercana. Cuando supo la razón de mi viaje volvió a sonreír—. La necesitamos —afirmó—. Necesitamos medicinas y escuelas. Pero sólo nos mandan hombres de negocios… Los niños la estarán esperando.
Me esperaban. Todos eran negros y sonrieron. Sus sonrisas me devolvieron la esperanza. Aquélla era mi primera escuela en propiedad. Nunca la olvidaré. La tengo aquí, metida en la cabeza. Una choza de calabó, como todas las del poblado, con el techo de hojas de nipa entrelazadas sobre el armazón de bambú. Estaba un poco en alto, rodeada de un bosquecillo ralo de palmeras. Desde allí se veía el mar. Los niños negros me miraban sonrientes y desde ese primer momento supe que no me había equivocado.
En noches de verano, cuando el calor no me deja dormir, cierro los ojos y me veo allí, bajo el techo de palma entretejida, tumbada en el chinchorro que se mueve despacio esperando la caricia del mar en la amanecida. Manuel se empeña en mover un abanico sobre mí. «Quieto, Manuel», le digo, «vete a dormir.» Se arrastra hasta la arena de la playa, desaparece en la pendiente que desciende brusca, hasta el agua.
«Báñate», me dice todos los días, «báñate y saldrás del calor.» Manuel, mi criado, me cuida y pretende calmar, a su manera, mi desazón. Agua, de la barrica, bien fresquita… un poquito de coco…
Pero el calor me aplasta. Un baño de vapor, una opresión en los pulmones que se resisten a filtrar el oxígeno. Mi casa era como todas: una cama de bambú, sin ropas ni almohada; un banco y una mesa también de bambú y canastos distribuidos por la choza en la que guardaba mi ropa y mis objetos personales.
Pero mi lugar preferido era el chinchorro que colgaba a la entrada, bajo la sombra del tejado, que avanza y sobresale como un pequeño toldo vegetal.
Empezábamos temprano. El frescor de la hora primerísima hacía soportable respirar. En seguida el aire se volvía denso, pastoso. Yo trataba de olvidarla dureza del clima, el traje de hilo empapado en sudor, la pesadez de mi cabeza. Y trabajaba.
Ningún niño sabía español suficiente para seguir una explicación. Yo dibujaba en la pizarra las cosas con sus nombres e intentaba que ellos reconocieran las palabras cuando borraba los dibujos. Una pizarra grisácea y desconchada, apoyada en el suelo, era la única ayuda. Más adelante, de mi baúl salieron libros, cuadernos, lapiceros y mapas. Retrocedían. Era su manera de mostrar extrañeza y precaución. Luego se iban acercando y tocaban los nuevos objetos para comprobar su inocuidad.
Aferraban los lapiceros con sus manos oscuras, las uñas rotas, las palmas rosadas y sucias. La aparición del color en el papel al presionar la mina del lápiz, producía en ellos exclamaciones de excitación. «Palmera verde», decía yo. Y señalaba la palmera y el color correspondiente. Comprendían rápidamente. Trataban de reproducir la imagen del árbol desmelenado, verde gris, verde tostado, verde. Palmera verde, mar azul, sol amarillo, sangre roja, blancos los dientes y la carne tersa del coco. Aprendían.
Los días transcurrían bajo el peso del calor que me dejaba exhausta y me llevaba al final de la jornada hasta la hamaca de palmito que flotaba en el porche de mi cabaña.
Cantábamos. Yo buscaba en el repertorio aprendido en la infancia y ampliado más tarde en la Normal. A través de las canciones trataba de explicarles el paso de las estaciones, el brillo de la nieve en el invierno, el largo viaje hacia la primavera que estalla un día en hierba y flores, el otoño que dora y enrojece los bosques. Sólo el verano los aproximaba a nosotros y al calor de nuestro sur lejano.
Les enseñaba mis canciones y ellos me enseñaban las suyas.
Bailaban y cantaban, atrás y adelante, adelante y atrás, con vigoroso ritmo. Me enseñaban los nombres de sus árboles, calabó, ceiba, ukola; de sus comidas, ñame, malanga, yuca; de sus animales y sus enseres.
Pero yo no estaba allí para aprender su idioma, sino para enseñarles el mío que les correspondía por derecho propio, aunque todavía lo ignorasen.
He contado muchas veces los recuerdos que me quedan de Guinea. Tantas, que llego a pensar si los transformo y los complico o, por el contrario, los simplifico demasiado. Cuando vivimos sin testigos que nos ayuden a recordar es difícil ser un buen notario. Levantamos actas confusas o contradictorias, según el poso que el tiempo haya dejado en los recodos de la memoria.
Por eso, cada vez que la mía regresa a aquella tierra, me pregunto si reconstruyo de verdad los sucesos, si registro de modo fiable las sensaciones; es decir, si recuerdo o fabulo. He llegado a incorporar a mi historia las historias de Guinea. Parte de lo que fui después, empezó a nacer allí. Quizás altero anécdotas, fechas, nombres, pero algo más profundo permanece grabado en la médula del sentimiento. Algo que acaba echando raíces y ramas y se enmaraña a medida que el calor del recuerdo lo hace crecer.
Cómo olvidar la lucha por la supervivencia de unos pueblos asediados por el hambre, la enfermedad, el miedo. Cómo olvidar a los niños.
Mis esfuerzos por enseñarles ciencias o geografía o historia chocaban con una incomprensión que iba más allá del idioma. Eran despiertos pero no podían comprender la prehistoria. ¿Acaso no vivían en ella? ¿Hasta qué punto les añadiría felicidad el descubrimiento de los avances técnicos que invadían el mundo civilizado? Rachas de pesimismo me embargaban. Me parecía que había un desajuste entre los programas oficiales que hablaban de una cultura ajena y la necesidad de aprender cosas relacionadas con su medio ambiente, sus orígenes, su propia cultura. Yo trataba de armonizar ambos caminos: el que les llevaría al conocimiento de los hallazgos culturales del hombre y aquel otro que les ayudaría a conocerse mejor como pueblo y les prepararía para trabajar por su país.
De todo esto tuve ocasión de hablar muchas veces con una persona que había entrado de modo casual en mi vida desde el día que llegué: Emile, el médico que conocí en el barco y que se convirtió en mi amigo, mi guía y mi interlocutor en aquella isla fascinante y angustiosa.
En seguida pude observar que había muy pocas mujeres blancas, en aquella pequeña ciudad, un núcleo urbano que era el centro de los poblados cercanos.
De modo que mi presencia no pasaba desapercibida. Mi traje de hilo crudo, mi sombrilla, mi manera de andar me identificaban desde lejos. Ahí va la maestra, debían de decir en su idioma los negros. Y los blancos que llegaban a hacer compras desde sus fincas. No era difícil reconocerme y no fue raro que me encontrase frente a mi compañero del barco.
—¿Qué tal su escuela? — me preguntó sonriente, con aquella sonrisa distendida y anchísima.
—Muy bien —le dije.
Pero debió de observar mi cara de cansancio, mis ojeras, mi delgadez.
El calor era tan intenso que no se podía estar de pie en la calle, así que me indicó con un gesto un edificio cuyo porche era soportado por cuatro columnas.
—Pase. Trabajo aquí.
Era un centro sanitario y en la oficina de entrada había dos hombres blancos ante una mesa llena de papeles que el ventilador desordenaba.
—Hola —dijo uno de los hombres. Y Emile contestó:
—Buenos días, doctor.
Me hizo sentar y quiso saber si había resuelto de la mejor manera mi alojamiento y mi comida.
El segundo hombre le miró con una sonrisa torcida.
—Mal, muy mal —dijo—. Se niega a venir al «rancho» con nosotros. Se queda en el poblado…
Era el Administrador del Hospital, uno de los personajes de quien me habían hablado al llegar. Emile estaba sorprendido.
—No sabía nada porque llevo muchos días por las plantaciones. Pero mañana pasaré por su escuela y le diré si puede o no seguir viviendo allí.
Al día siguiente me visitó como había prometido. Habló con los niños en aquella lengua incomprensible para mí, les miró los ojos y los dientes y buscó ganglios inflamados.
—Están muy limpios —intervine yo—. Son limpios —rectifiqué. Y era verdad. Resplandecían cuando llegaban a la escuela. En contraste con otras facetas de su ignorancia, tenían una tendencia natural a la limpieza que yo reforzaba con mis consejos de higiene. Se lo explicaba a Emile mientras él visitaba mi choza y parecía que no me escuchaba.
—Imposible que siga usted aquí —me dijo seriamente, casi ofendido—. No sé cómo se lo han permitido. No crea que ha venido a cumplir una misión sobrenatural. Usted viene a trabajar y necesita vivir en condiciones dignas…
Traté de decirle que me parecía bien vivir como mis niños.
—De ninguna manera —replicó—, usted carece de defensas para habitar un medio tan ajeno al suyo. Y necesita mucha salud para llevar adelante su tarea…
De forma que al poco tiempo me vi instalada donde al principio me habían propuesto: en una habitación de una casa colonial con ventanas protegidas por mosquiteros, olor a desinfectante, ventiladores por todas partes y, en la planta baja, el comedor colectivo al que acudían los funcionarios de la metrópoli que también vivían allí.
—Menos exótico —me dijo el primer día el Administrador del Hospital— pero más conveniente…
