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domingo, 30 de junio de 2024

La pasajera del San Carlos

Hubo un tiempo en el que Arturo Pérez-Reverte, el enfant terrible de las letras ibéricas fue enviado especial del diario Pueblo. «Cuando estaba en el diario Pueblo me iba a África, pasaba allí dos meses y a la vuelta decía: “Mira, tengo esto”, y lo ponían en primera. Pero eso se acabó». De ese período quedan las crónicas "Guinea Ecuatorial: ahora o nunca" y un rosario de relatos propios y ajenos, que -tal vez- algún día se puedan leer en un único tomo...

Mientras, disfrutemos de La pasajera del San Carlos:

I

Eran otros tiempos. Ahora cualquier imbécil puede llevar un barco  a base  de apretar  botones  y con una terminal de satélite; pero entonces todavía quedábamos hombres en los puentes, en cubierta y en los sollados. Hombres para palear carbón  empapados en sudor como en la boca del infierno, o pasar días con el sextante en la mano, en mitad del Atlántico y con mal tiempo, acechando  la aparición del sol o de una estrella  para determinar  latitud y  longitud sobre una carta náutica. Hombres para destrozar un burdel en Rotterdam,  secar un bar en Tánger, o mantenerse al timón con olas de ocho metros mirando  al capitán silencioso y acodado junto a la bitácora como quien mira a Dios.

También eran otros barcos y otros pasajeros. Los unos eran motoveleros que parecían aves blancas en el horizonte, o vapores de hierro testarudos y sólidos en el andar. Los otros eran tipos cuya fisonomía  delataba su pasado o su futuro: plantadores tostados por el sol, con ojos amarillos de malaria; misioneros  jóvenes acariciando  sueños de martirio y gloria, o barbudos, flacos y febriles, atiborrados de dudas  y de quinina; militares  de caqui abrevando en grupos; funcionarios  de blanco colonial,  hundida la nariz en vasos de ginebra;  esposas de tez pálida o enrojecida,  avejentadas por los trópicos; negros de corbata, miembros del clan favorecido por la metrópoli, futuros  ministros y  también futura  carne de  linchamiento tras  la independencia.

Ésos eran mis pasajeros. Durante muchos años los estuve llevando con sus equipajes,  ida y vuelta una vez al mes, entre Cádiz y Santa Isabel, con buen y mal tiempo, sin ningún percance  que anotar en el cuaderno  de bitácora del San Carlos. Salvo la última maniobra, con doscientos treinta y 

cuatro refugiados, veinte guardias civiles y dos ametralladoras en el puente, cuando largamos  amarras  de Santa Isabel pegando  tiros al aire para mantener  alejada a la muchedumbre que pretendía asaltar el barco; aún no estoy seguro de si para cortarnos el pescuezo o para que los sacáramos de allí. Pero aquélla es otra historia.

La que pretendo  contarles  empezó seis o siete  años antes del último viaje. Corrían los tiempos en que Fernando Poo era todavía eso: una colonia próspera y ejemplar habitada por blancos altaneros y negritos buenos, con plantadores de cacao que dedicaban el tiempo libre a emborracharse  y a engendrar mestizos, y con un gobernador militar, hombre recto y católico practicante, que iba a misa los domingos y que, al caer cada tarde, rezaba el rosario en familia en la veranda de su residencia, un palacete colgado entre buganvillas, ceibas y cocoteros, sobre el Atlántico.

A ella la vi subir al barco en Cádiz. Recorrió la escala real, cinco metros de plancha inestable vibrando bajo sus tacones altos, como sólo una de cada cien mujeres sabe hacerlo: con seguro balanceo de piernas y caderas, leve como un soplo, con la brisa cómplice haciendo ondear la falda de su vestido blanco. Todo en ella parecía dorado: el cabello,  las pestañas, la piel. Martín, mi tercero, que por aquel entonces  era demasiado  joven y demasiado impresionable,  alargó una mano para ayudarla a pisar cubierta y ella se lo agradeció con una mirada azul que lo hizo enrojecer. Una mirada de esas por las que un hombre de los de antes era capaz de hacerse matar en el acto. Pero de todos nosotros fue el contramaestre Ceniza, acodado en la regala con los ojos entornados por el humo de un cigarrillo, quien resumió mejor la cuestión: «He ahí una mujer», dijo entre dientes. Y aunque yo, que estaba cerca, apenas pude escuchar el comentario, bastó el gesto de homenaje, una breve señal de asentimiento que hizo inclinando un poco la cabeza gris, para que leyese en sus labios  sin palabras. Porque, de una u otra forma, el contramaestre   se limitaba a expresar  un sentimiento general, compartido desde el puente, donde yo mismo estaba con un ojo en la maniobra y otro en la escala real, hasta el muelle, donde los estibadores, con los brazos en jarras, observaban admirados  el paisaje. Ella era, exactamente, lo que en aquel tiempo aún llamábamos una mujer de bandera. 

Él subió detrás. Flaco y bien vestido, sombrero de paja y corbata con calcetines a juego, con una maleta de piel en cada mano. Se le veía chico de buena familia en pos de un destino decente al regreso, dieciocho  meses en los  trópicos, funcionario medio  de  la  administración colonial  con prometedora carrera más adelante, si lograba sobrevivir  a la humedad,  a la fiebre, al alcohol, al aburrimiento. Le calculé treinta años; un par más que a ella. Y poco tiempo de casados. Dos o tres meses, a lo sumo. 

II

Fue un viaje tranquilo. Tuvimos buen tiempo y hermosas puestas de sol costeando África hasta el golfo de Guinea. Ella solía pasar el tiempo en una hamaca de cubierta,  bronceándose la piel con el cabello recogido en un pañuelo de seda, gafas oscuras y un libro en las manos. Al atardecer, antes de vestirse para la cena, la veíamos siempre  a popa, observando  las aves marinas que planeaban en la estela mientras la corredera desgranaba milla tras milla  en el Atlántico. Tenía una forma peculiar de inclinar el rostro sobre la borda, como si la espuma  de las hélices, al batir las aguas, arrastrase imágenes que no le disgustara ver desvanecerse mar adentro. Sólo en aquel momento parecía sonreír como para sí misma, algo distante, con ese leve toque de fatiga, o de hastío, que a veces  es posible  percibir en algunas mujeres jóvenes a las que suponemos una historia que contar.

Pero ella jamás contó nada.  Se limitaba a  una breve inclinación de cabeza cuando algún  pasajero o tripulante le dirigía un saludo, o cuando alguien,  más atrevido,  se hacía el encontradizo  sobre cubierta.  Creo que jamás la vi reír, o pronunciar diez palabras seguidas; ni siquiera cuando Martín, las dos o tres veces que ella y su marido fueron invitados  a cenar en mi  mesa de la  cámara,  hacía esfuerzos   desesperados  para llamar su atención. A pesar de ello, cuando dejamos  atrás el trópico de Cáncer mi tercero estaba enamorado hasta la médula, y su dolencia  aumentó a medida que nuestra latitud se aproximaba  al Ecuador. Aquello me hubiera dado lo mismo en otras circunstancias;  pero a fin de cuentas se trataba de mi barco. Ella  era una mujer casada   y  su marido un  pasajero  absolutamente honorable,  en principio. Además   estábamos  en alta mar, lo  que me convertía en responsable moral de la situación. Así que una noche subí al 

puente mientras Martín  hacía su cuarto de guardia, me apoyé a su lado en la bitácora, y en voz baja, para evitar que nos oyera el timonel, le dije que estaba dispuesto a colgarlo  de un puntal si seguía haciendo el idiota. Creo que captó el fondo del asunto, pues a partir de entonces dejó de tartamudear en su presencia y todo fue como una seda.

Y no es que al marido le hubiera importado mucho. Lo cierto es que resultaba un tipo curioso. Yo estaba al corriente —a un capitán, en un barco, se  le ocultan muy pocas cosas—  de que las noches  en el camarote de primera que ambos ocupaban eran ardientes, por decirlo de algún modo. Mayordomos y camareros daban fe, y era inevitable  que eso llegara a mis oídos, de que tras la cena, ya en la intimidad de sus estrechas literas, ambos se entregaban  a prolongados   y ruidosos ejercicios conyugales. Lo extraño de todo aquello  es que, durante el día, en la vida cotidiana de a bordo, apenas se prestaban atención;  y era imposible,  por mucho  que se acechase, percibir en ellos los gestos tradicionales  que uno suele esperar en tales casos,  cuando hay de por medio una joven pareja de recién casados. Mientras ella permanecía en cubierta, con su libro o absorta en la estela del barco, él consolidaba  una estrecha  relación con Óscar,  el barman  de a bordo,  a cuyo segundo taburete por la izquierda, el que daba a uno de los ojos de buey de estribor, parecía abonado en permanencia. Bebía como un profesional: solo, despacio y en silencio. Y a pesar del aire de muchacho de buena familia, Óscar terminó confesándome que había algo encanallado en su forma de torcer el bigote rubio a  la hora de contemplar al trasluz la transparencia del sexto o séptimo martini. El resto del tiempo lo pasaba en el salón de juego, compartiendo  tapete y baraja  con un plantador muy adinerado, un comandante de la policía territorial que era una auténtica mala bestia,  y el obispo de Bata, que regresaba  de un cónclave  en la Península y se moría  por el póker descubierto. El joven marido jugaba bien y tranquilo,  con mucha sangre fría, perdía con una sonrisa de desdén bajo el bigotillo rubio y ganaba encogiéndose de hombros, con los ojos entornados por el humo del cigarrillo americano que, invariablemente,  tenía colgado en la comisura de la boca. En toda una vida de zarandeos en la mar y broncas en los puertos he aprendido un par de cosas sobre los hombres.  Sé a quién confiar el timón cuando la mar pega de través, reconozco  a un fogonero en tierra por su forma de caminar cuando está borracho, y en un bar adivino de un vistazo,  entre veinte fulanos, quién lleva un cuchillo escondido en la caña de la bota. Por eso ante aquel mozo estaba seguro de no engañarme: alguien, su padre o su tutor, tenía que haber suspirado con alivio cuando, tras mover un par de influencias y conseguir  meterle  un destino  en el bolsillo, logró subirlo a  un barco, facturándolo  para las colonias con su flamante mujercita. Con la esperanza, imagino,  de que tardase mucho  en volver. 

Una mañana, con el sol reverberando en la rada de Santa Isabel como en un círculo de plata, echamos el ancla con el estrépito de cadenas y las maniobras de rigor, mientras harapientos negros en calzón corto afirmaban las estachas chorreantes  de agua sucia. Se tendió  la escala real y primero ella sin volver la cabeza,  y  luego él tocándose  el ala del sombrero, desembarcaron sin más ceremonia y salieron de nuestras vidas.

