Es interesante... y, para variar, el siempre ignorado territorio ecuatorial se cuela en algunos de sus párrafos:
Lejos, muy lejos de una neutralidad defendida a capa y espada, Franco y la dictadura llamaron por lo tanto insistentemente a las puertas de la beligerancia. Por añadidura, esta decisión generaba ya, al contrario que en el caso italiano, un consenso muy amplio entre la élite política y militar del régimen, cuya visión del conflicto había cambiado radicalmente con la debacle francesa. No en vano, el decreto que establecía el paso a la «no beligerancia» se presentó en el Boletín Oficial del Estado como fruto de un «acuerdo del Consejo de Ministros». Recogiendo el sentir de algunos altos mandos -como los generales Carlos Martínez Campos y Alfredo Kindelán, por entonces capitán general de Baleares- el único que continuó expresando sus reservas fue Salvador Moreno, titular de la decisiva cartera de Marina. Sin duda, por su experiencia en el crucero Canarias durante la contienda española, Moreno sabía que resultaba mucho más sencillo masacrar civiles indefensos en la carretera de Málaga a Almería, bien protegido por los acorazados y submarinos alemanes e italianos, que enfrentarse junto a ellos a la poderosa Marina Real Británica.
Los objetivos que se perseguían con una hipotética entrada en la guerra europea eran compartidos por el conjunto de la coalición nacionalista. La reclamación de «Gibraltar [...] la unión de Marruecos bajo su protectorado [...] el Oranesado; la ampliación del Sáhara español y la ampliación de sus posesiones del Golfo de Guinea» entroncaban perfectamente con las aspiraciones coloniales, tanto conservadoras como regeneracionistas, del primer tercio del siglo XX. Al mismo tiempo, esta ambición expansionista proporcionaba una vía de entendimiento y colaboración entre el Ejército como institución y FET-JONS como partido único, al fusionar el africanismo castrense con la voluntad de imperio del falangismo.
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Apenas unas semanas después de Pearl Harbor, un incidente naval puso definitivamente en evidencia que la España franquista iba a permanecer, salvo que recibiera un ataque directo, fuera de la guerra. En enero de 1942, un comando británico llevaba a cabo en el puerto de Santa Isabel, en la isla de Fernando Poo de la Guinea Española -en la actualidad, Malabo, Bioko y Guinea Ecuatorial-, una operación para hacerse con el control de dos barcos alemanes y uno italiano, allí anclados y sospechosos de participar en el abastecimiento de submarinos para el duelo en el Atlántico. Antecedente de las célebres acciones de sabotaje en Noruega y otros escenarios de la guerra, la audacia de los protagonistas, entre los que se contaban varios republicanos exiliados, hizo que Ian Fleming, por entonces asistente de la División de Inteligencia Naval, se inspirara en ellos para la creación del personaje de James Bond.
Menos entusiasmado con esta flagrante violación de la no beligerancia y la soberanía españolas se mostró, lógicamente, Serrano Suñer, que calificó lo sucedido, según las fuentes británicas, como un acto de piratería intolerable y advirtió que podrían ser las armas las que hablaran en respuesta. De hecho, en muchas otras ocasiones -como con el hundimiento del Maine y del transatlántico Lusitania- había sido precisamente un conflicto naval el desencadenante o la excusa que habían conducido a una declaración de guerra. Sin embargo, y a pesar de las protestas italianas y alemanas, las autoridades franquistas no pasaron de la gesticulación. Era una situación muy similar a la que se produjo durante la primera guerra mundial, cuando los barcos mercantes españoles eran atacados por los contendientes y el gobierno español amenazaba con la beligerancia, para a continuación reconocer que, sencillamente, carecía de los medios necesarios para ejercer represalias.
[...]Del mismo modo, por su origen y praxis africanista y fascista, renunciar a sus escasas posesiones coloniales suponía admitir oficialmente la derrota definitiva de su «voluntad de Imperio», pero no hacerlo comprometía igualmente la veracidad de su discurso de la «tradicional amistad hispano-árabe» y la «hermandad hispano-marroquí». Y es que estos hermanos se habían también cansado de ser tutelados como menores de edad -literalmente en el caso de la Guinea Española, gracias a la doctrina del homo infantilis-, y reclamaban ahora su emancipación nacional.