Me miraba y sonreía, entre burlón y suficiente. Me pareció que mi presencia allí le disgustaba aunque era él quien la había propiciado.
Me limité a asentir y me retiré a mi habitación.
Cuando llegaron las vacaciones de Navidad, Emile me invitó a acompañarle a sus inspecciones sanitarias: las fincas estaban cerca de la ciudad pero generalmente había que llegar a ellas en bote porque los caminos eran malos y difíciles. Las plantaciones de cacao se extienden a lo largo de kilómetros. Al internarse por ellas se va siempre a la sombra de las grandes hojas del cacaotero y no se ve el horizonte más allá de unos pocos metros.
Entre los cacaoteros también hay abundantes platanales, cocoteros, palmas de aceite, mangos y árboles maderables de gran tamaño:
—La vida del bracero es muy dura —me explicó Emile—. Pero lo más grave es que sean atrapados por la enfermedad del sueño. Por eso les tomamos sangre cada tres meses para analizarla y controlar si han sido picados por la mosca tsé—tsé. Además necesitan la tarjeta de sanidad para seguir trabajando porque es una enfermedad muy contagiosa.
Me presentaba a los dueños o administradores de las plantaciones, todos europeos, y ellos, entre amables y sorprendidos, me besaban la mano o me la apretaban con fuerza.
Al regresar el primer día de nuestra excursión sanitaria, Emile despidió al practicante negro que nos había acompañado y me invitó a visitar su casa. Vivía con su madre, cerca del Hospital. La madre me recibió con extrañeza y miró a su hijo con un silencioso reproche. El me invitó a sentarme y me ofreció un refresco frutal y azucarado.
—Dentro de pocos días —me dijo—, será vino pero aún es sólo una bebida refrescante…
Me enseñó sus libros y una colección de revistas de viajes y el periódico El Sol que recibía de la Península. Charlamos bajo la mirada severa de la madre y el zumbido del ventilador que giraba en el techo.
—Mi madre no cree en los blancos. Desconfía de ellos —aclaró al despedirnos. Nunca, antes, me había detenido a analizar el significado de la palabra racismo,
pero no tardaría mucho tiempo en comprender que la reacción de la madre de mi amigo no era un hecho aislado y caprichoso sino la consecuencia de una realidad ampliamente extendida.
El párroco me había hecho llamar y acudí a visitarle.
—Hija mía —me dijo—, usted sabe que estos negros practican religiones salvajes. Nuestra misión ha sido siempre cristianizarlos. Hoy están muchos bautizados, sobre todo los que viven en las ciudades y sus cercanías, pero queda mucho por hacer. Ustedes, los maestros, tienen que ayudarnos…
Se me quejó después de la persistencia de los negros en sus antiguas creencias y de la mezcla ingenua de los ritos cristianos con los suyos. Me pedía que, cercana la Navidad, acudiese a la Iglesia con los niños a rezar y a cantar villancicos. En un intento de convivencia tranquila, acepté su sugerencia, aunque estaba descansando en mis vacaciones y no veía clara mi obligación misionera.
La noche del 24 asistí a la Misa del Gallo y me coloqué detrás de los niños que habían aprendido varios villancicos con facilidad y bastante entusiasmo. Cuando terminó el oficio religioso salí a la calle y en la oscuridad me tropecé con Emile. Me saludó efusivo y a continuación me invitó a seguirle.
—Quiero que vea nuestra verdadera fiesta…
Por toda la ciudad, recogida en torno a la bahía, resonaba la música de los negros. Los cánticos, los golpes obsesivos de los bongos, los bailes enfervorizados.
Sólo ellos habitaban las calles. Seguían la fiesta comenzada en la Iglesia y la transformaban en algo exclusivamente suyo que brotaba al calor de la música y del alcohol fermentado de la palma. Por calles y callejas, el rumor penetraba en las casas de los blancos que celebraban dentro su propio júbilo ritual.
Paseábamos silenciosos cerca del agua, por el puerto donde descansan los barcos, y los lanchones y el frenético fluir de la música nos rodeaba.
—Todo esto es nuestro —dijo Emile—, nos pertenece y nadie puede quitárnoslo, pero nos destruirán si no salimos de la ignorancia y la esclavitud en que vivimos…
Se había puesto triste y cuando me retiré a mi alojamiento, sus palabras volvían una y otra vez a mis oídos. Llevaba viviendo suficiente tiempo en la isla para comprender que sus problemas tenían mal arreglo. Nadie, que yo supiera, estaba interesado en resolverlo y pocos, entre ellos mismos, eran conscientes de las raíces de sus males.
Cuando empujaba la puerta de mi cuarto para entrar en él, una sombra salió de la oscuridad del pasillo. Creí que era Manuel porque la sombra se movía con torpeza y pensé que estaba bajo los efectos de las bebidas de la fiesta.
—Manuel —grité—. Manuel.
Nadie contestó. Entré en mi cuarto y traté de correr el desvencijado cerrojillo que me protegía del exterior. Pero la sombra, de un empujón, abrió la puerta y me echó a un lado.
—Manuel —volví a gritar asustada.
No era Manuel. Su cara desencajada se acercó a la mía y pude distinguir, a la débil luz que se filtraba por la ventana, la cara blanca, las manos blancas, las oscuras palabras del Administrador del Hospital.
Me abrazaba con fuerza y pretendía besarme, me escupía su aliento de borracho, murmurando con furia:
—Si eres buena para el negro también lo serás para mí…
Forcejeé como pude y traté de desembarazarme de él pero no lo conseguí y ya sentía su cuerpo sudoroso sobre el mío cuando pude gritar. Mi grito resonó por encima de la música, la fiesta, la ciudad negra. La puerta se abrió y ahora sí, era Manuel, Manuel que se quedó mudo e inmóvil en el umbral. Pero fue suficiente para que mi agresor reaccionara. Se alejó de mí y de un manotazo lanzó contra la pared a Manuel. Cuando desapareció me tumbé en la cama y me eché a llorar mientras Manuel cerraba la puerta y se retiraba escaleras abajo, respetando mi soledad y mi dolor.
Los blancos vivíamos pendientes de la llegada de los barcos. La correspondencia, los víveres, los objetos de primera necesidad llegaban por mar. Generalmente eran barcos extranjeros: holandeses, ingleses, alemanes. Venían cargados de mercancías para las factorías de los europeos y regresaban cargados de cacao.
«El mejor cacao del mundo», me decía Emile con su eterna sonrisa. Con la Navidad, los barcos y las lanchas que hacían el servicio a Santa Isabel habían depositado en nuestras manos regalos y mensajes de nuestras familias. Mi padre me escribía con frecuencia. Las cartas tardaban quince o veinte días, a veces un mes. Me contaba noticias de nuestro pueblo. Los amigos que enviaban recuerdos, las enfermedades, las bodas de los conocidos. Rara vez aludía al disgusto de mi madre por mi decisión de marchar a lugar tan lejano.
Yo también escribía a mi padre. Le contaba cómo era la isla y le hacía descripciones minuciosas del mar, la selva, los volcanes apagados. Le enumeraba las plantas que crecían en los huertos familiares. Y los animales domésticos que se mezclaban con las personas en una convivencia ilimitada. Le hablaba mucho de los niños, le contaba mi forma de enseñar, las mil maneras que tenía de ingeniármelas para hacerme entender; los progresos que hacían en nuestro idioma. Le enviaba listas de libros que debía comprarme y el dinero para que los pagara. También les enviaba la mitad de mi sueldo cada mes. Nunca lo rechazaron. Yo sabía que lo necesitaban y la verdad es que a mí me sobraba el dinero, el doble del que se pagaba en la Península.
No le hablé de mi amigo negro, ni del Administrador blanco ni del amargo final de mi Nochebuena.
De esto tampoco quise hablarle con detalle a Emile porque temía su reacción, Pero no pude evitar aludir a ello. Estaba demasiado angustiada para guardar silencio. Así que opté por una solución intermedia y le hablé de un encuentro fortuito en la puerta de mi cuarto, de la borrachera del blanco, de cierta grosería en su actitud conmigo y del mal trato que había dado a Manuel.
Como yo me temía, Emile se puso furioso. Su habitual sonrisa dejó paso a un ceño torvo.
—Estoy seguro —dijo— de que no puede soportar nuestra amistad. Ninguno la aprueba pero él me odia y se niega a aceptar que soy un negro emancipado con un título en la mano…
Me contó entonces cómo su padre había sido protegido por un alto funcionario francés de las Colonias, a quien había salvado la vida en circunstancias que no me aclaró, en la época de los tratados africanos entre Francia y España.
—Yo estudié con los Padres aquí y luego me hice médico en Francia.
Pero nunca renunció a su país. Le brillaban los ojos cuando hablaba de la belleza de su tierra, de la bondad de sus gentes y de las dificultades y miserias por las que atravesaban.
Tardé varios días en volver al «rancho». Tomaba frutas en mi habitación y el fiel
Manuel me subía tazas de café a todas horas.
Cuando reanudé las comidas con mis compatriotas advertí en seguida que la actitud de mi agresor hacia el muchacho negro era intolerable. Le zahería con cualquier pretexto, le ponía nervioso con sus gritos y reproches, le pedía servicios que correspondían a su propio criado. Yo evitaba intervenir porque temía que en el fondo él estaba provocando mi reacción. Los demás ni siquiera se asombraban. Lo que un blanco dijera o hiciera con un negro era asunto de ese blanco. Se encogían de hombros y continuaban con la charla, la comida, la actividad momentáneamente interrumpida.