En la  monótona existencia local, que sólo se animaba  cuando  algún plantador se volvía majara y le pegaba un tiro a su mujer,  o los pamues del interior violaban a  una monja antes  de hacerla filetes a  machetazos,   la llegada mensual del San Carlos era fiesta de precepto en el calendario local. Mi barco era el único vínculo que en aquel tiempo unía a los colonos con la metrópoli,  así que la arribada rozaba el acontecimiento. La mayor parte de la población  masculina  blanca se congregaba en el muelle  para asistir a la maniobra de atraque, ver qué novedades deparaba la lista de pasaje, y subir después a bordo para instalarse en el confortable, ventilado y bien provisto bar de la cámara,  del que procuraban  no salir hasta  dos días  después, cuando llegaba la hora de largar  amarras. Entonces se agrupaban todos de nuevo en el muelle para agitar pañuelos y envidiar la suerte de quienes ponían agua de  por  medio.  Todavía me  parece verlos:  ruidosos, maledicentes y malhumorados, despotricando de los negros, del meapilas del gobernador y de los precios del cacao, enflaquecidos  por las fiebres o grasientos y sudorosos, con sus camisas blancas o caquis pegadas al cuerpo por la transpiración, y trasegando alcohol como si les fuera la vida en ello. Deshechos por el calor, la cirrosis, la gonorrea y el aburrimiento. 

Por supuesto que se fijaron en ella. Yo imaginaba lo que iba a ocurrir y no quise perdérmelo,  asomado al alerón de babor. Apenas  apareció  su melena rubia en lo  alto de la  escala real los vi  agitarse en tierra, sorprendidos y ávidos, venteando una caza que, eso saltaba a la vista, estaba muy por encima de sus  posibilidades.    Hubo hasta algún silbido de admiración  contenido  a duras penas cuando el marido, que bajó tras ella ajeno en apariencia   a  la expectación  suscitada, llegó al muelle y, tras quitarse  un instante  el sombrero  con irónica cortesía  en atención   a  los espectadores,  se la llevó del brazo. A mi lado, en el puente, Martín miraba obstinadamente en dirección contraria, hacia el mar, apretada la mandíbula y pálido como la chaqueta de uniforme que se había  abotonado  hasta el cuello para la ocasión. Ella ni siquiera se había vuelto a decirle adiós. 

Pasaron ocho meses antes de que volviéramos  a verla. Al marido sí nos lo encontramos  puntualmente  a bordo,  de treinta en treinta días, siempre ocupando  su taburete  favorito cada vez que tocábamos  tierra en Santa Isabel. Llegaba a bordo con el resto de los blancos locales, saludaba a Óscar y se pasaba dos días bebiendo  como  una esponja hasta que retirábamos  la escala y largábamos  amarras. Fue así, en el atestado bar del San Carlos, entre humo de cigarros, rumor de conversaciones, codazos disimulados  y risitas en voz baja, como las almas caritativas  en que tan pródiga era la pequeña  vida social de la colonia me mantuvieron  informado de los acontecimientos. Al principio el tono era compasivo, del tipo: «Pobre chico, con una mujer así, usted ya me entiende, capitán»… seguido todo ello de una mueca desdeñosa o burlona y un guiño socarrón sobre el borde de un vaso mientras  al fondo de la barra, ajeno en apariencia  a la glosa de su desgracia, el marido miraba  abstraído por el ojo de buey, rumiando  sus pensamientos  entre los  vapores siempre compasivos  del  martini. En sucesivos  viajes, a  medida que el rumor del asunto  se  extendía  hasta extremos que no podían pasar inadvertidos al propio interesado, el tono era ya de abierta rechifla, con bromas en voz alta, gestos alusivos  e incluso comentarios directos que el marido encajaba con una media sonrisa entre aturdida y  distante, como si  aquella humillación pública pudiera ser aceptada de más o menos buen grado, a modo de resignada expiación por oscuros pecados sólo por él conocidos.

Así, de escala en escala, fuimos siguiendo puntualmente la evolución de la historia. En principio  había sido un plantador de cacao; el mismo que, en el primer viaje, compartió  tapete y baraja con el marido en la cámara. 

Después vino el turno de un poderoso comerciante en maderas, antes de que la fortuna sonriese a uno de los más altos funcionarios  de la administración colonial. No tardó en correrse la voz, y menudearon los candidatos. En el microcosmos blanco de la colonia no había secreto que resistiese un par de copas entre amigos;  además, los agraciados eran los primeros en alardear públicamente  de  tan soberbio  trofeo de caza.  Ella, matizaban  con una mueca de envidia  quienes quedaban fuera de la categoría mínima exigida para ejercer derecho a opción,  picaba muy alto. Era también, al parecer, de gustos caros y muy ambiciosa, y sabía sacar partido  de ello. Se hablaba de joyas, talones bancarios firmados entre arrebatos de pasión, y también de un par de apacibles vidas familiares  deshechas irremediablemente,  para gran escándalo de las almas pías locales y regocijo de quienes miraban los toros desde la barrera.

Hacia los  últimos  viajes comprendí que la  situación se   volvía insostenible. El  amante de  turno, otro  plantador de  categoría, con posesiones en la isla y el continente, ocupaba la cabecera de la crónica local a   causa   de cierto desagradable   suceso doméstico. Para una esposa cualquiera,  a quien el espejo mantenía con objetiva crueldad al corriente de los estragos de una docena de años entre humedades ecuatoriales  y fiebres diversas, una cosa era no darse por enterada de que el marido  se alegrara la vida jugueteando con las siempre dóciles miningas del servicio doméstico, y otra muy distinta que el interesado  regresara a casa al amanecer silbando alegremente y con cabellos rubios enredados en la ropa. Así que, una de tales madrugadas, una esposa se había sentado a esperar en camisón, bajo el ventilador  que giraba perezosamente en el techo, con una botella de anís del Mono en una mano y una pistola en la otra. Había errado el blanco por quince centímetros, quizá porque cuando el marido abrió la puerta y se encontró con el cañón del arma apuntándole  a bocajarro,  la esposa ya se había bebido media botella de anís y su pulso dejaba mucho que desear. Ese tiro hizo mucho ruido, valga el fácil retruécano: el caso se hizo del dominio público y el gobernador militar, que hasta entonces había procurado  no darse por enterado, decidió tomar cartas en el asunto. Aquello  no era moral. El marido fue convocado por vía de urgencia y, tras una breve conversación cuyos pormenores  jamás  salieron  a la luz, abandonó el despacho  de Su 

Excelencia con un traslado fulminante  a la Península que equivalía  a una expulsión sumaria. 

V

Y fue así cuando, transcurridos  aquellos ocho meses, la vimos subir de nuevo a bordo. Era un atardecer de esos muy lentos y tranquilos, con el sol que se deslizaba  despacio a lo largo de la costa, silueteando cocoteros sobre la Cuesta  de las Fiebres. Era rojo el reflejo del mar en el puerto y los muelles, y el aire parecía inflamado  por algún incendio lejano. Eran rojas las paredes blancas  de la Aduana, y rojas las camisas  y rostros  de los colonos y funcionarios que, como en cada  viaje, se congregaban   en el muelle  después de la última copa a bordo  para despedir  a los pasajeros y observar la maniobra de largar amarras. Yo sabía lo que iba a  suceder, anunciado  desde dos días atrás con la ruindad y la mala fe que son de esperar en tales casos. Todos  estaban allí aquella tarde: los habituales y también  los que no lo eran, venidos  expresamente para no perderse  el espectáculo.

No quedaron  defraudados.   Estaba  a  punto de ordenar  la maniobra cuando los vi bajar de un coche, precedidos por un par de negros con su equipaje. La gente que aguardaba a pie de pasarela abrió  paso en silencio. Ella vestía de blanco, como al subir al barco en Cádiz, y su cabello dorado tenía reflejos rojizos  cuando, antes de ascender por la pasarela,  se quitó las gafas oscuras y paseó una mirada azul, serena y singular, por los rostros que la rodeaban.  Estaba  tan bella como el primer día, y vi que Martín, mi tercero,  tragaba saliva con dificultad, aun estando tan al corriente de lo ocurrido como lo estábamos yo y el ruin comité de despedida congregado en el muelle. Entonces el marido, que miraba al suelo, le tocó el codo y ella levantó la barbilla, desafiante, y se puso de nuevo en movimiento  como si despertara de un sueño o una imagen, pisó la escala y ascendió por ella con 

aquel balanceo suave de falda y caderas en las que no se ponía el sol, una entre cien, recuerden, sólo una de cada cien mujeres  es capaz de moverse así al abandonar la seguridad de tierra firme, y mucho menos dejando lo que aquélla dejaba a su espalda.

Pensé  que se  encerrarían    en su camarote  hasta zarpar, pero me equivocaba.  Se quedaron  los dos en cubierta,  mirando hacia el muelle mientras bajaban la pasarela y los negros soltaban amarras de los norays, dejando caer con un chapoteo las estachas al mar. Y mientras yo daba la orden de largar todo a popa, timón a estribor y avante poca, y el San Carlos empezaba a separarse lentamente  del muelle, el grupo que estaba en tierra se agitó  con un rumor que fue creciendo  hasta llegar a los pasajeros en cubierta. Primero fueron sonrisas descaradas, adioses guasones, pañuelos agitándose  con mala intención.  Después, gestos inequívocos  que dieron paso a groseras  carcajadas.  Me volví a mirar a la pareja, interesado, casi desatendiendo la maniobra. Apoyados en la regala, sin apartar los ojos de tan brutal despedida, los dos observaban impasibles el espectáculo, como si nada de todo aquello se refiriese  a sus propias vidas. No había en sus rostros expresión alguna, rastro de ira o vergüenza. Si acaso, altanería en la mirada fría, en los ojos azules de ella. Y quizá un punto de absorta atención, de reflexiva curiosidad  en él, en su forma de observar   a  la gente  que lo insultaba.  Como si de sus  rostros y voces pudiera  extraer interesantes consecuencias.

Y entonces,  desde el muelle, llegó hasta nosotros,  hasta él, clara y distinta, pronunciada con perfecta nitidez en un grito ruin, aquella palabra que yo había escuchado ya varias veces en voz baja entre los rumores del bar de a  bordo, en cada  escala,  pero que hasta  ese momento,   ya en la impunidad del muelle con el barco zarpando, nadie había tenido el valor de escupirle  a la cara:

—¡Adiós, cabrón!

Siguió un estallido de risas y de esa  forma quedaron  colmadas  las expectativas del rebaño congregado en el muelle,  lodo estaba consumado. Y entonces, cuando las carcajadas aún restallaban en el aire, él pareció volver lentamente en sí. Lo vi incorporarse un poco, todavía apoyado en la borda, e interrumpir  a la mitad el gesto, apenas iniciado,  de encender un cigarrillo. 

Se  quedó mirando a  los de abajo  de hito en hito, pensativo,  como si repasara sus rostros uno por uno. Y entonces torció el bigotillo rubio en una sonrisa que nunca le habíamos visto antes: una mueca desdeñosa, casi cruel, de esas  que tardan una eternidad en definirse y que siguen ahí incluso cuando su propietario  se ha ido. Y con esa sonrisa  en la boca levantó una mano, agitándola lentamente, en gesto de decir adiós.

