¿Recordáis
El cementerio musulmán de Musola? No es la primera vez que la temática religiosa surge en este paseo por la vieja
calle 19 de septiembre de Santa Isabel.
Al fin y al cabo, en un España pretendidamente monocolor, los relatos minoritarios o divergentes no tenían cabida.
Juan Antonio Monroy recoge su experiencia en "Un protestante en la España de Franco":
«En 1858 -la Historia es un simple juego de abstracciones-, España envió al primer gobernador general, quien la declaró colonia de la Corona. Con el señor gobernador llegaron los señores jesuitas, faltaría más. Iban pagados por el gobierno español, como siempre, con un sueldo de 4.000 pesetas anuales. Pesetas de aquellos tiempos, más otras pesetillas por trabajos extras.
También con los ingleses llegaron los misioneros protestantes, con la diferencia de que en lugar de entregar a los nativos reliquias y estampitas les regalaban ejemplares de la Biblia. La Palabra de Dios corrió y fue glorificada. Los misioneros ingleses fundaron iglesias y establecieron escuelas. Demasiada herejía para el clero católico.
Algunos jesuitas enfermaron, otros no soportaban el clima; los discípulos de Loyola abandonaron el país; para sustituirles llegaron los claretianos, orden de frailes fundada en Cataluña por el arzobispo Antonio María Claret.
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Misión Jesuítica (1889) en Santa Isabel. |
Para entonces los jesuitas ya habían emprendido una santa cruzada en contra de los protestantes. Uno de ellos, Miguel Martínez Sanz, envió una carta a sus superiores en España en la que decía: "Es muy probable que el Gobierno español, a ruegos míos, haga observar aquí las leyes españolas que prohíben todo culto público a excepción del católico". Otro jesuita, paisano de Loyola, José Irisarri, enviaba poco después otra carta al prefecto de la Orden, en la que le comunicaba: "Expulsado el ministro protestante, empezaron a trabajar los misioneros para arreglar a aquellos católicos y para convertir a los no católicos". Y así fue. A instancia del clero católico, las autoridades españolas ordenaron la expulsión de los dirigentes protestantes extranjeros.
Pero regresaron. El valor viene de las ideas. Y las de Cristo están fuertemente arraigadas en el alma de sus seguidores. La amenaza no puede con ellos. No puede con nosotros. En 1870 desembarcaron en la isla dos pastores metodistas. Llegaban de Inglaterra. Inmediatamente se dedicaron a reagrupar a los creyentes dispersos y a establecer nuevas iglesias. Si la cifra que me han proporcionado es correcta, actualmente hay en Guinea unos 15.000 cristianos evangélicos, casi todos ellos pertenecientes a la Iglesia Evangélica Española, denominación que también se ha preocupado en abrir escuelas para niños (...)».
Así, el territorio ecuatorial no quedará ajeno a las pulsiones peninsulares, y «el brazo armado del nacionalcatolicismo llegaba también a las colonias que a España le quedaban en África. En diciembre de 1962 publiqué en el periódico La Verdad la carta de un pastor protestante de Río Muni, en Guinea. Me rogaba que no pusiera su nombre, pero en una nota personal se comprometía a ofrecer todos los datos a quienes lo quisieran. Este hombre contaba que un sacerdote católico llegado a aquellas tierras se dedicaba a perseguir, insultar, violentar a los protestantes, ordenándoles aceptar el bautismo católico. "En una ocasión -decía mi comunicante- penetró en el hogar de un joven creyente insistiéndole que se convirtiera al catolicismo. Como nuestro hermano se negara, le golpeó varias veces en la cabeza y en el cuerpo con un palo que llevaba en la mano".
Al dar cuenta de la noticia añadía yo: "La sangre me hierve de tal forma que mis manos tiemblan al pulsar las teclas de la máquina. Si no conociera al pastor que me escribe y estuviera convencido de su honradez, dudaría del hecho brutal que describe".
No fue el único en aquellas tierras. En septiembre de 1967, cuando dirigía en Madrid la revista Restauración, fundada un año antes, recibí otra carta de Río Muni. La firmaba el pastor Juan Esono Mangué. Contaba que el sacerdote español Antonio Barrio convenció a un grupo de jóvenes para que destruyeran la capilla protestante en el poblado de Gongom. Cuando el humilde edificio quedó demolido reunió al grupo y les dijo:
-Amados hermanos, quiero que firméis que vosotros habéis destruido la capilla.
Uno de ellos respondió:
-No, padre; la culpa es de usted; usted sabe que no hemos destruido esta capilla por nuestra voluntad, sino porque usted nos ha obligado.
En un tono de contrariedad e impaciencia el misionero católico replicó:
-Es igual, no temáis, nada os va a pasar; ya sabéis que todas las autoridades nuestras son católicas.
Como siempre, desde los tiempos de Constantino. La iglesia buscando la protección y la complicidad del poder civil. Con Franco, obispos y curas se consideraban omnipotentes. La obsesión de entonces era la defensa de la ortodoxia religiosa; al heterodoxo, estuviera en Madrid o en Río Muni, había que acorralarlo, perseguirlo y, a poder ser, exterminarlo».
Aunque con la
independencia, no mejoró mucho la situación:
«Presionado por las Naciones Unidas, el Gobierno español concedió la independencia a Guinea en agosto de 1968.