Mi paciencia se vio premiada. No había pasado una semana cuando el Administrador desapareció de la ciudad.
—Lo han trasladado —me informó Emile—. Lo han trasladado al continente. Nunca supe si su traslado había sido casual o si en él había intervenido la mano del médico negro que por esas fechas y a través de sus comentarios me había dado muestras de poseer influencia con personajes importantes de la isla.
Cuando repaso lo vivido se me aparece como una serie de secuencias de una película. Lo que no se comparte no deja huella ni nostalgia. No se siente pesar por el bien perdido en soledad. Tampoco el dolor sufrido a solas sirve de referencia pesarosa.
El tiempo que pasé en Guinea fue un tiempo de soledad. Era un mundo de hombres, la mayoría también solitarios. Un mundo duro de lucha y sacrificio para conseguir el único fin que parecía claro: el dinero. Plantadores, comerciantes, funcionarios, negociantes, todos llegaban a la Colonia dispuestos a regresar con dinero. Esta meta no implicaba necesariamente que los blancos coloniales fueran unos malvados. Pero sí suponía en ellos un comportamiento áspero, poco dado a valorar matices y a aceptar sensiblerías.
Mi trato con la gente era muy limitado y se refería a lo estrictamente profesional.
Visitas, invitaciones, todo venía marcado por el carácter oficialista de mi papel y mi puesto en la Colonia.
El párroco me invitó un día, poco después de Navidad, a visitar la Misión, a tres horas de camino de nuestra ciudad. La Misión tenia unas cincuenta internas adultas que vivían con tres monjas y una hermosa Iglesia atendida por un sacerdote. Me cuesta trabajo identificarme con la innegable labor de las monjas. Las internas aprenden oficios; salen de su condición de analfabetas desnutridas y son educadas en la religión católica. Es verdad. Pero ya entonces creía yo más en la justicia que en la caridad. Respetaba la labor de las monjas pero no era mi labor. Mi sueño iba por otros rumbos. Educación, cultura, libertad de acción, de elección, de decisión. Y lo primero de todo, condiciones de vida dignas, alimentos, higiene, sanidad.
—No pides casi nada… —me decía tristemente Emile—. El hambre de África no terminará nunca. África es la víctima del hombre blanco.
No le contradecía pero observé que vivía en una perpetua exaltación. A veces pronunciaba frases amenazadoras cuyo significado último se me escapaba. Cuando le pedía aclaraciones a lo que acababa de decir, se volvía hermético. Me parece que luchaba entre el deseo de contarme algo importante y la reserva exigida por el contenido mismo de lo que me ocultaba.
Los días pasaban y yo adquiría rutinas, costumbres, formas de convivencia. En una palabra, me adaptaba al medio. Me encontraba a mi misma repitiendo actitudes de los blancos de la Colonia. Creo que eran claves de supervivencia que yo imitaba inconscientemente: las comidas convenientes, las ropas convenientes, los refugios según la hora del día, las compras, las medicinas preventivas. Y al mismo tiempo me acercaba despacio a otras claves que parecían regir la vida de mis niños.
Trataba de explicarles el ciclo vital de sus plantas, las consecuencias de su situación geográfica, la importancia del clima, la humedad y el calor. Todo les interesaba y a pesar de su escaso vocabulario daban muestras de entender lo fundamental.
—Este es un país rico —les decía. Eso no lo entendían. Y yo no encontraba las palabras para transmitirles los conceptos más elementales de economía. «Más adelante», me decía.
—Más adelante —le dije a Emile.
—El día que lo entiendan —me contestó— tendrás que huir de aquí…
En febrero las lluvias arrasaron la escuela. El techo de nipa falló a pesar de su inclinación, a pesar del amplio alero que protegía una zona alrededor del edificio. El agua se filtró con violencia a través de las fibras vegetales y su impetuoso fragor me impedía oír nuestras propias voces. Una tabla mal ajustada se vino abajo y arrastró toda la estructura del tejado. Los niños no tenían miedo. Me miraban con sus grandes ojos risueños y trataban de ayudarme a recoger mis papeles mojados, los objetos que
la riada arrastraba dentro de la clase. «Lluvia, lluvia», repetían entusiasmados de su conocimiento de mi idioma.
La sombrilla no me sirvió de nada. Empapada, chapoteando en el barro me fui acercando a mi vivienda. Por el camino me encontré a Manuel que venía a mi encuentro para ofrecerme ayuda y compañía. Descalzo, su delgado cuerpo adolescente brillaba con las gotas de lluvia cuando el sol, o mejor, la claridad de un sol oculto, fue dando paso a una calma engañosa.
Mi padre me decía en una carta que había un español oriundo de nuestro pueblo y pariente de unos conocidos, que llevaba mucho tiempo en la isla. Se llamaba don Cipriano Sánchez y eso era todo lo que sabía de él. No tardó mucho tiempo en dar señales de vida. Un día, después de la comida, apareció en nuestro «rancho». Era de mediana estatura, delgado, ojos vivos y piel arrugada. Vestía de blanco y se quitó el sombrero de ala ancha. Se dirigió a mí y me preguntó:
—¿Gabriela López? — El mismo se dio la respuesta—: Otra no hay, así que tiene que ser usted…
Me dijo que podía disponer de él, que le pidiera ayuda, que fuera a visitarle a su factoría, que vivía cerca de allí, en la cuesta, sólo un poco más arriba.
Cuando salió, los del grupo me dijeron que era rico e influyente, que tenía casas y fincas de cacao y que andaba tras de instalar un salto de agua para dar luz a su barrio, donde tenía las factorías, los talleres y las serrerías de madera.
Algo en él me recordó a don Wenceslao. El cuerpo enjuto, los ojos oscuros o acaso el color de la piel ajada por el trópico. Desde que dejé el pueblo no había tenido noticias del viejo recluido en su casona. Hay en mí un instinto que he desarrollado toda mi vida: el instinto de no mirar atrás. Cada etapa cerrada se hundía en el pasado. Clausuraba lo vivido y no intentaba mantener lazos, indagar noticias sobre las personas que, pasajeramente, entraban en mi vida. Creo que en el fondo sentía miedo a dejar ataduras, miedo a aferrarme a lo que, de modo irremediable, pasaría a ser un capítulo de difícil repetición.
No obstante, y contradiciendo lo que digo, escribí a don Wenceslao comunicándole mi intención de pedir una escuela en Guinea y de viajar allá. No me contestó.
Tampoco me devolvieron la carta. O se perdió o le alcanzó en la bruma de su soledad y no sintió deseos de contestarme.
La presencia de don Cipriano había reavivado el recuerdo del viejo amigo. También recordé el frío, el olor de aquellos campos, la brusquedad de María, el afecto de Genaro y su rostro sensible. Un ramalazo de melancolía me sacudió durante unos segundos. Sólo unos segundos. Lo que tardé en pedir otra taza de café, lo que tardé en sonreír a Manuel que me acercaba el azúcar. Como un ronroneo lejano me llegaba la conversación de mis compañeros de mesa que divagaban sobre la cuantía de una fortuna: la de don Cipriano Sánchez, mi visitante.
Don John, don Heinrich, don Max, don Cipriano. Estaban todos sentados en sus mecedoras en la galería del club, el casino o comoquiera que se llamase aquel salón donde zumbaban tres grandes ventiladores que agitaban el aire y lo mantenían fresco.
Eran plantadores, eran blancos, eran hombres. Y me habían invitado a comer a través de don Cipriano. El mismo se presentó en mi casa, llamó a mi criado que dormitaba en el portal y Manuel anunció su visita. Era una hora de calor y yo trataba de dormir bajo las aspas del abanico metálico.
—Es usted la única mujer blanca con un puesto de trabajo decente. Queremos obsequiarla y presentarle nuestros respetos…
Sorprendida y un poco confusa, había aceptado.
«Los tiburones», fue el comentario de Emile cuando se lo dije. «Quieren tomarte medida y ver si puedes ser peligrosa o no…» Estaba acostumbrada a los comentarios sarcásticos del médico que siempre encerraban algún sentido oculto.
En esta ocasión me molestaron. Vi en ellos una especie de resentimiento contra mi por haber aceptado la invitación. No dije nada, pero por primera vez empecé a preguntarme si mi amistad con aquel negro inteligente y rebelde no significaba una dependencia.
—Un negro muy inteligente —dijo don Cipriano mientras cortaba cuidadosamente los filetes blanquecinos.
El primer plato había consistido en huevos de tortuga, y el segundo, carne de la misma, con una guindilla muy picante del país.
—Y levantisco —dijo don Heinrich—. Recuerden su relación con los braceros de Flores. ¿A qué iba allí?, ¿qué se le había perdido? Los braceros estaban contentos, eran buenos trabajadores, aunque torpes como todos los negros. Pero él ¿qué quería…? Y luego tiene el run—run de los franceses. Ellos no sueltan nada pero ¡cómo les gusta que los demás soltemos lo nuestro…!