—Para cabrones, vosotros  —dijo por fin  en voz alta y clara, muy despacio, arrastrando las palabras; y volviéndose  a medias hacia la mujer, que permanecía impasible, le pasó un brazo sobre los hombros y la atrajo hacia sí—… Porque ésta es una puta profesional  —se puso el cigarrillo en la boca, soltó una carcajada y con la mano libre se tocó la chaqueta,  a la altura del bolsillo interior donde tenía la cartera—. Y vuestro dinero me lo llevo aquí… No olvidéis saludar de mi parte al gobernador.

El viento soplaba de tierra, con olor a raíces y humedad, enredando el cabello de la mujer sobre su cara. Ella se lo apartó con un gesto, hermosa y fría como el mármol, inalterable, y pude ver cómo sus ojos azules paseaban un destello de triunfo sobre los rostros estupefactos del muelle rojizo, donde agonizaban los últimos rayos de  luz. Entonces ordené timón a  la vía y avante a media  máquina,  y con un rumor de hélices que hacía vibrar su viejo casco, el San Carlos puso proa al mar abierto.



 

martes, 18 de junio de 2024

Caso José González Casado

Los hermanos Medina Sanabria son una fuente imprescindible de información para este paseo por la calle 19 de septiembre de la vieja Santa Isabel. Pedro, por ejemplo, recogía en plena pandemia esta interesante noticia:

JOSÉ GONZÁLEZ CASADO ACUSADO DEL DELITO DE AUXILIO A LA REBELIÓN MILITAR

A.9.138.944

62

Excmo. Señor:

El Fiscal Jurídico Militar, evacuando el traslado que le ha sido conferido a tenor del artº 542 del Código de Justicia Militar, formula las siguientes conclusiones:

PRIMERA.- El procesado JOSE GONZALEZ CASADO, al iniciarse el Glorioso Movimiento Nacional, siguió una conducta en todo momento de acuerdo con el Comité del Frente Popular establecido en los territorios del Golfo de la Guinea Española. Actuó como miliciano rojo prestando servicios de armas, practicó registros de diferentes fincas, fue nombrado Agente de Policía por el Delegado del Frente Popular y en la noche del 3 de Octubre de 1936, en unión de Gerardo de la Cera [probablemente el agricultor zamorano Gerardo de las Heras Ríos], se presentó para detener a D. Antonio Pedroza, con el pretexto de que en la Caja de Curaduría de Niefa[g] se guardaban ciento cincuenta mil pesetas, que figuraban a cargo de del indicado. Al ser reconquistados los territorios de Guinea por las tropas nacionales, el procesado huyó al Camerún [con su hijo] donde permaneció hasta el 15 de Enero de 1940.

SEGUNDA.- Estos hechos que se encuentran probados a todos los folios del sumario son constitutivos de un delito de auxilio a la rebelión militar previsto y penado en el art. 240 del Código de Justicia Militar.

TERCERA.- No existen circunstancias modificativas de responsabilidad criminal

CUARTA.- Renuncia este Ministerio a ulteriores diligencias de pruebas y a la asistencia a la de lectura de cargos.

QUINTA.- Procede imponer a la procesado una pena de QUINCE años de reclusión temporal, con las accesorias legales correspondientes. Conmutable por NUEVE años según el apartado 9º del Grupo V de la Orden de 25 de Enero de 1940, relación con la Ley de 6 de Diciembre de 1940.

SEXTA.- Le será de abono al procesado el total del tiempo de prisión preventiva sufrida por razón de esta causa.

SEPTIMA.- Como responsabilidad es de aplicación el Decreto de 9 de Febrero de 1939.

OCTAVA.- Todo conforme a los preceptos legales citados y demás de general aplicación.

Santa Cruz de Tenerife 10 de Marzo de 1942.

EL FISCAL,

P.I.

[Firma rubricada precedida por el sello elíptico estampado en tinta, de la FISCALÍA JURÍDICO MILITAR DE CANARIAS * Santa Cruz de Tenerife, que lleva en su interior el escudo nacional del águila aferrando el Yugo y las Flechas].

 Cfr. Archivo del Tribunal Militar Territorial 5.- 7186-227-8- Causa 33 de 1941.- Folio 62.

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Cuenta con expediente de indulto de 1957.

miércoles, 5 de junio de 2024

Presos heredados

No es la primera vez que lo contamos en este paseo por la vieja calle 19 de septiembre de Santa Isabel: 
El 1 de mayo de 1936, se constituye el Frente Popular en Fernando Poo, como estructura partidaria.

Esa primera experiencia apenas superó el mes: según la historiografía franquista, la victoria del Frente Popular en 1936 tras el escándalo de la gürtel del gobierno de derechas, pone nervioso a los poderes fácticos coloniales y el gobernador «Reúne a la Junta de Autoridades el 5 de junio y promulga un bando por el que se declara a la colonia en estado de excepción, lo que le permite expulsar al Presidente del Frente Popular Rodríguez Delgado y a otros agitadores, a los que pone a disposición de la Audiencia de Canarias».

 


Los deportados son Rafael Rodriguez Delgado, abogado y presidente del Frente Popular, Sotero Ortega Yáñez, Eugenio Santos Germán, agricultor, y Antonio Alfonso Rodriguez, carnicero.

Serán encarcelados como presos gubernativos, sorprendiéndoles el golpe de Estado estando ya en prisión.

Y aunque el 28 de junio de 1936 "La Guinea Española" daba la noticia de su próximo regreso en el Ciudad de Cádiz, el diario “Acción” de Las Palmas confirmaba en su edición del día 24 la Lista de los detenidos en Las Palmas y pueblos de la isla, incluyendo a los cuatro de Fernando Póo entre los alojados en la Prisión Provincial y Castillo de San Francisco.

Así, fueron heredados por autoridades golpistas canarias, pasando desde ese momento por diferentes confinamientos, incluyendo los almacenes de la bananera Fyffes o Faifes, (como la denominaba la población local) o el campo de concentración del viejo lazareto de Gando, en donde recibieron a los 150 presos coloniales tras la caída de Bata.

Los cuatro tuvieron diferentes procesos:
  • Rafael Rodriguez Delgado: «tras muchas aventuras intercontinentales, que, entre otros destinos, lo llevaron a desempeñar durante doce años un importante puesto como Asesor jurídico en la Sección de Interpretación de Lenguas de la Organización de las Naciones Unidas, en Nueva York, vive ahora en Madrid, jubilado, escribiendo en Indice, con su mujer y sus dos hijos».
  • Sotero Ortega Yáñez: En 1952 se le concedió la libertad condicional junto a otros veinticinco penados.
  • Eugenio Santos Germán: acusado por "hojas clandestinas" 
  • Antonio Alfonso Rodríguez: El Consejo de Guerra le condenó a pena de muerte, si bien posteriormente sería conmutada por la de cadena perpetua; pena que entonces consistía en treinta años de reclusión mayor. Cuenta Juan Rodríguez Doreste que, en el campo de concentración de Gando, Antonio Alfonso integraba las tertulias literarias en Gando, y tras su excarcelación se exilió, «olvidado de la poesía, se halla ahora en Caracas dedicado a la filatelia comercial».


lunes, 3 de junio de 2024

La herencia del padre Juanola

¿Recuerdas al padre Juanola? Su tumba y monumento se encuentra en el viejo cementerio de San
Fernando, actual barrio de Ela Nguema.

La historiografía le atribuye haber retenido la isla de Annobón frente a las pretensiones anexionistas alemanas:

«La bandera nacional ondeaba bien visible en la isla, lo que no fue obstáculo para que produjera el incidente con el buque alemán Ciclope 2, que otorgó al padre Juanola una notable celebridad. A los pocos meses de la llegada de nuestros misioneros a la isla hizo su aparición en su playa dicho buque germano, cuyo comandante, sospechando que estaba abandonada, quiso usar a favor de su patria del derecho concedido por la Conferencia de Berlín, de que las potencias podían apoderarse de las tierras de nadie. Para efectuarlo hizo bajar a tierra a unos marineros de la dotación para que cortasen árboles, a fin de preparar mástiles en que poder izar la bandera de Alemania.
El padre Juanola, muy ajeno de sospechar las intenciones del comandante alemán, se dirigió al Ciclope en compañía del padre Vila, no sin antes enarbolar en la misión, como siempre que llegaba un barco, la bandera española». Ese gesto fue decisivo.

En el acta de defunción del Padre Juanola hay un escrito que dice, dirigiéndose al Comandante del Ciclope que pretendía ocupar la Isla de Annobón: «Si quiere ocupar esta Isla que es española, tendrá que pasar por encima de esta Bandera y después por encima de mi cuerpo».

Su monumento funerario resume su vida y obra en 4 mármoles ilegibles: «La colonia de la Guinea española agradecida a los beneficios recibidos del R. P. Joaquín Juanola Misionero del Corazón de María que permaneció en estas posesiones 27 años consecutivos hasta que falleció en la Paz del Señor 2 de Abril 1912 le dedica este monumento. Visitó antes que otro europeo los valles y residencia de Moka y trató con el Jefe superior de los bubis que se decía invisible, haciéndole reconocer la soberanía española. Defendió la Isla de Annobón contra ocupación extranjera enarbolando la bandera española y fué mediador entre el Gobierno y los pueblos de Bau, Rebola y otros. Escribió la primera Gramática Bubi. Poseyó numerosas lenguas y fué intérprete y consejero universal en estos Territorios.»


   


Precisamente, su gramática bubi es la que motiva esta parada en el paseo por la vieja calle 19 de septiembre de Santa Isabel. Se trata de un trabajo interesante para conocer más sobre la lengua bubi, tal vez sólo precedido por el limitado diccionario misional del padre Usera.

Recientemente, la Real Academia de la Lengua Española ha dejado accesible la consulta de sus fondos históricos digitalizados, y -entre otros- es posible acceder íntegramente al "Primer paso á la lengua bubí ó sea ensayo á una gramática de este idioma: seguido de tres apéndices. 1º Sobre el lenguaje bubí de Concepción, 2º Sobre el de San Carlos, 3º Sobre unas cuantas notas de sintáxis por el Rdo. P. Joaquín Juanola."





Puedes consultar el "pequeño diccionario de las voces más comunes y usuales del idioma" en el texto Memoria de la Isla de Fernando Poo por Jerónimo de M. Usera y Alarcón en el Ateneu Barcelonès.
Hay otra copia digital accesible en la Biblioteca Nacional.



Y la Gramática de la lengua bubi por Joaquín Juanola Rovira en los fondos digitalizados de la Real Academia de la Lengua Española.






Pero si quieres algo más actual (por lo menos, más cercano al siglo XXI), en el Fondo Digital de Guinea Ecuatorial de la Cooperación Española podrás acceder al Curso de lengua bubi por Justo Bolekia Boleka.



domingo, 2 de junio de 2024

Llegaron las elecciones europeas

Ayer empezó el voto CERA🗳️ en la Embajada de España en Malabo y en el Consulado General en Bata.