[...]Así las cosas, en las certeras palabras de Rosa Pardo, mediados los años cincuenta «la diplomacia española carecía de proyecto: era una madeja de iniciativas grandilocuentes, sobre un discurso de férreo anticomunismo como base, que se combinaban con bandazos estilo “Tercera Vía” (derivados del nacionalismo falangista y del resentimiento generado por el aislamiento), siempre sobre el cimiento de la confianza generada por los Pactos de 1953. Esta politique de grignotage (como la calificaba el servicio exterior francés) [...] no facilitaba el acercamiento a Europa Occidental». Carencias estratégicas y falta de coordinación con la otra metrópoli europea implicada, en este caso Francia, presidieron efectivamente el proceso de descolonización de Marruecos. En febrero de 1956, según lo dispuesto en la Carta de las Naciones Unidas, España fue oficialmente preguntada por Dag Hammarskjöld acerca de la existencia de territorios no autónomos que se encontraran bajo su administración. Sin que se tratara de un homenaje a la nacionalidad del secretario general, el régimen franquista optó por hacerse el sueco y ordenó a José Félix de Lequerica que tratara de ganar tiempo y dilatara al máximo su respuesta. De haberla preparado en tiempo y forma, el delegado español habría informado de que, en aquellos momentos, las colonias controladas desde Madrid se dividían en tres grandes áreas jurisdiccionales. En primer lugar, estaba la ya citada Guinea Española, que comprendía la isla de Fernando Poo y la zona continental de Río Muni. Unos territorios organizados para la sistemática extracción de sus recursos -productos forestales, bananos, café, cacao y aceite de palma- mediante el trabajo forzoso de la población nativa y de braceros nigerianos, gestionados según el clásico modelo hispánico de concesiones administrativas y delegación en la Iglesia católica, que había establecido un sistema segregado a través del llamado Patronato de Indígenas. La máxima autoridad recaía en el Gobernador General, cargo que durante este periodo fue ocupado sucesivamente por los almirantes Faustino Ruiz González y Francisco Núñez Rodríguez. Un reflejo de la importancia que tenía esta colonia para la Armada, ya que le permitía justificar el incremento de sus partidas en el presupuesto nacional.
[...]la dictadura alternó nuevamente la realidad práctica con el deseo oficial. De esta forma, desde Exteriores se advirtió que el proceso de descolonización era inexorable, y que oponerse al mismo podía provocar una nueva marginación internacional, además de impedir que pudiera resolverse favorablemente la cuestión de Gibraltar, perfilada ya como una de las prioridades de Fernando M. Castiella. A pesar de ello, Presidencia siguió adelante con su política de «provincialización», en línea con lo intentado por Francia en Argelia y por el Portugal de Salazar en Angola, Mozambique y Guinea-Bisáu, que consistía en presentar las colonias como parte indisociable del territorio nacional, como trató de escenificar con el cambio de denominación de la Dirección General de Marruecos y Colonias, convertida en Plazas y Provincias Africanas desde agosto de 1956.
En consecuencia, cuando ya no pudo retrasarse más la respuesta a la Secretaría General de la ONU, se ordenó a Lequerica que comunicara que España no administraba posesiones coloniales, al tiempo que se favorecían las posiciones galas y lusas en las votaciones de la Asamblea General. El propio Franco, que valoraba enormemente la conexión hispano-portuguesa, bendecía de hecho esta postura en sus intervenciones, como en el discurso pronunciado ante las Cortes con motivo de los veinticinco años de su acceso al poder, en el que se refería a la colonización como “una tarea civilizatoria de los más nobles cometidos [...] deberes de los pueblos que poseen un nivel cultural más elevado y disponen de medios suficientes [...]. La independencia ha de ser un fruto maduro, que se desprende sin violencias ni traumatismos llegada la mayoría de edad [...]. Y esto lo proclama una nación que ha dado vida a veinte naciones, que se desgajaron un día del árbol nacional [...]. Nuestra posición en este orden es bien clara. El separar ese proceso natural de mayoría de edad [...] de las alteraciones artificiales creadas de fuera a adentro, sostenidas por el comunismo”.
Sin embargo, en la práctica, por mucho que fuera a regañadientes, con amenazas y retrasándolo lo más posible, la dictadura franquista siempre dio su brazo a torcer, y nunca estuvo dispuesta a tensionar una situación hasta el punto de volver a provocar una nueva guerra. En ello jugaron otra vez un papel fundamental algunos miembros de la clase dirigente, que trabajaron en la dirección adecuada por iniciativa propia, incluso a costa de retorcer las indicaciones recibidas del mismo Consejo de Ministros. Tal fue el caso de José Félix de Lequerica, que, en contacto directo con Castiella, sobrepasó en varias ocasiones las instrucciones del gobierno y ganó tiempo y crédito político al proporcionar información bajo mano a la Secretaría General de la ONU, y todo ello siempre «en servicio de España y del Caudillo». Así las cosas, en 1960 se aceptó finalmente participar en la Comisión de la ONU para la Información sobre los Territorios no Autónomos, en 1962 Presidencia asumió una orientación basada en el reconocimiento del autogobierno, en 1963 se sometió a referéndum un régimen de autonomía para Guinea, en vigor desde el año siguiente y que sirvió como preludio a la independencia del país en octubre de 1968 -la dictadura de Francisco Macías Nguema se instauró pocos meses después-, mientras que en junio de 1969 se culminó la llamada «retrocesión» de Ifni al reino de Marruecos.
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