Hablaba un español duro, a pequeños ladridos ásperos que golpeaban los oídos de sus oyentes.
No puedo recordar quién empezó a hablar de Emile. Casi seguro fue don Cipriano, el enlace, el enviado para que yo compareciera ante el tribunal blanco. Es muy posible que fuera él el primero en preguntar.
—¿Y su amigo Emile? — intempestivamente, sin relación con la conversación que había girado en torno al clima, las comidas, la adaptación al trópico; temas todos convencionales en un primer encuentro entre europeos. Y de pronto el ataque, la insidiosa pregunta: ¿Y su amigo Emile?
Antes de que tuviera tiempo de contestar: Bien. O preguntar a mi vez: ¿Qué quiere decir? ¿Por qué le interesan mis amigos?, ya había llegado la afirmación de don Cipriano sobre la inteligencia de Emile y, en seguida, la áspera relación de agravios del alemán.
«Los tiburones», había dicho Emile. Pero no quise ceder al aparente acierto de su definición. Tiburones o no, sería yo quien debería decidirlo y comprobarlo.
—Emile es un hombre muy inteligente, es verdad —dije, cuando pude intervenir
—, inteligente y generoso y sensible. Vive pendiente de su gente y es natural. ¿Acaso nosotros los blancos no nos ayudamos, no nos sentimos cerca de la gente de nuestra raza?
—Así debía ser siempre —dijo un holandés fornido y rubicundo que había centrado toda su atención en la comida hasta ese momento—. Así debía ser, pero no es. Los blancos estamos indefensos ante estos revolucionarios de color oscuro que son muchos y nos pueden masacrar si se lo proponen…
Traté de disuadirle de sus opiniones.
—Yo trabajo con negros —le dije— y puedo asegurarle que, son gente pacífica y no he tenido ocasión de advertir en ellos la menor hostilidad hacia los blancos…
La discusión transcurría en términos amistosos. Se había convertido en un punto de interés común y se desarrollaba dentro de normas elementales de corrección y tolerancia.
Fue el español el que irrumpió de pronto cortando en seco la conversación. Su voz cargada de indignación extendió por la sala un manto de acidez.
—No nos vayamos por las ramas, Gabriela. Como compatriota y caballero tengo que ser sincero: usted no puede alternar como lo hace con un negro…
Todos estaban de acuerdo, estoy segura. Habrían hablado del asunto largo y tendido y la encerrona había sido cuidadosamente preparada. Pero la forma, la brusquedad, el tono, dejaron en suspenso al resto de los comensales.
—No es eso, señorita, no es exactamente eso —trató de intervenir el inglés.
Pero yo lo entendía muy bien. Lágrimas de rabia trataban de salir de mis ojos y la voz se me apagaba en una tormenta de humillación. Cuando pude hablar traté de controlar mi voz para que brotara serena.
—Señores —dije—, no son ustedes quiénes para velar por mi conducta…
—Se equivoca —gritó don Cipriano—. Se equivoca —repitió bajando la voz—. Hay una prohibición que marcan las leyes. Ni un solo blanco casará con negro, ni mucho menos tendrá una blanca relación con un negro…
Fue con. un negro con quien tropecé al salir del comedor.
Venía con las copas de licor y la bandeja saltó por los aires al chocar conmigo. El negro me sujetó por los brazos para que no cayera. «Perdone, señorita», dijo. Y trataba de limpiarme la ropa con la servilleta.
De un empujón le aparté y salí corriendo. Me pareció que en la mesa sonaban risas confusas. Pero en seguida percibí que no eran risas sino murmullos de sorpresa y reconvenciones al negro que, como siempre, sería declarado el único culpable.
—Cuando pasen las lluvias subiremos a la montaña —dijo Emile. Trataba de animarme porque veía mi desaliento físico, la lucha contra un clima extenuante para mí—. La montaña es fresca y seca y te recordará el norte de tu país. Dicen que alguna vez se ha visto hasta escarcha.
Pasó luego a contarme la belleza de aquellas tierras altas, olorosas de monte y hierbabuena, las hortalizas que allí cultivaban parecidas a las de España, los ganados variados que pacían en las praderas.
—Iremos cuando llegue la Semana Santa —sugerí.
Precisamente poco antes de empezar la Cuaresma, el párroco vino a la escuela para explicar a los niños el significado de la festividad.
Rezó con ellos y los bendijo. Al despedirle, los niños daban palmadas a su alrededor, cantaban y reían y hacían en el aire la señal de la cruz. Parecían exaltados por una embriaguez litúrgica que iba más allá de las doctrinas.
El Cura movió la cabeza.
—No se puede con ellos —dijo—. En seguida se escapan a lo suyo. Como había prometido, el miércoles de ceniza llevé a los niños a la Iglesia.
El Cura fue dejando manchas grises en las frentes oscuras. Y ellos parecían fascinados con el rito y la salmodia: «Polvo eres y en polvo te convertirás.» Al salir de la Iglesia los niños se miraban unos a otros sin atreverse a tocar el misterioso tatuaje.
Recordé la primera vez que yo había escuchado esta terrorífica advertencia. Tenia diez años y el abuelo había muerto en un pueblo lejano. Mis padres me dejaron en casa de una amiga. Al día siguiente era miércoles de ceniza y nos llevaron a la Iglesia. No entendí la ceremonia pero a la salida la madre de mi amiga nos lo explicó muy bien: Cuando uno muere se convierte en ceniza, se hace polvo. Y el Cura nos recuerda que sólo somos eso, polvo, y cuando morimos volvemos al polvo para siempre…
Fue sin duda la primera revelación inevitable de la muerte. Mi siguiente reflexión se centró en el abuelo, muerto ya y comenzando a regresar al polvo. Un terror infinito me trastornó. No pude dormir y al otro día cuando regresaron mis padres, lloré mucho tiempo en sus brazos.
Pasados unos días, el Cura me envió recado por el sacristán: «Que la espero el Jueves Santo para los Oficios.»
Hice un gesto de vago asentimiento. El jueves era el día que me esperaba la excursión de Emile. «No iré a los Oficios», pensé. No fui a los Oficios. Pero nunca subí a las praderas.
Estábamos sentados en la tienda de Pedro Ibu, junto al tenderete en el que exhibía su oferta multicolor de artesanía: rionchilas pasadas por fibras vegetales, pulseras de pelo de elefante, pieles de serpientes, trozos de marfil tallado, pieles de mono, plumas de colores.
Pedro Ibu era tranquilo, respetuoso, amable. Admiraba a Emile y se veía que entre ellos había otros lazos además de la amistad. De vez en cuando intercambiaban frases en su idioma que sonaban en mis oídos con acentos inquietantes.
Volví a recordar la agresividad de don Cipriano y sus amigos. Miraba a Emile y me preguntaba si seria en verdad un rebelde activo, un luchador contra la metrópoli, enviado por los franceses para levantar a los negros contra nosotros.
Pero ya Emile volvía a dirigirse a mi en su español dulce y arrastrado.
—Iremos a la montaña…
Faltaban pocos días para las fiestas y él seguía insistiendo en su excursión. Pedro sonreía; todo en él expresaba simpatía y dulzura.
—Hermosa la montaña —dijo.
Yo no contesté. Estaba sentada en el tronco hueco de un árbol y me pareció que el tronco se escurría debajo de mí. Traté de sujetarlo.
—¿Qué te pasa? — dijo Emile.
Lo miré y quise hablar, pero las palabras que resonaban en mi cerebro no salieron de mis labios.
Como envueltas en algodón llegaron a mis oídos fragmentos de frases que se referían a mí: el calor… el cansancio… los mosquitos… Luego la oscuridad me rodeó por completo.
Durante diez días y diez noches deliré en el Hospital. Cuando empecé a distinguir lo que me rodeaba, allí estaba Emile que se inclinaba sobre mí y me decía: «Ya pasó». Y Manuel que movía con suavidad el abanico de plumas sobre mi frente. Y la bata blanca de una enfermera negra. Al despertar de mi inconsciencia, una inmensa tristeza se apoderó de mí. O más bien era mi estado físico, tan deteriorado, el que producía la tristeza. Tardé mucho tiempo en mirarme al espejo, pero me recorría el cuerpo con las manos y encontraba las aristas de los huesos, el esqueleto dibujado bajo la piel, perfectamente palpable.
—No ha sido lo peor —me dijo Emile, cuando pude escucharle—. Ninguna de las grandes fiebres, ninguna de las incurables. Pero ha sido suficiente… Tardarás mucho tiempo en recuperarte. Te explicaré el tratamiento para el viaje…
Los papeles los arregló la Delegación, Emile me acompañó a Santa Isabel. Los porteadores subieron mi baúl al barco. En el muelle me crucé con don Cipriano que no me reconoció o evitó reconocerme. Emile me sujetaba al subir a bordo. No pude esperar en cubierta para decirle adiós. Me dejó tendida en la litera, ordenó mis cosas, puso en mi mano la próxima dosis de quinina y me besó en la frente.
La travesía no fue mala. Por alguna consideración especial me adjudicaron un camarote de cuatro para mí sola. Me atendieron con cariño y tuve la sensación de estar recibiendo un trato deferente. La deferencia ¿venía de la Delegación? ¿Venía de Emile? Noches y días descansaba rendida en la litera. Mi debilidad hacía que nada me afectara demasiado, ni los movimientos del barco, ni el calor, ni el lento transcurrir del tiempo. En permanente duermevela, sólo una obsesión aparecía y desaparecía en las ondulaciones de mi cerebro. 