Hasta el día 6 de junio, puedes acudir a votar, sin necesidad de cita previa, y sin necesidad de haber recibido cualquier documentación electoral. Los consulados tienen todo para que podáis ejercer vuestro derecho. Tan solo lleva DNI o pasaporte, no importa si están caducados. Y si no los tienes, puedes usar la certificación de nacionalidad o de inscripción en el Registro de Matrícula Consular, expedida en Bata o en Malabo.

Hablando de representación... ¿vemos el Consejo de Residentes en el Exterior?: Frente a los 700 electores mínimos que establecía el Real Decreto 1339/1987, de 30 de octubre, sobre cauces de participación institucional de los españoles residentes en el extranjero, el actual Real Decreto 1960/2009, de 18 de diciembre, por el que se regulan los Consejos de Residentes Españoles en el Extranjero, establece un mínimo de 1.200 electores.

¿Y cuántos residentes hay en Guinea Ecuatorial? Según datos del Instituto Nacional de Estadística, en abril de 2024 se contabilizaron un total de 1.542 españoles inscritos en el Censo electoral de españoles residentes en el extranjero (CERA). Eso sí, repartidos entre la demarcación de Bata y Malabo.


domingo, 26 de mayo de 2024

El negro pasado del marqués

Sello de la empresa familiar
No, con "el negro pasado del marqués", en esta ocasión no nos referimos al marqués de Comillas, esclavista y fundador de la Trasmediterránea:

Acaba de publicarse el portal España Esclavista, que en su presentación aclara que "La esclavitud fue una institución muy presente en la historia de España. Hubo centenares de miles de personas esclavizadas, algunas de las cuales sufrieron cautiverio bien entrado el siglo XIX. Y a los dominios americanos de la Monarquía Hispánica llegaron más de dos millones de cautivos africanos que fueron allí convertidos en esclavos. España fue, de hecho, el último país europeo en abolir la esclavitud en sus colonias (en Cuba, en 1886). No hay tampoco que olvidar la notable presencia de comerciantes y de buques negreros españoles en la trata trasatlántica, especialmente durante el siglo XIX. De aquel pasado esclavista se conservan numerosos legados materiales, unos vestigios que están presentes a lo largo y ancho de la geografía española. El objetivo principal de esta web (que estará permanentemente en construcción) es mostrar y poner de relieve los numerosos rastros materiales del pasado esclavista español, los cuales perviven en la actualidad en nuestros pueblos y ciudades. Una página que pretende ofrecer, de manera adicional, diversos recursos divulgativos (legislación, estudios, enlaces a otros recursos accesibles en línea, …) para facilitar un mejor conocimiento del pasado esclavista español."

A través del portal es posible reconocer historias ignoradas, ocultas o edulcoradas.

Por ejemplo la de Antonio Vinent y Vives, marino y capitán de barcos negreros cuyos hermanos José y Francisco tenían factorías en Corisco (la trama esclavita de nuevo...), la reina Isabel II le otorgó el título de marqués de Vinent en 1868. 

Resume el portal: "Nacido en Menorca, en 1809, Antonio Vinent ejerció como capitán de diversos buques negreros (de la corbeta Gloria, por ejemplo), [ En la década de 1830 sus hermanos José y Francisco tenían una factoría en la isla de Corisco, por lo que sus nexos con el tráfico ilegal de africanos esclavizados hacia Cuba fueron muy estrechos.] y luego, en 1842, se avecindó en Cádiz desde donde despachó numerosas expediciones a las costas de África. Trasladó su residencia a Madrid, en 1860, para ejercer sobre todo como banquero. Invirtió parte de su fortuna en fincas agrarias, comprando once cortijos o cotos en la comarca de la Sierra de Segura, en Jaén: cinco en Siles (Arroyo Llano, San Blas, Calar del Mundo, Castro Bayona, Cañada del Villar y Ardacheles), tres en Hornos (La Setera, Pinar de la Fuente de los Perales y San Román), uno en Santiago de la Espada (Torre del Vinagre o Malagón), otro en Benatal (La Hortizuela), otro en La Puerta de Segura (La Vicaria). Compró también la casa de la calle Somera, 36 (en Siles). Senador vitalicio desde 1864, Isabel II le nombró marqués de Vinent, en 1868."

De hecho, Gustau Nerín establece una relación entre el ataque del británico de Dennman en 1840 a las factorías negreras de la zona de Gallinas, Corisco, Ambriz y Cabinda como el revulsivo para que la ciudadanía española y los políticos reclamaran la vuelta al territorio abandonado durante décadas: 

"El ataque de Denman en 1840a las factorías negreras de Gallinas, Corisco, Ambriz y Cabinda, todas en la costa occidental africana, reavivó el interés de la Corona española por la posesión de una colonia en África Ecuatorial. Se pensaba que con un establecimiento permanente en la zona se podría proteger a los barcos negreros y obstaculizar la labor de la patrulla naval británica. El Ministerio de Estado empezó a revolver viejos documentos para intentar recuperar las islas de Fernando Poo y Annobón, cedidas por los portugueses en 1778, pero no ocupadas. Finalmente, en 1843 se envió al golfo de Guinea una expedición, dirigida por Juan José Lerena, para apoderarse de ambas islas. Pero Lerena tenía también instrucciones de establecer la soberanía española en Corisco, fundamentándose en la presencia de factorías españolas en la zona. La expedición de Lerena no supuso la ocupación del territorio, pero sería un precedente básico para el establecimiento de la colonia, en 1858. Una colonia que incluiría Corisco, en honor a la colaboración de los bengas con Vinent y Pons."

En la web del Senado es posible acceder a la biografía del senador Vinent y una gran cantidad de documentos, esquela incluida, pero no hay datos de su pasado negrero.

No fue el único, y el portal el portal España Esclavista permite acceder a más relatos sobre el origen de algunas de las grandes fortunas españolas (marqueses o no, aunque sí hay varios que lo son) o de edificios emblemáticos y patrimoniales. 

En algún momento, habrá que plantearse que las políticas de memoria histórica en España también deben de incluir el reciente pasado colonial.

lunes, 20 de mayo de 2024

El caso del Capitán del puerto

En su informe de 23 de septiembre de 1936, Ramírez Dampierre, habla de un total cuarenta detenidos en la noche del 18 al 19, que los días posteriores se irán incrementando con nuevos arrestos. Entre los mismos, el diplomático luso distinguía, además de tres portugueses, media docena de funcionarios de la Secretaría General del Gobierno, cuatro funcionarios de la Administración de Hacienda, tres de la Administración de Correos, dos negros, el capitán del puerto, y varios particulares.

No sabemos si el desaparecido sargento Núñez estuvo entre estos primeros detenidos, ya que no hay apenas nombres en el relato. En este paseo por la vieja calle 19 de septiembre de Santa Isabel hemos ido desgranando varios de ellos, y aunque nos sigue faltando el nombre del hombre de El Chiringuito (que recibió un tiro en la pierna esa noche), sí tenemos el del Capitán del Puerto.

Se trata de Miguel Morillo Martín-Pinilla, nacido el 18 de febrero de 1905, y que en 1923 opositó con éxito a la Escuela Naval Militar. Una década después -pese a sus deseos de establecerse en París o Londres por una temporada que le escribía a la poeta Mathilde Pomès- el joven alférez de navío de la Armada, de la dotación del cañonero Canalejas, acabó obteniendo la plaza de Ayudante de Marina y Capitán del puerto de Santa Isabel de Fernando Poo en sustitución de Ignacio Martell Viniegras:

«Como resultado del concurso convocado en la Gaceta de Madrid de fecha 7 de Noviembre próximo pasado, para la provisión de la plaza de Capitán de puerto de Santa Isabel de Fernando Poo, ha sido nombrado para desempeñarla el Alférez de Navío D. Miguel Morillo Martín-Pinilla. En previsión de que por cualquier circunstancia vacara de nuevo la referida plaza, se designa a D. Martín Ugalde Echevarría, Oficial primero del Cuerpo general de Servicios Marítimos y Subdelegado Marítimo de Laredo, a quien se confiere esta opción por el plazo máximo de seis meses.
Madrid, 22 de Diciembre de 1934.— El Inspector general, Antonio Nombela

Así, cuando se produce el golpe de Estado del 18 de julio de 1936, se encuentra destinado en Fernando Póo. Y si bien no consta que se involucrara en la creación del Frente Popular local, la historiografía franquista no duda de su apoyo a la autoridad republicana ("Judas auténtico", dirá de él).

Narciso Jesús Nuñez Calvo, en su ponencia Guarnición militar y Fuerzas de Orden Público en Guinea, lo cuenta así: 

El Heraldo de Zamora,
14 de diciembre de 1936.
«En la bahía de Santa Isabel se encontraba fondeado desde el día 24 del mes anterior, el crucero Méndez Núñez, siendo su comandante el capitán de fragata Trinidad Matres García, quien al estallar el alzamiento militar recibió un radio del ministerio de Marina para que regresase a la metrópoli. Sin embargo cuando realizaba el viaje de regreso, ordenaron su vuelta a Santa Isabel, ya que si bien la colonia no se había sublevado contra el gobierno de Madrid la situación se había tornado muy tensa. 

Dado que el comandante del crucero no era de la confianza de la dotación pro‐republicana se procedió en la madrugada del día 29 de agosto a su destitución siendo desembarcado junto a la mayor parte de los oficiales. Recluidos inicialmente los oficiales desembarcados en el palacio del gobernador tuvieron que ser trasladados (...) hasta  una  finca  ubicada  en  Basakato [la de Teodomiro Avendaño]. La conducción se llevó a cabo por fuerzas de la Guardia Colonial bajo el mando del capitán de la Guardia Civil Enrique Pueyo del Val y acompañados del teniente de navío Miguel Morillo Martín, quien por aquel entonces estaba al servicio de la administración colonial».

Por contar con la autoridad y la confianza del Gobernador, probablemente él también es el responsable del cateo de la hacienda de Avendaño, descubriendo los explosivos que había facilitado su vecino de San Carlos, Maximiliano Jones, y las armas con que los oficiales planificaban tomar y destruir el Méndez Núñez.

Los hermanos Salvador y Fernando Moreno de Alborán y Reina le darán igualmente un valor decisivo en La guerra silenciosa y silenciada

«Mientras tanto, en Santa Isabel, el Comandante y los oficiales [del Méndez Núñez] habían hecho reiteradas gestiones reservadas para tratar de hacerse con el buque para la causa nacional con el concurso de un núcleo de civiles y la Guardia Colonial. Los resultados fueron siempre negativos; podía contarse con tres o cuatro civiles, pero nunca con la Guardia Colonial. El capitán de Puerto de Santa Isabel, teniente de navío Morillo, se mantenía fiel al Gobernador y no actuó ni pensaba actuar en favor del Comandante y oficiales del crucero. (...) Más tarde se supo que el entendimiento directo entre el comité del buque, presidido por el tercer maquinista Sierra y el Presidente del Consejo de ministros a través de radio Basile (...) era un hecho conocido por el Ayudante de Marina, teniente de navío Morillo quién mantenía informado al Gobernador. (...) Si en Fernando Poo, el Comandante del Méndez Núñez, capitán de fragata Matres, hubiera contado con el apoyo del teniente de navío Morillo y la Guardia Colonial, podía haberse resuelto el problema. Bastaba con llevar a cabo unas detenciones a bordo y embarcar un pelotón de guardias, para haber incorporado el crucero al Alzamiento y dominado la isla y el continente. Pero no fue así; no pudo contar con la Guardia Colonial y el teniente de navío Morillo era, además, confidente del Gobernador».