Dos meses después, en octubre, yo aterricé en Fernando Poo. Fui con la intención de ayudar a un reducido número de personas pertenecientes a la iglesia de Cristo, que habían sido convertidas por un misionero norteamericano residente en la vecina Gabón. El grupo se reunía en casa de uno de ellos y yo pretendía buscar en alquiler un local para dedicarlo al culto. Todo el tiempo estuve acompañado por dos de los hombres más espabilados de la pequeña congregación. Uno solo hablaba inglés. Era de Nigeria.
Preguntamos en agencias dedicadas al negocio inmobiliario y recorrimos calles en busca de lo que necesitábamos. El hombre que estaba en la recepción del hotel me habló de un primo suyo que disponía de un local vacío y lo quería alquilar. Fui a verlo. Justo lo que estábamos buscando. Estuvimos de acuerdo en precio. En el momento de firmar el contrato no lo había hecho antes, me preguntó a qué iba a dedicar el recinto. Me salió tal como lo pensé:
-Aquí vamos a establecer una iglesia.
-¿Una Iglesia católica? -preguntó él.
-No. Una iglesia protestante -respondí yo.
La cara de aquel hombre cambió. De una expresión de pascua florida pasó a la de una semana santa de angustia.
Me confesó: -No puedo alquilar mi local a los protestantes. Pertenezco a Acción Católica, colaboro en la parroquia, soy amigo de los sacerdotes que aquí trabajan, no puedo, no lo alquilo.
No lo alquiló.
Debió ir con la historia al sacerdote de su parroquia. Porque al día siguiente un religioso claretiano habló desde una emisora de la ciudad y advirtió a los oyentes que una nueva secta protestante había llegado a la ciudad. Que tuvier- an cuidado. No se dejaran engañar.
Yo seguía mi camino. Me contaron que el Gobierno recién constituido ofrecía gratis parcelas de terreno para construcciones religiosas. Logré una entrevista con el ministro del Interior, Ángel Masie Ntutumu. Fue extraordinariamente amable. Le expliqué mis intenciones. Respondió que no había problema. Que haría gestiones. Que regresara tres días después. Yo tenía entonces una máquina fotográfica Polaroid, que tomaba imágenes el instante. Pedí a un funcionario que por allí estaba que me sacara una fotografía con el ministro. Lo hizo. Fue publicada en el número de la revista Restauración correspondiente a noviembre de 1968. También la tengo enmarcada en mi galería de retratos con mujeres y hombres más o menos célebres.
Volví al despacho del señor ministro tres días después. Al entrar se me cayó el alma a los pies. Junto a él estaba sentado un sacerdote católico. En mi presencia dijo al ministro que no nos diera terreno para construir un templo protestante. Que enfadaría mucho a las altas autoridades españolas. Hubo una pequeña trifulca. Nos despedimos del ministro y ambos salimos del despacho. Una vez en la calle le invité a tomar un café en el hotel. Se negó. Le hablé del ecumenismo pregonado por el papa Juan XXIII. De la Ley de Libertad Religiosa promulgada por el Gobierno español un año antes. Nada de nada. Tenía cabeza de cántaro. Me dijo antes de marcharse: "Este país es católico y no queremos a otras sectas protestantes. Ya hay suficientes protestantes aquí". Me fui. No se prestaba al diálogo. Al día siguiente me llamó al hotel un funcionario del Ministerio. Decía que "por ahora no se me podía dar terreno para un edificio protestante".
Ignoro qué ocurrió. Semanas después me entero por la prensa madrileña que el ministro había muerto en circunstancias muy extrañas.
No me rendí. Mis amigos y yo seguimos buscando. Hasta que encontramos un precioso local que daba a dos calles. Era propiedad de un gallego residente en Fernando Poo. El precio del alquiler era alto, pero no exagerado. Me pedía el anticipo de seis meses. Decía que necesitaba el dinero. Lo tuvo. Nos pusimos manos a la obra. Pintamos. Compramos bancos. Inauguramos con la asistencia de unas 50 personas. En el número aludido de la revista Restauración figura una fotografía del mencionado local. Regresé a Madrid. El más capacitado del grupo quedó responsabilizado de los cultos. Exactamente ocho meses y siete días después recibo carta en la que se me dice que el local había sido clausurado por las autoridades. ¿Qué autoridades, las civiles o las eclesiásticas? No quise averiguarlo. Guinea Ecuatorial quedaba muy lejos de Madrid como para embarcarme en otra disputa con los que siempre andaban tras de mí, sembrando mi camino con puntas de acero y tratando de doblegarme a golpes de espada ajena. Porque aquella España se sostenía sobre dos patas: el Ejército y la Iglesia católica».
Concluye Monroy con «(...) la actitud de los curas católicos ante el intruso protestante era normal en ellos. En Guinea Ecuatorial, en el norte de Marruecos, en la América hispana, en Filipinas, en todos los países donde España estableció sus plantas, la Iglesia católica impuso un poder paralelo. Un dominio exclusivo y excluyente. Para el catolicismo, más en aquellas repúblicas que en los países europeos, la autoridad de Dios estaba física y automáticamente en la autoridad de la iglesia. Solo ella representaba a Dios. Solo ella podía hablar en nombre de Dios. Con esta doctrina dominaba las conciencias y se señoreaba de los pueblos, esclavos del clero. Resultaba patético ver a criaturas miserables, sucias, andrajosas, arrodilladas en un suelo de piedra, escuchando a un cura español hablando en latín. En los villorrios indios de las montañas y en las grandes ciudades europeizadas, el cura y el obispo estaban siempre junto al gobernante, que con frecuencia era el tirano».
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