«Mi sueño no progresa. Mi sueño es un sueño maldito. Siempre estoy empezando el sueño…»

domingo, 20 de febrero de 2022

Requerimiento a Juan Calvo

El 20 de febrero de 1941, publicaba el Juzgado Permanente de Marina el requerimiento de comparecencia de «Juan Calvo, que durante el glorioso Movimiento nacional permaneció embarcado en la motonave Fernando Poo, con plaza, al parecer de gambucero"», para un "asunto de interés propio".

¿Todavía en 1941? ¿pero quién era Juan Calvo?

Según el grumete Juan Fernández Hermo, de la tripulación del Fernando Poo”, el cual confesó durante la instrucción de Juan Fontán Lobé «que al oír el primer cañonazo se refugió en el oficio de 2ª con las camareras», Juan Calvo era uno de los líderes revolucionarios: «Dice que el Comité lo formaban Domingo López, Juan Calvo, Antonio Tarí, Francisco Pérez, Vicente Filló y Francisco Seguí». De hecho -afirmaba el cuarto maquinista Vicente Filló Places en su declaración- que, durante el último viaje, el barco se habría acercado demasiado («a 7 millas aproximadamente del faro») a la isla en manos de los sublevados generando protestas de los tripulantes y que incluso «Maciá, Manuel de Dios y Juan Calvo amenazaron al Capitan y Oficiales por esto».

Igualmente, según el cuarto maquinista Ceferino Saez Sánchez, Juan Calvo sería responsable de la maniobra del vapor «tratando de levar anclas para abordar al Ciudad de Mahón», que generó la reacción de la artillería del Ciudad de Mahón, ya que «Juan Calvo dio orden de dar [marcha] atrás, siendo transmitida por Maciá a Ántonio Tarí».

Conforme a la historiografía franquista esa maniobra sería imperdonable, ya que en palabras de Juan Ramírez Dampierre, vicecónsul portugués en Fernando Poo: «en determinado momento el vapor comunista, cuyas anclas estaban izadas y pronto a zarpar, reculaba para tomar posición de atacar al vaporcito, el cual siendo de 600 toneladas brutas intentó partirlo por medio. En este momento el vaporcito disparó debajo de la línea de agua, produciéndole agujeros que momentos después lo hundió».

Requerimiento en el BOE burgalés
de septiembre de 1937
a Antonio Tarí Quiles y Juan Calvo.
Por todo eso, no es de extrañar que fuera incluido en el auto de procesamiento de enero de 1937 como vocal del Comité Rojo, y si bien se aclarará en el auto que él y Antonio Tarí Quiles acabaron «huidos durante la operación», serán acusados de un «delito de Rebelión Consumado, previsto en el Código de Justicia Militar en el artículo doscientos treinta y ocho».

Cuenta Porcel en Guinea mártir: Narraciones, notas y comentarios de un condenado a muerte que el 4 de noviembre y a bordo del Banfora, fueron embarcados para la península, vía Francia treinta y cuatro repatriados pertenecientes a la dotación del buque Fernando Poo y que «pudieron salvarse del hundimiento del mismo, a nado». Entre éstos estarían los fugitivos/desaparecidos Antonio Tarí y Juan Calvo.

Esa ausencia no será impedimento para su acusación, y aunque su nombre no aparecerá en la posterior Sentencia del Consejo de Guerra contra el personal del Fernando Poo, Juan Calvo sí será nuevamente requerido unos años después... y en cuanto a Antonio Tarí, condenado a 12 años y un día de prisión, éste cumplirá condena en la Prisión Central de San Miguel de los Reyes, de donde se le se concederá la libertad condicional el 3 de octubre de 1947.

Resulta inquietante hacer una asociación de ideas, por la cercanía de fechas: Guillermo Portilla recoge en El derecho penal bajo la dictadura franquista: Bases ideológicas y protagonistas cómo en noviembre de 1942 «El Consejo Supremo de Justicia Militar condenó a muerte por un delito de adhesión a un sujeto que formó parte del Comité revolucionario a bordo del “Fernando Póo” e intentó entregar al capellán, sigue la sentencia, a las autoridades rojas de Málaga, lo que finalmente no consiguió (Sentencia de 18/11/1942 RJA. 1394).»

Pero puestos a elucubrar... en cuanto a su huida y todavía "desaparición" entrada la década de los 40... ¿recordáis a los también desaparecidos maquinista Eduardo Selma y al barbero Francisco Caparrós, compañeros del gambucero Juan Calvo en el Fernando Póo e integrantes con él del Comité? ¿y al sargento Anastasio Núñez?

La respuesta probablemente esté en La Navaja de Ockham ecuatorial.

miércoles, 16 de febrero de 2022

Bioko mediterráneo

Es cierto.... en las escuelas españolas apenas se enseña sobre Guinea Ecuatorial.



Pero no siempre fue así, y en esa época en la que sí se enseñaba sobre los territorios ecuatoriales, los escolares peninsulares pensaban que tanto las islas Canarias como Fernando Poo eran unas islas del mediterráneo, al sur del archipiélago balear y cerca de la costa marroquí.



Area geogràfica: Espanya; Portugal
Títol: Mapa de España y Portugal / trazado bajo la dirección del capitan de ingenieros Don Benito Chias y Carbó ; S. Poch gbo. ; J. Ribera d[ibuj]o ; Lit. F. Riera Feliu
Autor: Chias Carbó, Benet ; Poch, S. ; Ribera, J. ; Lit. F. Riera Feliu
Any de l'obra original: 1905
Altres autors: Casa de Alberto Martin
Descripció: 1 Mapa, col. Finestres: Isla de Fernando Póo ; Muni, Guinea continental española, 1:1 375 000 Datació aproximada.
Registre: RM.253543
Matèria: Mapes
Veure georeferenciat: Array
Editor digital: Institut Cartogràfic i Geològic de Catalunya
Col·leccio digital: Mapes d'Espanya (s. XV-XX), http://cartotecadigital.icgc.cat


lunes, 7 de febrero de 2022

El Taiwán ibérico (IV) y el oro de Moscú

Yate Vita
En este paseo por la Calle 19 de Septiembre de la vieja Santa Isabel hemos recopilado anteriormente
varios momentos históricos en los que las dos islas Formosa (Bioko y Taiwan) estuvieron a punto de correr procesos en paralelo.