Y para que no hubiera dudas de su lealtad, tenía -además- la falta imperdonable de ser uno de los públicos contribuyentes a la donación de las 10.353,65 pesetas para la República, conforme a la Gaceta de Madrid del 5 Noviembre 1936.



Así, no es de extrañar que con el triunfo del golpe de Estado el 19 de septiembre, Luis Serrano Maranges le depusiera nombrando a José González Ramos en su lugar, y Morillo acabara arrestado y encerrado en el enorme barracón de cemento del puerto viejo.

Tuvo, de todo modos, mejor fortuna que el sargento Anastasio Núñez, que desapareció en los «practicamente incruentos "incidentes" de Santa Isabel».

Tras la caída de Bata, fue posteriormente detenido en el crucero auxiliar Ciudad de Mahón. En febrero de 1937 fue trasladado a la prisión militar del Castillo de Santa Catalina en Cádiz. Fue juzgado en Consejo de Guerra (Causa nº 131 de 1937) y condenado en mayo de 1938 a seis meses y un día de prisión, separación del servicio y baja de la Armada.

Mientras se produce su trasladado a Cádiz, y puesto que no está ni entre los 150 coloniales del campo de concentración de Gando, ni entre los repatriados a través de las fronteras con los territorios bajo administración francesa, el gobierno republicano infiere que se ha sumado a los sublevados e Indalecio Prieto decreta su baja definitiva en la Armada, con pérdida de empleo, sueldos, gratificaciones, derechos pasivos, honorarios, condecoraciones y demás prerrogativas o emolumentos que puedan corresponderle...

A pesar de ser la cara de "Judas auténtico" por su lealtad, según la historiografía franquista, en las décadas posterior hay trazos de que comparte actos sociales y eventos fraternos con sus viejos compañeros de promoción.

Finalmente, le perdemos la pista, hasta diciembre de 1978, ya con una nueva Constitución y muerto Franco, en que Gutiérrez Mellado firma la orden por la que se dispone el pase a la situación de "retirado", «con determinación de que, de haber continuado en activo, habría alcanzado, por antigüedad, el empleo de Capitán de Navío, y su retiro por edad le habría correspondido el 18 de febrero de 1969, quedando modificadas en este sentido la Orden Ministerial de 25 de mayo de 1938, que lo dio de baja en la Armada, y la Orden Ministerial número 1.079/77 (D) , de 25 de agosto (D. O. núm. 196) , que dispuso su pase a la situación de "retirado", habiendo perfeccionado catorce trienios de Oficial».

martes, 14 de mayo de 2024

¿Qué fue de Ángel Miguel Pozanco?

Poco sabemos de Ángel Miguel Pozanco Barranco, periodista, escritor y abogado, "republicano intransigente" según la historiografía franquista, o como decía de forma aséptica la Gaceta de Madrid (1940), "natural de Sevilla, de 37 años de edad, hijo de Miguel y de Purificación, casado, oficial de secretaría judicial, domiciliado últimamente en Bata (Guinea), y en la actualidad en ignorado paradero".

Mientras permanecían en asilo temporal en Yaundé, Ángel Miguel Pozanco al igual que el subgobernador Hernández Porcel fueron condenados a muerte en ausencia.

Pero como es habitual, las sanciones se acumulaban por la vía militar, civil, administrativa...

Así, en diciembre de 1937, en Santa Isabel el Juez que instruye la causa número 630 de 1936 le llama a comparecer junto con otros ciudadanos "para notificarles el auto de procesamiento y tomarles la indagatoria y demás diligencias, bajo apercibimiento de ser declarados rebeldes, encareciendo a las Autoridades y sus Agentes la busca y detención de los citados, presentándolos en este Juzgado Militar, sito en Santa Isabel de Fernando Póo, cuartel de la Guardia Colonial, debidamente vigilados y custodiados." 

Y en 1939, el Auditor de Guerra de Canarias publica una requisitoria y en su nombre el Juez Militar eventual de Bata, para juzgarle por "auxilio a la rebelión y malversación de caudales públicos". 

Por si no hubiera dudas (que no las había) en su posicionamiento leal al gobierno republicano, Pozanco formaba parte del listado público de los contribuyentes a la donación de las 10.353,65 pesetas para la República, incluido en la edición de la Gaceta de Madrid del 5 Noviembre 1936.

En 1940, el Tribunal Regional de Responsabilidades Políticas de Santa Isabel le juzga en ausencia y es condenado a la pena de "quince años de destierro de estos territorios, inhabilitación especial durante el tiempo de la condena para el ejercicio de su profesión de oficial de Secretaría y pérdida total de sus bienes en la Colonia". No podía ser de otra forma, si -como él mismo relata- se significó como leal al gobierno republicano incluso evitando que el Fernando Póo cayera en manos de los golpistas: "Al final llegamos a Exoloba [en territorio francés], desde donde hicimos circular el siguiente radiograma : 'Capitán Comité República vapor español Fernando Poo. Os comunica Pozanco secretario subgobierno Bata para manifestaros orden Subgobernador Porcel que isla Fernando Poo declarose facciosa bajo mando teniente coronel Serrano. Ayer 23 barco pequeño desembarcaron Kogo Rio Benito, incautándose estación radio Bolondo aprisionando telegrafistas varios más, intentando dirigirse Bata, conteniéndoles tres kilómetros Bolondo. Advertidos nosotros movimiento anteriormente, declaróse estado guerra, cese capitán, tenientes, Guardia Colonial. Precisamos urgente auxilio vuestro, diríjanse toda máquina Bata'…"

Y todavía se reiterará la condena en 1941.

Curiosamente, en 1957 se tramitará de oficio su indulto.

¿Armamos el resto del puzzle?; Huído tras la caída de Bata, el 15 de octubre llegó a Camerún en busca de asilo hasta que pudiesen regresar a zona republicana. Tras estos hechos, los sublevados aprovisionaron Guinea con material de guerra y especialistas alemanes. La nueva guardia marroquí controlaba todo y cometió toda clase de abusos incontrolados con los nativos, muchos de los cuales también migraron al Camerún. 

Finalmente se reincorporó al territorio republicano en Valencia vía Burdeos, siendo reintegrado a su categoría profesional el 16 de julio de 1937. Es mismo año publicó Guinea Mártir: narraciones, notas y comentarios de un condenado a muerte, además de numerosos artículos sobre la guerra y de denuncia al fascismo y su aliados. Se trata precisamente de un prolífico periodo en el que publicará -entre otras- libros como Ojos que no ven (dedicado a Mª Teresa León, esposa de Rafael Alberti, y al propio poeta con el que había compartido pupitre de escuela) y la novela tropical Esfinge roja; esfinge de ébano.

[Un inciso: entre los títulos de la biblioteca del presidente Negrín hay un ejemplar de Guinea Mártir. El ejemplar está dedicado a Juan Negrín en una fecha muy significativa, el 1º de mayo de 1938.]

Siendo reemplazo de 1924, fue llamado a filas por el Gobierno de la República el 12 de septiembre de 1938.
Iñaki Tofiño ha hecho seguimiento en su tesis a su producción narrativa durante ese periodo y constata que "Su presencia en prensa se cierra el 6 de enero de 1939, veinte días antes de la entrada en Barcelona de las tropas rebeldes, con la publicación de un anuncio de su libro en La vanguardia (6/1/1939). No publicará nada más, así que es probable que se uniera al éxodo republicano. A saber si consiguió rehacer su vida o acabó sus días en algún campo de prisioneros. Su nombre, eso sí, aparecerá en multitud de textos oficiales producidos por los tribunales del nuevo régimen."

Efectivamente, tras la derrota republicana acabó en territorio francés, solicitando la evacuación a México para él y para Enriqueta Villalba Evangelia, su esposa. En ese periodo,  nacerá su hijo Víctor Enrique (1940) en Biarritz.


La información sobre Pozanco se difumina; su esposa e hijo vivirán en Barcelona, en donde fallecerá Enriqueta, mientras él vivirá exiliado en Venezuela.

Finalmente, se truncará su convicción de regresar algún día al territorio ecuatorial, ya que falleció en Caracas. 

Y en 2012, su hijo -que también era escritor y poeta- publicará Memorias epistolares, recogiendo sus vivencias incluyendo "el padre emigrado que, desde tan lejos, se entera de la muerte de su esposa, nunca aclaradas las circunstancias reales del fallecimiento aunque el joven Víctor ni siquiera pueda compartir con él las sospechas que alberga para no comprometer la seguridad de su progenitor en el exilio caraqueño."

En su recuerdo, Víctor Pozanco convocará durante años el Premio de Poesía y Novela "Miguel Ángel Pozanco", y publicará los textos premiados en los cuadernos de la Biblioteca Ciencias y Humanidades (Biblioteca CyH) de Barcelona.

martes, 7 de mayo de 2024

La "denuncia Nombela" o "Caso Tayá"

La "denuncia Nombela" o "Caso Tayá" es una historia vieja... la gobierno de derechas de la II República tuvo su propia caja B, su propio comisario Villarejo, su respectivo conseguidor como el pequeño Nicolás  y un desconocido A. Lerroux que acabó generando la caída del gobierno de derechas en la II República... caída inesperada para los partidos que integraban la coalición, y cuya frustración por la consecuente victoria del Frente Popular desencadenó la ruptura del 18 de julio de 1936.

No es que lo digamos nosotros, incluso entre la documentación elaborada por José Antonio Primo de Rivera en la prisión de Alicante, se incluye la referencia al "Asunto de Guinea..." como parte de su "síntesis moral" de los motivos que condujeron a la "rebelión" en julio de 1936.


Vapor Príncipe de Asturias (Tayá).





Y, además, te lo cuenta el profesor Donato Ndongo en: Guinea Ecuatorial durante la II República. El ‘escándalo Nombela’. Implicaciones de un caso de corrupción colonial:

La cuestión colonial jugó un papel determinante en aquel proceso de desintegración política que desembocaría en la guerra de 1936. Preguntas importantes siguen siendo si los diversos partidos republicanos, el socialista, el comunista, los radicales, los anarquistas y todas sus derivaciones concibieron y propusieron una política colonial propia y si intentaron llevar a la práctica nuevos modelos de relación con los colonizados según sus propuestas ideológicas.