Básicamente se trataba de facilitar la reconstitución del gobierno republicano en el exilio en un territorio no europeo y -con el apoyo internacional- forzar un cambio en el resto del territorio español.
Un proceso fallido que necesariamente recuerda al del la isla de Taiwán.
La última experiencia que incluiremos la relata Rafael de Mendizábal Allende en Misión en África. La descolonizaciónde Guinea Ecuatorial(1968-1969). Conforme al magistrado, tras la guerra mundial «había comenzado a fermentar un sentimiento nacionalista de baja intensidad y sin brotes graves de violencia, salvo el ataque el año 1962 en las cercanías de Ebebiyin a dos Guardias Civiles que, heridos, repelieron la agresión matando a cuatro de sus atacantes nativos. Ese fermento fue fomentado por los republicanos españoles exiliados en Méjico que pusieron a disposición de los descontentos 200 millones de pesetas del tesoro del yate Vita, cifra fabulosa en aquella época, con el fin de desestabilizar el Régimen, colocándole en una situación semejante a la del Portugal de Salazar, enzarzado en guerras coloniales, pequeño gran país siempre bravo, pero equivocado en aquella coyuntura».

Es una especie de leyenda urbana, conforme a la cual el yate Vita, habría partido al exilio mexicano al
final de la guerra civil, por instrucciones del gobierno español. En su bodega estaría almacenado parte del conocido como "oro de Moscú" (incluyendo el de las arcas de la Generalitat) y diversos bienes patrimoniales. Este "tesoro" sería por años un elemento de discordia entre los exiliados, incluyendo el Gobierno Vasco en el exilio a través de la tripulación vasca del yate.
Según algunas fuentes, el "tesoro" se usó para financiar los trabajos del Gobierno Republicano en el Exilio, agotándose finalmente en las primeras elecciones tras la muerte de Franco.

La información de PARES difiere con esa información, ya que el "tesoro" -tras un pulso inicial con el Gobierno de Negrín- fue administrado por la Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles (JARE), «organización creada por la Diputación Permanente de las Cortes Republicanas en el exilio a instancias del socialista Indalecio Prieto, para asisitir a los refugiados españoles en el exilio. Su finalidad era la de "administrar cuantos recursos y bienes pueda y deban destinarse al auxilio de quienes emigran de España por defender las instituciones democráticas de nuestro país" (...). Entre los años 1940 y 1942, la JARE desarrollando su actividad en Francia bajo la cobertura de la delegación del gobierno mexicano de Ávila Camacho. En diciembre de 1942, Ávila Camacho incautó los bienes de la JARE, cuya administración pasó a manos del estado mexicano, creando la comisión CAFARE para administrarlos. Con el objetivo de escolarizar a los hijos de los refugiados la JARE creo en México la Academia Hispano-Mexicana y el Instituto Hispano-Mexicano Ruiz de Alarcón».


Mendizabal, que fue asesor de Macías y -entre otros compromisos- Magistrado del Tribunal Constitucional, Presidente de Sala del Tribunal Supremo y Presidente de la Audiencia Nacional, es posible que tenga acceso a información privilegiada. Lo curioso de esta hipótesis, es que el propio Pío Moa alude al tesoro del Vita en su obra "Mitos del franquismo" pero no recoge que se utilizara en financiar a la disidencia o a los independentistas ecuatoguineanos.

Todavía en 2010, el argentino Bill Vidal desarrollaba un thriller histórico sobre el "Oro de Moscú" que derivaba en una trama ecuatoguineana: «En julio de 1936, el gobierno republicano decidió evacuar las reservas de oro españolas. Siete mil novecientas cajas llenas de oro partieron desde Cartagena rumbo a Odessa, pero sólo llegaron a destino 7.800. Así empezó el misterio del Oro de Moscú. En 2004, [Jack Hadley] un académico británico se propone escribir la biografía de El Azteca, un brigadista mexicano que intervino en la operación. Al hacerlo, se ve inmerso en una conspiración de primer orden. El CNI, el ICEX y Raúl Castro lo persiguen hasta lograr implicarlo en el golpe de estado de Severo Moto. España, América Latina, Guinea Ecuatorial... un nuevo eje sirve de marco a esta trepidante novela de acción en la que, más que nunca, nada es lo que parece».
Pero esa es otra historia....

lunes, 24 de enero de 2022

El Taiwán ibérico (III)

Euzko Deya-La voz de los vascos,edición de 1971.
Ésta es una gran historia: de cómo las dos islas Formosa (Bioko y Taiwan) estuvieron a punto de correr procesos en paralelo.

Básicamente se trataba de facilitar la reconstitución del gobierno republicano en el exilio en un territorio no europeo y -con el apoyo internacional- forzar un cambio en el resto del territorio español.
Un proceso fallido que necesariamente recuerda al del la isla de Taiwán.

En este paseo por la Calle 19 de Septiembre de la vieja Santa Isabel hemos recopilado anteriormente varios intentos durante el periodo de guerra fría:
Pues faltó una más, previo al inicio de la guerra fía...: Se trata de las maniobras del Gobierno Vasco en el exilio, en plena guerra mundial.

Es una obviedad, que al igual que franco recibió el apoyo de alemanes e italianos durante la guerra civil, en la II Guerra Mundial el gobierno franquista colaboraba con mayor o menor descaro con el Eje Roma-Berlín-Tokio, ocupando el territorio ecuatorial un papel interesante como veíamos en El granero en la retaguardia o incluso en Operación Gibraltar.

Así, previendo tanto la posible entrada española en la guerra, como la importancia estratégica del territorio en una posición de neutralidad sesgada, el Gobierno Vasco en el exilio manejó varias opciones, incluyendo la posibilidad de un levantamiento en el territorio para -conjuntamente con el gobierno de la República en el exilio- apelar al apoyo aliado para derribar al gobierno de Franco. O incluso magnificar la presencia alemana en Guinea para forzar una intervención de los aliados.

Se daban dos circunstancias:
  1. En Guinea, el PNV sabía por fuentes fiables que había infiltraciones alemanas desde diciembre de 1936, y que en Fernando Poo -centro neurálgico de las comunicaciones militares con las colonias francesas adheridas a De Gaulle- estaban realizando obras militares.
  2. Las cuatro décimas partes de la población blanca de Guinea eran de origen vasco. 
No es de extrañar, que en un intento por sustraer de miradas curiosas y hostiles la connivencia de las autoridades franquistas con la Alemania nazi, se produjeron expulsiones de diferentes colonos, incluyendo vascos (está documentada la de Elías Barrenechea, Manuel Olazábal Masa y la de su pariente  Ignacio Olazábal Uriarte).

Aquí es donde introducimos el relato de Ángel Elo de Tierra, Joven, Dorado, Guinea Ecuatorial, conforma al cual, «el 11 de septiembre de 1941 se creó en Gran Bretaña el 3º Batallón de Fusileros Marinos de las Fuerzas Navales Francesas Libres. Esa unidad debía de componerse de vascos españoles exiliados y también de voluntarios iberoamericanos, pero tuvo la oposición de las autoridades inglesas -que no deseaban indisponerse con Franco- y finalmente fue disuelta el 23 de mayo de 1942», como respuesta a una queja formal del Duque de Alba, embajador franquista en Londres, al Foreign Office.

Durante su efímera existencia, «la unidad quedó en un desarrollo puramente teórico: reglamentos, comisiones y nombramientos de oficiales. Su única plasmación práctica fue el envío de dos de sus oficiales bajo la tapadera de una misión comercial al África Ecuatorial Francesa Su objetivo era vigilar las actividades secretas alemanas en Río Muni, realizar labores de información y preparar una operación para el caso de que España entrara en guerra. Pero también esta misión se frustró al disolverse el Batallón y tener que regresar los dos oficiales».

Oficiales del 3er. BFM durante un curso de armas ligeras en Browndown, desarrollado del 30 de septiembre al 18 de octubre de 1941. En 1ª fila sentados: capitán de corbeta Servando Marenco, capitán Ries, mayor West, oficial de enlace PhilipKieffer y médico de 1ª Ángel Agirretxe. En 2ª fila,de pie: sargento instructor Blandford, alférez de navío de 1ª José María de Ballabriga, aspirante Servando Marenco alférez de navío de 1ª Antonio González, sargento instructor Guttridge.

Se trataba de Servando Marenco Reja, amigo de Fermín Galán y responsable de la sublevación en Lérida simultánea a la de Jaca, y teniente coronel del Ejército Republicano con el grado de capitán de corbeta y jefe del 3er. Batallón de Fusileros Marinos, y su hijo el aspirante Servando Marenco Delgado, que había sido alférez de Infantería republicano.