Mucho avanzaron los estudios sobre la historia de Guinea Ecuatorial desde la aparición de mi Historia y tragedia de Guinea Ecuatorial [1]. Pese a tan estimulante perspectiva, que nos permite tener un mayor conocimiento del conjunto de las realidades coloniales, ocultas durante siglos, los historiadores apenas se han adentrado en un período cuya brevedad no menoscaba su importancia: la II República. Salvando algún acontecimiento tratado de modo aislado –el asesinato del gobernador Gustavo de Sostoa en Annobón, o la sublevación militar en Fernando Poo y la Guinea Continental–, permanece aún oscura la política colonial formulada y ejecutada en España durante el régimen surgido en 1931. Especial significación adquiere esta omisión al constatar la profusión de estudios y análisis consagrados a la II República por especialistas españoles y extranjeros. Desde nuestro punto de vista, que no llegase a cuajar, debido a la interrupción de la Guerra Civil, no resta  interés a un conocimiento que, cuando menos, permitiría contrastarlo con las políticas coloniales conservadoras de la Restauración y el franquismo, poniendo de manifiesto las ideas y programas de los grupos liberales y las izquierdas, fuerzas políticas excluidas en ambos períodos, pero que asumirían mayor protagonismo en la política española entre 1931 y 1936. A este respecto, preguntas importantes siguen siendo si los diversos partidos republicanos, el socialista, el comunista, los radicales, los anarquistas y todas sus derivaciones concibieron y propusieron una política colonial propia; si intentaron llevar a la práctica nuevos modelos de relación con los colonizados según sus propuestas ideológicas; si se limitaron a gestionar una situación que, de alguna manera, les venía impuesta por los hechos; si hubo ideólogos o teóricos, cómo lo hicieron y con qué resultados. En definitiva, urge llenar el vacío existente sobre la postura de los movimientos políticos y sociales progresistas de la metrópoli ante la colonización y la descolonización de las posesiones españolas en África. Enuncia la cuestión el muy importante estudio La idea colonial en España, de Roberto Mesa, pero puede considerase insuficiente; apreciación que requiere una justificación, resultante del análisis de la obra, pero nos alejaríamos de modo excesivo de los objetivos de nuestra exposición[2].

Guiado por mi irrefrenable curiosidad, génesis de toda mi obra, intenté hallar respuestas a tales cuestiones. Fruto –provisional– de mi indagación es un volumen inédito, La II República y la cuestión colonial, gestado en 1977, continuado hasta 1980, retomado hace varios meses, y en cuya versión definitiva trabajo en la actualidad. Hoy les presento un fragmento, escogido de manera deliberada, a mi parecer suficientemente ilustrativo: el conocido como escándalo Nombela. De gran impacto político y mediático en su tiempo, continúa vigente, como ejemplo prístino de las divergentes –mejor diría contrapuestas– concepciones de los métodos y objetivos de la presencia española en la actual Guinea Ecuatorial; o, si se prefiere, de lo que algunos denominan “los intereses de España” en la ex colonia. Dos modelos de entender la acción colonial claramente enfrentados, muestra de una realidad demasiadas veces olvidada, u ocultada, y por ello apenas perceptible para la sociedad española y la sociedad guineana. Y por más empeño que se ponga en manipular tales realidades, emerge siempre la verdad sobre las intenciones ocultas; así, determinadas  actuaciones que se producen en Guinea, o con relación a ella, terminan influyendo en la historia de la metrópoli, y, por tanto, en la vida política y personal de los propios españoles. De ahí su importancia. En el futuro, con sosiego, podrá contraponerse a otros episodios, como el caso Trevijano, también insuficientemente calibrado para la cabal comprensión del rumbo adquirido por la política española tras la muerte del general Francisco Franco.  

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Aclaraciones previas: Mantuve, durante el transcurso de esta investigación, numerosas, interesantísimas y extensas entrevistas con el protagonista principal de este episodio,  Antonio Nombela, en su residencia del Paseo de La Habana, Madrid; la primera, el 30 de enero de 1979; la última, el 15 de enero de 1980. También deseo dejar constancia de que un extracto de este capítulo fue publicado en la revista Historia 16, en 1981[3].

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En la sesión de las Cortes del 26 de julio de 1935, al contestar a la interpelación del diputado independiente Dionisio Cano López sobre las razones de la destitución del inspector general de Colonias, Antonio Nombela[4], y del secretario general de Colonias,  José Antonio de Castro,  José María Gil-Robles –líder de la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA) y ministro de la Guerra desde el acceso al poder de la coalición conservadora, integrada por la CEDA, el Partido Radical de Alejandro Lerroux y otras formaciones menores, tras las elecciones de noviembre de 1933–, había afirmado que se abriría un expediente y, si de él no se derivaban responsabilidades para los funcionarios  cesados, éstos serían repuestos en sus cargos y rehabilitados. Con esa esperanza, el ex capitán Nombela realizó en los meses siguientes numerosas gestiones ante miembros del Gobierno y del Parlamento; al resultar infructuosas, y con el fin de “restablecer su honor”, presentó el 28 de noviembre un largo memorándum al presidente de las Cortes, Santiago Alba, en el cual explicaba los motivos de su cese y pedía ser reintegrado en sus funciones.

El Partido Radical –segunda fuerza política en aquellas Cortes, tras la CEDA– recabó para sí el derecho de plantear la cuestión en el salón de sesiones, dándole estado parlamentario, y solicitó, por boca de su diputado Fernando Rey Mora, se arbitrasen los medios para que se esclarecieran las responsabilidades. Los republicanos conservadores, por medio de Miguel Maura, evacuaron consultas con Unión Republicana, el grupo de Martínez Barrio; con Izquierda Republicana, de Augusto Barcia, y el Partido Republicano Progresista, de Cirilo del Río, con quienes acordaron “hacer los esfuerzos imaginables” para que el tema quedase aclarado. Dada la gravedad de los hechos denunciados, Maura amenazó con recurrir a la interpelación en caso de que los radicales intentaran entorpecer la investigación. Por su parte, el presidente del Gobierno, el radical Joaquín Chapaprieta, intentó impedir la discusión de la denuncia en comisión parlamentaria, argumentando que debía ir a informe de la Comisión de Peticiones “por tratarse de una cuestión no planteada por miembros de la Cámara”. Introducida por el propio presidente de las Cortes, se dio lectura al extensísimo informe redactado por Antonio Nombela, al que se acompañaba gran número de documentos.

Nombela exponía que fue nombrado inspector general de Colonias por el entonces jefe del Gobierno, Ricardo Samper, el 29 de agosto de 1934. No conociéndose previamente, su nombramiento respondía al deseo de que elaborase un programa concreto de política colonial, desde un planteamiento eminentemente técnico. Le asignaron como colaboradores al secretario general de Colonias, José Antonio de Castro Martín, y al gobernador general de Guinea, Ángel Manzaneque. Apenas iniciada la labor encomendada, se produjo una crisis ministerial, y Samper fue sustituido por Alejandro Lerroux, y al subsecretario de la Presidencia, Boixareu, reemplazó Guillermo Moreno Calvo. Afirma Nombela que, al poco tiempo tuvo “la triste convicción de que a la incompetencia y al absoluto desinterés por la obra colonizadora se unía en el nuevo subsecretario un afán de dificultar toda labor que no respondiese exclusivamente a determinados propósitos que como único fin parece que allí le llevaban”.

Presagios confirmados a los pocos días de la toma de posesión del nuevo equipo ministerial, cuando Nombela fue llamado por el presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, para advertirle “sobre la clase de personajes que habían entrado en la Presidencia y sus anejos y sobre sus seguras intenciones”. El presidente añadió que tenía referencias de la probidad del inspector general, por lo que estaba seguro de que “sería el valladar que firmemente se opusiese a cuantos desmanes se pretendiesen realizar” en relación con las colonias. Le rogó, asimismo, que nunca dimitiese y resistiera a cuantas presiones recibiera de sus nuevos superiores, asegurándole que siempre encontraría respaldo moral en la Presidencia[5].

En consecuencia, trató de oponerse por todos los medios a que prosperasen estos designios, lo cual le hacía cada día más difícil el desempeño de su cometido. Entre los manejos del nuevo equipo destacaba una petición de indemnización suscrita por la Compañía África Occidental, S. A., propiedad del naviero catalán Antonio Tayá, por un valor de 524.832 pesetas. El subsecretario Moreno Calvo presionó a Nombela mediante reiterados  requerimientos para que fuese abonada esta cantidad, a los que el inspector general se resistió, por entender que no era justa la indemnización. El subsecretario replicó que era necesario salvar las dificultades, por grandes que fuesen, “por cuanto el señor Tayá, cuando disfrutaba de crecida fortuna, con su dinero en Barcelona había sacado de difíciles apuros a don Alejandro Lerroux, y éste, reconocido, le había prometido corresponder cuando cambiaran las circunstancias”. Nombela, que aseguraba no conocer personalmente ni a Tayá ni a su abogado, Gómez Piñán, tuvo que recibirlos por orden del subsecretario, con la pretensión de que rectificase la opinión que tenía sobre el asunto que planteaban. En dicha entrevista, los interesados “se condolieron” de la lenta marcha de su expediente, culpando de ello al anterior director general de Marruecos y Colonias, Fernando Duque Sampayo, contra el cual hicieron “graves inculpaciones”. El subsecretario Moreno Calvo le dijo a Nombela que deseaba conocer el expediente, se lo llevó e hizo desaparecer un sobre con la firma de Tayá con el “enterado” de la notificación de que se le denegaba el pago de las 524.832 pesetas. Luego requirió a dos abogados del Estado para que estudiasen si existía algún defecto en la tramitación del expediente que impidiera materializar el pago. El informe de la asesoría acusó la falta de notificación, y no aceptó la sugerencia verbal del subsecretario, quien insistía en la urgencia del pago. Al ser devuelto el expediente a la Inspección de Colonias, causó sorpresa la falta del documento, y se observó que se había corregido la numeración con el fin de que existiera correlatividad en los documentos. Nombela se lo comunicó a Moreno Calvo, “y éste simuló que sentía desconfianza de su secretario particular e íntimo amigo D. Juan Alonso Jiménez. Prometió averiguarlo todo y castigar al causante”.

Posteriormente, Gómez Piñán pidió se instruyera un nuevo expediente, acogiéndose a lo que llamó “recurso de reposición”. Pasó el nuevo expediente a la Junta Asesora Jurídica de Colonias, encareciéndose a su presidente, magistrado del Tribunal Supremo Torres Roldán, “el interés de Lerroux en que se resolviera la cuestión”; pero la Junta rechazó el recurso. Se coaccionó de nuevo a Nombela, y Moreno Calvo –“no omitiendo epítetos” contra el magistrado–, amenazó con el despido a todos los componentes de la Junta. Volvió a salir el expediente de la Inspección de Colonias para pasar a manos del subsecretario. El abogado del Estado Manuel Gómez Acebo le informó a Moreno Calvo que habría que esperar el resultado de un recurso pendiente en el Tribunal Supremo antes de procederse a pago alguno. En efecto, el 22 de abril de 1935, el Tribunal Supremo dictó sentencia anulando la rescisión, acordada por la Administración, del contrato con la Compañía naviera, sin ordenar pago alguno, ya que, en caso de que procediera, sería objeto de expediente de liquidación por vía administrativa. Apoyado en esta sentencia, el subsecretario pretendió se procediera al pago inmediato, “ilegal y sin las debidas formalidades, no solo de la primera cantidad reclamada, sino de nuevas peticiones que la Compañía formuló en sucesivas instancias, y que el día 26 de abril de 1935 montaban 2.592.000 pesetas”.

Relata Nombela minuciosamente diversos incidentes con su superior jerárquico en su escrito a las Cortes. Así, recordaba que, estando él presente, Moreno Calvo le dijo a Gómez Piñán que, enterado de cuanto solicitaba la naviera y existiendo dinero en el Tesoro Colonial, le parecía “una solemne primada ser tan parco en pedir. Creía que debía sustituir el escrito por otro demandando siete u ocho millones que debía integrar el mencionado Tesoro”[6]. En efecto, el abogado de la empresa naviera exigió al Estado una compensación de 7.450.117 pesetas. Un sábado, hallándose Moreno Calvo en  Sevilla, Nombela expuso “discretamente” a Lerroux las irregularidades que venía observando. El presidente del Gobierno le aseguró que no sabía nada, y que incluso le extrañaba que el Tribunal Supremo hubiese fallado en contra de la Administración. Minutos después de esta reunión con Lerroux, Moreno Calvo llamaba a Nombela muy airado desde Sevilla para preguntarle qué razones había tenido para despachar con el jefe del Gobierno. Como tenía prevista para fechas inmediatas una audiencia con el presidente de la República –que al parecer no llegó a celebrarse–, y temeroso el subsecretario de que le transmitiera el tema, Moreno Calvo le comunicó a Nombela que había encontrado el informe en el cual el  Consejo de Estado ordenaba el nombramiento de un juez que estudiase y resolviese las pretensiones de la naviera, informe ignorado hasta entonces por el subsecretario de la Presidencia del Gobierno. Agregó éste que se hallaba muy satisfecho de los servicios del inspector general, por lo que le había concedido el título de comendador de la orden civil de África. Mientras tanto, Moreno Calvo se dedicó a buscar un juez que se prestara a sus designios, y nombró tal al abogado del Estado Martínez Almeida, que dimitió a los pocos días. Designó entonces al también abogado del Estado, Marín, y, como secretario suyo, impuso a Fernando Duque Sampayo, que había sido con anterioridad director de Marruecos y Colonias. Tayá, por su parte, había presentado dos nuevos escritos en los que decía conformarse con una cantidad inferior, 3.033.318 pesetas. Marín y Duque Sampayo, en el mayor secreto, resolvieron que debía abonarse a la Compañía África Occidental esta última cantidad, acordando que, para abreviar los trámites, el dinero se pagase con cargo al Tesoro Colonial; y para evitar posibles responsabilidades, el expediente pasara a dictamen del Consejo de Estado.

Pero no le convenía a Moreno Calvo aceptar la resolución del Consejo de Estado, según la cual todo lo que podría percibir la Compañía serían unas 200.000 pesetas. El subsecretario decidió jugar la última carta, y “amañó” un escrito en el cual decía que, de aceptarse la propuesta del Consejo de Estado, ésta costaría al Tesoro Colonial los siete u ocho millones que pedía la naviera. Por ello proponía, “velando por los intereses de la Nación”, se aceptara íntegramente el dictamen del juez instructor, Marín, es decir, que se pagasen los más de tres millones de pesetas, con cargo al Tesoro Colonial, con el fin de liquidar a la Compañía con un simple cheque, sin intervención de otros organismos del Estado. En esos términos se llevó el tema al Consejo de Ministros, que nombró ponentes a José María Gil-Robles, Antonio Royo Vilanova (ministro de Marina, del Partido Agrario) y Joaquín Chapaprieta, titular de Hacienda. Estos ponentes, que ni se preocuparon de conocer el expediente –los dos últimos declararon haber delegado en Gil-Robles el estudio–, “aceptaron con la mejor buena fe la propuesta, lo comunicaron a sus compañeros y por unanimidad se tomó el acuerdo” de pago.

El 12 de julio, Moreno Calvo, radiante de alegría, mostró a Nombela el acuerdo del Gobierno, ordenándole librase al día siguiente un cheque por 3.033.318 pesetas. Pero Nombela adujo que echaba de menos la firma del secretario del Consejo de Ministros, Luis Lucia, observación que suscitó la indignación del subsecretario. Poco después, el inspector de Colonias era llamado por éste para, en presencia del abogado de la naviera, entregarle una nueva orden de pago firmada por el propio presidente del Gobierno, Lerroux. Pese a que la nueva orden, por escrito, “salvaba su responsabilidad moral”, Nombela,  “convencido de que el Consejo de Ministros había sido sorprendido de buena fe”, y acompañado por el gobernador general de Guinea, Ángel Manzaneque, acudió al Palacio de las Cortes para intentar advertírselo a Gil-Robles, con el cual no pudo hablar personalmente. Un diputado de la CEDA que sirvió de intermediario transmitió textualmente al inspector de Colonias: “Dice el señor Gil-Robles que se encuentra atarugado porque, efectivamente, se ha sorprendido su buena fe y la de otros ponentes. Que si así lo hacen saber al presidente, sería provocar una crisis, que de ninguna manera interesa al país y que, como mal menor, es preferible transigir con el hecho, aun lamentándolo profundamente”. Nombela continuaba exponiendo que no hizo igual advertencia al presidente Lerroux porque en otras ocasiones se había desentendido de sus observaciones.            

Ante la desalentadora impresión que le produjo la actitud de Gil-Robles, el inspector de Colonias se dirigió al Ministerio de Obras Públicas y Comunicaciones para entrevistarse con su titular, a su vez secretario del Consejo de Ministros, Luis Lucia –líder de la Derecha Regional Valenciana, integrada en la CEDA–, definido por Nombela como “persona en la que igualmente apreciaba análogas dotes de honradez y rectitud”. Pero el ministro, por medio de su secretario, le contestó que estaba al corriente del asunto, “pero ante lo lamentable que es no poder hacer nada, no quiere molestarse”. Nombela le comunicó entonces su “decisión irrevocable, que no podría impedirse por tener ya depositados en París y en Lisboa los documentos testificales”, de poner al corriente de los hechos a la opinión pública, para que ésta “se enterase de cómo procedía la Administración, desbordada por la desvergüenza de los unos y la lenidad de los otros”. Esa misma noche,  llamó por teléfono al presidente de la República, pero, “por lo avanzado de la hora”, solo pudo hablar con el secretario de su Casa, Sánchez Guerra[7], a quien refirió la situación. La decidida actitud de Antonio Nombela, quien “estaba dispuesto a todo antes que permitir el  “expolio”,  según  sus palabras, y que fue comentada esa  misma noche entre Gil-Robles y Luis Lucia[8], obligó a ambos ministros a cambiar de parecer. Lucia acudió a la mañana siguiente a la Presidencia del Gobierno, y al manifestarle el subsecretario Moreno Calvo que en el expediente Tayá faltaba el requisito de su firma como secretario del Consejo de Ministros, le contestó que no solo no lo firmaría, sino que se lo llevaba a Gil-Robles, quien había estimado no estar lo suficientemente estudiado el asunto, y deseaba que fuera de nuevo discutido en otra reunión. “Un estudio detenido de todos los antecedentes me convenció –escribe Gil-Robles en No fue posible la paz– de la enorme irregularidad que se pretendía cometer… Como anomalía reveladora de propósitos inequívocos, además de la falta en el expediente de documentos sustanciales, figuraba un acuerdo de resolución en el que se habían eludido las formalidades usuales y habituales”.

Informado Moreno Calvo de las gestiones de Nombela, el subsecretario le preguntó, airado,  que “quién era él para oponerse y entorpecer un acuerdo del Consejo de Ministros”, a lo que respondió el inspector de Colonias: “No precisamente el titular de este cargo, por cuanto comprendo que no puedo vivir más tiempo con gente de tal moral; pero sí un español que, a sabiendas de que existen unas colonias deseosas de buena administración,  defiende con el mayor tesón que se entre a saco en el peculio de las mismas”. “En ese caso hace usted bien en dimitir –replicó el subsecretario– porque, si no, sería destituido por mí”. A ello repuso Nombela: “Siendo así, prefiero salir destituido, que para mí, en este caso, será una grandísima honra”[9]. Al día siguiente, 17 de julio de 1935, el Consejo de Ministros, celebrado bajo la presidencia de Alcalá Zamora, revocó el acuerdo de pago aprobado una semana antes. Los ministros fueron felicitados por ello por el jefe del Estado, pero, en la referencia de la reunión aparecieron juntos el nuevo acuerdo, la felicitación del Presidente de la República y las órdenes de cese de Nombela y Castro Martín.

Todo ello demostraba dos cosas: el cese de los más altos responsables de la gestión de las Colonias primaba los intereses políticos del momento sobre los intereses del Estado español; en segundo lugar, que ni Gil-Robles ni ningún otro ministro habían estudiado el expediente encomendado por el Gobierno, al contrario de lo que afirmaría en las Cortes el ministro de la Guerra. En su discurso ante el Parlamento el 26 de Julio, Gil-Robles mintió también a los diputados al negar la existencia de un primer acuerdo de pago del Consejo de Ministros, a pesar de constar lo contrario en la referencia oficial. De la honradez personal del líder de la CEDA no duda nadie, pero, como escribía el diario ABC el 29 de noviembre a propósito del affaire, era una “nota lamentable” que la negligencia y la desatención de un Gobierno facilitaran la tentativa de expolio, salvado in extremis simplemente porque las amenazas de divulgación del ex capitán Nombela impusieron el estudio y la rectificación del primer acuerdo de pago. El cese de Nombela y Castro Martín indicaba, además, que había existido una componenda entre los ministros partidarios de la revocación del ilegal acuerdo y los seguidores de Lerroux, componenda que, planeada en presencia del jefe del Estado, Alcalá Zamora, vinculaba de lleno en la injusta decisión a todas las altas instituciones. Situación aún más reprobable si se tiene en cuenta el apoyo prometido al inspector de Colonias un año antes, precisamente para que se resistiera al entramado de corrupción previsible en el equipo de Lerroux, ya salpicado por otros escándalos. En su escrito al Parlamento, Nombela señalaba “la paradoja de que de las personalidades de la actual situación a quienes he acudido directa o indirectamente para resolver con la natural rapidez este asunto, solo he recibido muestras de adhesión y reconocimiento de la justicia de una reparación oficial; a pesar de ello, nada se ha hecho en definitiva para llegar a ella. Solo disfruta de la protección oficial el que en estos asuntos aparece como acusado”.