Como relata Juan Pardo San Gil en Marinos vascos en las Fuerzas Navales Francesas, «finalizados los cursos de preparación para oficiales, los dos Marenco, padre e hijo, fueron destinados a una misión especial en Brazzaville. Debían vigilar las actividades secretas alemanas en las posesiones españolas en Guinea Ecuatorial. Se tenían informaciones de la presencia de alemanes en la colonia española desde 1936 y se temía que, amparados en un pabellón neutral, pudieran realizar operaciones de desestabilización en el África Ecuatorial Francesa Libre. La tarea de estos oficiales era contactar con los vascos de la colonia, que formaban un núcleo numeroso entre la población blanca local, para recoger información y preparar una lista de personas favorables, susceptibles de ser utilizadas para sus fines. En caso de peligro se prepararía una operación desde el interior de la colonia que pareciera una querella interna entre españoles y tendría menos repercusiones que una acción militar internacional, fórmula que quedaría excluida a menos que España entrara en guerra. Sin embargo, los oficiales tardarían en llegar a Brazzaville, por las dificultades de transporte marítimo derivadas de la guerra, y apenas tendrían tiempo de realizar la misión puesto que el Batallón sería disuelto en 1942 y ellos tendrían que regresar. Además, en el desempeño de su labor, se toparon con que algunas autoridades francesas y personas de contacto en la región eran en realidad simpatizantes de Vichy y dificultaron aún más su trabajo. Les costaría un año regresar a Londres, sin que hubieran conseguido establecer una red de contactos con el interior de la colonia».

Oficiales del 3er. Batallón de Fusileros Marinos, en septiembre de 1941. En 1ª fila sentados: capitán de corbeta Servando Marenco y capitán de corbeta Juan de Arce. En 2ª fila, de pie: alférez de navío de 1ª Antonio González, alférez de navío de 2ª Juan de Basabe, médico de 1ª Ángel Agirretxe, aspirante Servando Marenco, alférez de navío de 1ª José María de Ballabriga. 

Mikel Rodríguez, en su libro Espías vascos afirma:

«... de los espías e informantes aliados que actuaban en la colonia, sólo conocemos que Elías Barrenechea y Manuel e Ignacio Olazábal fueron expulsados por “anglófilos furibundos”. Prepararon operaciones de auténtico fuste ¡hasta sublevar la colonia!
(...). En uno de los informes de la red de espionaje, podemos leer:
Uno de los tres miembros de la comisión comercial que se encuentra en África ecuatorial es un agente del servicio secreto español que tiene la función de supervisar la llegada de alemanes en Río Muni y Fernando Po. Ya en diciembre de 1936 el embajador en La Haya, Semprún y Gurrea, había advertido de infiltraciones alemanas y trabajos militares y no había razones para pensar que los alemanes se habían ido.
Ante el peligro de que los alemanes se apoderen de la Guinea española, en el corazón de las posesiones de la Francia Libre, el hecho de que los vascos representen los 4/10 de la población blanca de la Guinea española y sus dependencias constituye un factor favorable a una acción vasca. Se informa además desde hace alrededor de tres meses de diversos casos de expulsión de colonos vascos, lo que parece indicar un incremento de la actividad que debe sustraerse de ojos curiosos y hostiles.
La labor del agente vasco consistirá en alentar las labores de inteligencia en los miles de vascos y eventualmente entre los oficiales españoles, secundar el servicio competente francés en su labor de información, elaborar la lista de personas simpatizantes susceptibles de ser utilizadas para nuestros fines y, dado el caso, si un peligro concreto aparece, preparar una acción que, partiendo del interior y estando revestida de querella intestina entre españoles, presentaría menos riesgos de repercusiones desfavorables que una acción militar de orden internacional, forma de acción que, además, a menos de una entrada oficial en guerra de España, queda totalmente excluida".
Volvemos a encontrarnos ante el leitmotiv de los “servicios”: exageración del peligro nazi para convencer a los Aliados de la hostilidad española. Resultaba imposible para los alemanes, que no dominaban el mar, hacerse con el control de Guinea. Por otra parte, parece improbable que los colonos iniciaran cualquier aventura al grito de “libertad”, pues los 150.000 indígenas a los que recientemente habían expropiado las tierras podrían tomar buena nota del eslogan.

Creemos –y es una suposición– que estos espías debieron informar en profundidad sobre las defensas de la colonia, porque allí se produjo una de las acciones más enigmáticas de la guerra: la Operación Postmaster. En enero de 1942 un remolcador, que no lucía bandera, penetró en la bahía de Santa Isabel y abordó el líner italiano Duquesa de Aosta y los mercantes alemanes Likomba y Bibundi. Grupos de comandos saltaron sobre los buques, lanzaron cables de arrastre y zarparon ante la impotencia de la Guardia Colonial, que los hostigó a tiro de fusil a falta de medios más potentes. Como Londres intentaba evitar los incidentes con España, se pensó que era cosa de la Francia Libre. Y, sin embargo, fue el 62 Comando del SOE, cincuenta hombres -entre ellos tres exiliados republicanos de los que no conocemos la identidad- denominados Small Scale Raiding Force. Esta incursión exigía una información pormenorizada de las defensas de la isla y del estado de la máquinaria de los mercantes. La presencia de una simple ametralladora o de un mortero podía hacer fracasar la operación y provocar un incidente internacional. Alguien debió dar todo tipo de seguridades de que nada más que fusiles roñosos se opondrían al abordaje».

Oficiales del 3er. Batallón y miembros del PNV y del Consejo Nacional de Euzkadi (de izquierda a derecha): médico de 1ª Angel Agirretxe, Elías Etxebarria, alférez de navío de 2ª Juan de Basabe, Luis Arredondo, capitan de corbeta Servando Marenco, Manuel de Irujo (presidente del CNE), capitán de corbeta Juan de Arce, Antonio Gamarra, alférez de navío de 1ª José María de Ballabriga, José Ignacio de Lizaso, aspirante Servando Marenco y alférez de navío de 1ª Antonio González.

Sobre el último párrafo Mikel Rodríguez, los investigadores Pedro J. Oiarzabal y Guillermo Tabernilla afirman en La OSS y el Servicio Vasco de Información-la Organización Airedale que «el Comando Número 62, una fuerza de incursión a pequeña escala (Small Scale Raiding Force) compuesto por cincuenta y cinco soldados, creada en 1941 y desmovilizada en 1943, fue puesto bajo la dirección del SOE. Su primera acción fue la Operación Postmaster (14 de enero de 1942) con el objetivo de desarticular una base de operaciones del Eje en la isla de Fernando Po (Guinea Ecuatorial española), que se dedicaba a aprovisionar de combustible a barcos italianos y alemanes. A pesar de la reticencia de las autoridades británicas para atentar contra un país neutral, el SOE llevó a cabo la operación especial con gran éxito, enviando un mensaje de advertencia claro y directo a España. En esta operación intervino el comandante del 3er Batallón de Fusileros Marinos, Servando Marenco, y su hijo del mismo nombre, que también estuvo en el batallón».

Como anécdota final, Postmaster fue uno de los primeros éxitos de los comandos británicos y sirvió de modelo para otras operaciones similares. Pero no sólo para futuras operaciones: Ian Fleming -más conocido como autor de James Bond- se involucró en esta operación como comandante de la División de Inteligencia Naval británica: ésta primera acción y posteriores fueron parte de los insumos que crearon al agente 007. De hecho, no son pocos los que creen que Gustavus March-Phillipps, el oficial a cargo de la misma, fue precisamente la inspiración de James Bond.



lunes, 10 de enero de 2022

La cuadrilla de Ayala

Para conocer sobre África en general y sobre Guinea Ecuatorial en particular, no hay mejor guía que Gustau Nerín. Algunas entradas de este paseo por la Calle 19 de Septiembre, como por ejemplo el dedicado a La Sección Femenina, serían difíciles de entender sin su trabajo previo.

Y entre sus muchos textos, hay uno de referencia obligatoria: Un Guardia Civil en la selva.
Se trata del Teniente Ayala, al que ya se ha incluido en varias anotaciones del blog.
Merece la pena, sin embargo, dedicar especial atención al capítulo El declive de un tirano del libro de Gustau:
La Guerra Civil dividió a los miembros de la red de reclutamiento de Ayala. Núñez de Prado cayó durante los primeros días del conflicto. El 18 de julio de 1936, gracias a sus intrigas políticas, ocupaba el cargo de director general de Aeronáutica. Hacía tiempo que colaboraba en la vigilancia de los círculos militares reaccionarios y se le consideraba uno de los principales generales republicanos. Por eso, al enterarse el  Gobierno de que la guarnición de Zaragoza había protagonizado un alzamiento armado, le envió allí para que abortara la rebelión. No pudo hacer nada. Al aterrizar en la capital aragonesa, fue arrestado por los golpistas. Lo ejecutaron sin mediar juicio alguno. Nunca llegaría a ser nombrado conde de Guinea, como proponía el servil Arija. El bando franquista jamás reconoció aquella ejecución. Cuando, años más tarde, la viuda del general pidió explicaciones sobre su paradero, le ofrecieron una partida de defunción en la que únicamente se indicaba que había «desaparecido» en agosto de 1936.
La mayoría de los oficiales que habían servido junto a Ayala en la Guardia Colonial se unieron al bando franquista. Tomás Buiza estaba el 18 de julio en Barcelona. Mantuvo una postura ambigua: no se sumó a la revuelta militar, pero ayudó a escapar a algunos de los guardias civiles rebelados que se habían atrincherado en el convento de los carmelitas de la Diagonal. Al cabo de un tiempo, huyó de Cataluña por la frontera francesa y se pasó a la zona insurgente. Pero no le recibieron con los brazos abiertos. Se le juzgó por no haberse rebelado a tiempo y fue condenado a la pérdida de ocupación y a una pena de cárcel (simultáneamente, se le juzgó en rebeldía por parte de los republicanos, que le condenaron a cadena perpetua).
La actitud de Rafael Carrasco de Egaña fue más clara. Al estallar el golpe estaba en Vilanova i la Geltrú, uno de sus lugares habituales de residencia; en 1934 ya había contribuido, como jefe del cuartel de la Guardia Civil del municipio marítimo, a aplastar la insurrección independentista del 6 de octubre (en aquella ocasión le habían nombrado delegado del Gobierno en Vilafranca del Penedés, y había destacado  por la persecución de militantes de izquierdas y catalanistas). En julio de 1936, pese a estar destinado en Granada, pasaba unos días en Vilanova, de permiso. Se sumó a los rebeldes, pero acabó detenido y fusilado. Eugenio Touchard también apoyó a los golpistas. Cuando estalló la guerra estaba en Palencia, como capitán de la Guardia Civil, y se puso a disposición de los generales derechistas. Como era buen conocedor de Guinea, en enero de 1937 le enviaron a Bata como subgobernador de la Guinea Continental. Al dejar el Ejército, Touchard se estableció en el Muni, donde murió, en 1953, por una intoxicación de setas venenosas.
Casi todos los pilotos de la Patrulla Atlántida lucharon en el bando golpista, y uno de sus aviadores llegaría a ocupar altos cargos durante el franquismo. Fernando de Carranza, un subgobernador de Elobey que había colaborado en los negocios sucios de Ayala, accedió a una plaza todavía más notoria: fue el «hombre de paja» de Franco en la HISMA, empresa hispanoalemana que gestionaba la entrega de armas del Tercer Reich a las fuerzas franquistas. García Loygorri, que seguía en el Muni, lideró un intento de revuelta de los colonos derechistas contra la República; aquel intento fracasó, pero los  republicanos permitieron que huyese. Cuando las tropas franquistas tomaron el control de la colonia, fue recompensado con varios cargos en el Gobierno colonial (aunque durante la República se le hubiera condenado a «postergación perpetua para el ascenso», por su implicación en la trata de negros). Su compañero David Carrillo también se sumó al levantamiento. Aunque en 1933 le hubieran cesado de la Administración colonial por su implicación en las redes de reclutamiento, tras el golpe se reincorporó a la función pública en Guinea gracias al amparo que le proporcionaron destacados franquistas.
En cambio, en julio de 1936, Ayala no lo dudó ni por un instante y se alineó con el Frente Popular, aunque años atrás hubiera destacado por la organización de celebraciones de carácter monárquico. Al parecer, el factor determinante de dicha decisión fue su anticlericalismo (una vez había llegado a afirmar que él apoyaría a quienes «terminaran de una vez por todas con los curas y misioneros»). En realidad, las polémicas políticas de la metrópolis llegaban con escasa virulencia a Guinea. Así, pues, la guerra nunca estuvo acompañada por la gran oleada de violencia que sacudió los cimientos de la metrópolis. El gobernador del momento intentó minimizar el conflicto; pretendía, sobre todo, ocultar ante los negros la división interna entre los colonizadores. En Guinea se impuso la moderación; en un primer momento, en el Muni, incluso se prohibió el Frente Popular, aunque fuera el partido que gobernaba en Madrid. Aun así, los republicanos adoptaron ciertas medidas para controlar a los claretianos, a quienes consideraban -y razón no les faltaba- los principales instigadores de la reacción en la colonia.

domingo, 26 de diciembre de 2021

El exilio de Fermín Botella

¿Recordáis las entradas sobre el destierro en Guinea aplicable a las supuestas disidencias (externas o internas)?
Un castigo pensado para forzar al exilio al penado y arropar jurídicamente las incautaciones de bienes...

La Universidad de Alicante ha elaborado una base de datos de La represión franquista en la provincia de Alicante, y entre la biografías recopiladas se encuentra la de Fermín Botella Pérez, vecino de Alicante:

Periodista alicantino. Propietario de El Luchador-diario republicano, en donde publicaba con el seudónimo de "El de la tanda". Afiliado a IR. Delegado del gobierno en las Salinas de Torrevieja. Miembro de la logia Numancia nº 3 de Alicante (1928 - 1931), simbólico "Blasco Ibáñez", gr. 2º.

Redacción de Radio París: De izq. a der.: Fermín Botella Pérez, Luis Arroquia conversando con Francisco Díaz Roncero, Julián Antonio Ramírez y Carmen Bonet a la máquina de escribir.

Salió al exilio en barco británico Marítima, el 29 de marzo de 1939, acompañado por su hermano Álvaro Botella Pérez, que había sido gobernador civil de Alicante y anteriormente de Toledo. Se le aplicó la LRP, cuando estaba "en paradero desconocido", y se le condenó a una multa de 25.000 pesetas, inhabilitación y confinamiento en la Guinea durante 15 años. El TRMyC sobreseyó provisionalmente su expediente el 5-V-1945.

Falleció a la edad de 76 años, exiliado en París, y sin cumplir la pena de destierro en el territorio ecuatorial.

(Fuente: M. Ors - BOPA, 24-XI-1939, 9-I-1940 y 10-I y 27-VI-1941 – Vicente Sampedro).

Esquela como exiliado y antiguo miembro de la resistencia francesa (fondo Irujo).

 

miércoles, 15 de diciembre de 2021

Dos más de los 150 del penal

En este paseo por la calle 19 de Septiembre de la vieja Santa Isabel, son recurrentes las citas a Juan Rodríguez Doreste sobre su vivencia de confinamiento en el campo de concentración del viejo Lazarero de Gando:
«Llevábamos algunos meses en Gando cuando llegaron los detenidos en la Guinea española, que procedían de la isla de Fernando Poo y del territorio del Río Muni, a los cuales se habían incorporado los tripulantes capturados del vapor de la Compañía Trasmediterránea, llamado precisamente el Fernando Poo, hundido en las aguas del puerto de Bata. Eran aproximadamente unos ciento cincuenta en total, entre tripulantes y coloniales. De los primeros salieron las bajas más importantes que causó la expedición conquistadora. (...) Y así un día aparecieron por Gando, derrotados, pálidos, con evidentes señales del estrago corporal que les había causado una reclusión que lindaba en infrahumana. Constituían un buen contingente, muy heterogéneo de composición, pero muy homogéneo en la solidaridad, en el buen espíritu. (...) Me cruzan igualmente por el recuerdo otras figuras de amigos que fueron asiduos concurrentes a nuestro cuarto, que ganaron nuestra estimación, que intimaron incluso con algunos de nosotros y que luego la vida ha esparcido por distintos cuadrantes: los guineos Francisco Luque, escéptico bromista de garra irónica, y Pedro Mantilla, buen dibujante y delineante, excelente persona a quien luego encontré muchas veces en el despacho donde trabajaba en Madrid».

No hay mucha información accesible sobre ambos, pero sí que a Manuel Luque Vázquez y a Pedro Mantilla Henríquez (Enrici dirá el BOE en su nombramiento como capataz forestal en el servicio correspondiente en los territorios españoles del Golfo de Guinea) les fueron conmutadas las penas en noviembre de 1941.

Posiblemente, la extraordinaria memoria del viejo alcalde fallara en esta ocasión y se tratara realmente del Manuel Luque para quien -al igual que para Pedro Mantilla- el fiscal solicitaba reclusión perpetua y finalmente fue condenado a 10 años de prisión, Ambos cuentan igualmente con su correspondiente expediente de indulto, tras cumplir parte de la pena.

Palo ubicado en el patio del campo de concentración del Lazareto de Gando en Gran Canaria, recurrente en los testimonios de maltrato. Fotografía cortesía de Fernando Caballero Guimerá, incluida en "Los campos de concentración de Franco" de Carlos Hernández de Miguel.