La interpelación del diputado Cano López en la sesión parlamentaria del 26 de julio, interesándose acerca de los motivos de la destitución de los dos altos funcionarios de la Administración Colonial, motivó que el presidente del Gobierno, Lerroux, que temía, fundadamente, alusiones personales, se ausentase del hemiciclo pretextando enfermedad. “Como el ministro de Estado se levantase –recuerda Gil-Robles en No fue posible la paz– para contestar y defender al presidente del Consejo y el terreno fuese muy resbaladizo, dada la inexperiencia parlamentaria del mismo, intervine para explicar la tramitación del asunto y ofrecer a la Cámara todos los elementos necesarios para investigar a fondo sobre el mismo”[10]. Ante sus intentos de eludir el tema mediante argucias dialécticas, el diputado independiente insistió en su pregunta fundamental: por qué se había destituido a los funcionarios cuando la felicitación del presidente de la República parecía indicar una aprobación de su conducta. El ministro de la Guerra, hombre fuerte en aquella coalición radical-cedista, respondió: “la responsabilidad del Inspector de Colonias, si existiese, solo podría derivarse de un exceso de celo, de una extralimitación de las funciones que le fueron encomendadas”. Gil-Robles había propuesto, y así lo acordó el Gobierno, la instrucción de un expediente para averiguar las responsabilidades en que hubiesen podido incurrir quienes amañaron el expediente de la Compañía África Occidental. La incoación del expediente fue encomendada a un funcionario de la Presidencia del Gobierno; maniobra, para Nombela,  destinada a que jamás se depurasen de verdad las responsabilidades, pues quienes debían ordenar su instrucción eran precisamente los autores directos de las irregularidades, y, según sus palabras, “no era admisible creer que ellos mismos fueran a encartarse en tan inculpatoria documentación”. De modo que a Gil-Robles le constaba la inexistencia de tal expediente cuando aseguró en sede parlamentaria que se  exigirían responsabilidades, sin cuya sustanciación, dijo, no se podría seguir hablando del tema de las destituciones de Nombela y Castro; y prometió que las Cortes conocerían “en breve” las conclusiones, para que los diputados realizaran su misión fiscalizadora de la actuación del Gobierno. Sin embargo, desde la destitución de Nombela y Castro el 17 de julio, hasta que el primero presentó su denuncia al presidente de las Cortes el 28 de noviembre, no entró en el Parlamento expediente alguno relacionado con esta cuestión. En su libro, Gil-Robles admite que, tras la interpelación del diputado Cano López, creyó “liquidada definitivamente” la cuestión, y, “absorbido” por los problemas de su ministerio, no volvió a pensar en el expediente de Guinea. Según Nombela, días después de la interpelación, Gil-Robles, “con premeditada felonía”, ordenó a un abogado del Estado que fueran revisados minuciosamente cuantos informes, expedientes y órdenes hubiese autorizado el ex capitán Nombela  durante su desempeño como inspector general de Colonias, para, con el más fútil pretexto, abrirle un expediente que justificase la existencia del que había prometido a las Cortes, “aunque fuera apócrifa”.

El abogado del Estado, Martínez Almeida, informó a Nombela de su misión, a la que renunció. Fue sustituido por un funcionario de Hacienda, llamado Cordón, el cual, al no encontrar nada censurable, se disculpó y felicitó al investigado, asegurándole “estar avergonzado” por haber aceptado aquella orden de “persecución a ultranza”. El Gobierno de Lerroux cayó el 20 de septiembre. Nombela intentó, en repetidas visitas al nuevo presidente, Joaquín Chapaprieta, que Gil-Robles rectificase en las Cortes sus apreciaciones “y colocar mi nombre en el lugar que correspondía”. “El (nuevo) presidente no intentaba quitarme la razón en lo por mí pretendido –escribe Nombela en Arriba–, pues, conocedor a fondo del asunto, reconocía el derecho que me asistía. Me prometía siempre que estaba haciendo lo posible para satisfacer mis justos deseos, pero no me ocultaba ‘que era papeleta difícil humillar la reconocida altanería del señor Gil-Robles’”. Me confesó Nombela que recibió amenazas de muerte, y, agotada su paciencia, “con el asesoramiento y buen consejo de José Antonio Primo de Rivera, quien espontáneamente se ofreció como mi defensor en este asunto”, redactó su informe, registrado en el Palacio de la Carrera de San Jerónimo el 28 de noviembre de 1935[11]. Denuncia destinada, sobre todo, a informar a la opinión pública sobre la verdad de los hechos, esclarecimiento del que esperaba lo siguiente: “resplandeciese la rectitud de mi gestión y la culpabilidad de cuantos personajes se habían visto implicados en los intentos de atracar el Tesoro; unos aspirando a ser beneficiarios y otros colaborando más o menos directamente en el vergonzoso hecho”[12]. 

Tras un breve debate el 29  de noviembre, durante el cual Gil-Robles tuvo que admitir que hubo acuerdo de pago en Consejo de Ministros[13], el Parlamento nombró una comisión investigadora, ante la que declararon Nombela y otros testigos en sesiones agotadoras. Compuesta por 21 diputados, bajo la presidencia del republicano conservador Gregorio Arranz Olalla, la integraban cinco cedistas (De la Iglesia, Sánchez Miranda, Cuartero Pascual, Hermida Villelga y Barros de Lys), tres radicales (Pareja Yévenes, Martínez  Moya y Arrazola Madera), dos agrarios (Díaz Ambrona e Igual Padilla), el liberal demócrata Muñoz de Diego, el progresista Fernández Castillejos; Marial Mundet, de Esquerra Republicana de Catauña; el nacionalista vasco Careaga Andueza;  Recaséns  Siches, de Unión Republicana; Marco Miranda, de Izquierda Republicana; Romualdo de Toledo, tradicionalista; Reig Fernández, de la Lliga de Cataluña; el independiente Eduardo O’Shea y el monárquico Fuentes Pila, que actuaba como secretario. Aún no he conseguido saber la razón de la ausencia de socialistas y comunistas. Antes de que la comisión pudiese adoptar resoluciones, dimitió su presidente porque, según declaró su correligionario y jefe de filas Miguel Maura: “nosotros no podemos avenirnos a una componenda de la naturaleza que pretenden hacer algunos elementos de la comisión, puesto que en el dictamen redactado se elude toda responsabilidad de tipo político para el Gobierno que regía los destinos del país en julio de este año y recae toda la responsabilidad”. Una dura réplica de los diputados radicales dividió a la Comisión. Incapaz de dar explicaciones convincentes, Lerroux,     exculpado con el apoyo de Gil-Robles, fue forzado a dimitir de todos sus cargos por propio grupo político; el 7 de diciembre anunciaba su retirada de la vida pública. A las cinco de la tarde de ese mismo día, se iniciaba una turbulenta sesión parlamentaria, que duró hasta las siete de la mañana del día siguiente, a la que se negó a asistir Lerroux, con la excusa de que “por las noches no salía de su casa”.   

Quizá la intervención más sustanciosa sea la de José Antonio Primo de Rivera. Muy extensa y profusa, aporta, sin embargo, datos valiosos que permiten profundizar y completar la comprensión del tema. Según este relato de los acontecimientos, la naviera Compañía África Occidental, S. A., tenía en Guinea dos buques, el Teresa Tayá y el Príncipe de Asturias, que servían la ruta entre Fernando Poo, Río Muni y Annobón. Amarrados sin motivo ni explicación y surtos en puerto, se hundieron súbitamente. La empresa cargó su importe al Estado, hecho que aceptó la Administración. El contrato fue rescindido mientras un tercer barco navegaba desde Newcastle a Santa Isabel, siendo entonces subastado por la Compañía, cuyo importe y gastos fueron también cargados al Estado. La contabilidad de la empresa no tenía ni libro copiador de cartas, ni libro de actas, ni presentó nunca a la comisión investigadora sus archivos; el libro auxiliar de tráfico no estaba legalizado; en el de inventarios y balances solo aparecían dos inventarios incompletos y un balance de comprobación de saldos; en el diario únicamente aparecían asientos anteriores a la fecha oficial de la apertura de la sociedad… Por todo lo cual, la comisión parlamentaria había concluido que “la contabilidad examinada es jurídicamente defectuosa y técnicamente incompleta, confusa y deficiente. No parece que la Sociedad haya satisfecho impuesto alguno a la Hacienda del Estado”[14].

Ya en un tono político, el jefe nacional de Falange Española pasó a condenar a Gil-Robles, rompiendo la táctica de meses atrás, cuando intentó atraer a una alianza al líder de la CEDA: “Su Señoría, desde el 26 de julio, oyó las denuncias aquí; su señoría supo aquel intento de cobro ilegal contra el Tesoro Colonial, de una indemnización mal acordada; su señoría, estoy seguro de que con la mejor buena intención del mundo, no denunció esto, no llegó a una ruptura pública con los que trataban de asaltar así el Tesoro Colonial; su señoría ha venido prolongando esta peligrosísima convivencia, y hay algo aquí más grave que lo que puede parecer a su señoría, porque sé que su señoría lo ofrecería, en todo caso, como sacrificio de España: hay el riesgo que estamos corriendo de que, por convivir con gentes que no son dignas de convivir con nosotros; que no tienen nada que hacer en la vida pública de España; que deben retirarse a sus casas, y esto por la infinita benevolencia de quienes no los mandan a la cárcel, está comprometiendo su señoría la posibilidad de que nos agrupemos todos un día: los radicales que se salven de la reprobación general, los jóvenes y los viejos de Acción Popular que le siguen, hombres de derecha e izquierda, en un posible Frente Nacional, que ha de tener como primera bandera la bandera de la moralidad pública”. 

En el turno de explicación de voto, Primo de Rivera resumía la posición de su grupo: “El voto particular del señor Toledo (Romualdo de) envuelve en las responsabilidades políticas a don Alejandro Lerroux; el dictamen de la Comisión excluye de la responsabilidad política a don Alejandro Lerroux y deja caer esa responsabilidad política sobre la cabeza del subsecretario. Los subsecretarios –ya se ha dicho hoy con palabras más doctas– no pueden ser objeto de responsabilidad política. Lo que tratan de hacer con ese dictamen es la grave facha de acusación política –política por ahora– sobre la cabeza de don Alejandro Lerroux, y yo digo solamente esto: si tal hacéis, acaso salvéis con los votos de esta noche a don Alejandro Lerroux; pero caerá sobre todos vosotros, sobre todos los que votéis, la reprobación terminante de la opinión pública entera (…); la opinión pública reclama con escándalo que se abomine esta noche de un tono político impuesto a las costumbres españolas por don Alejandro Lerroux. Ésta es la verdad, y está en la conciencia de todos vosotros. Pero ¿es que vamos a decir todavía esta noche, una vez más, que don Alejandro Lerroux no delinque? Llegó lo del straperlo y apareció su hijo adoptivo, una especie de cuerpo mixto civil y militar que le rodea, el subsecretario de la Gobernación, el ministro de la Gobernación, todos; él, incólume. Llega este asunto, y tenemos al subsecretario de la Presidencia, quién sabe si al señor Nombela, quién sabe si al juez instructor; él, incólume. ¡Señores! Ya es hora de que concluyamos esta especie de juego de personajes de vieja farsa italiana. El señor Lerroux no delinque nunca; pero en las inmediaciones del señor Lerroux hay siempre, para delinquir, o un hijo adoptivo, o un cuarto cívicomilitar, o un subsecretario propicio, o un ministro medio tonto; siempre se encuentra eso en los alrededores del señor Lerroux para que se lleven el peso a la hora de las condenaciones…”[15].

También acusado de complicidad política en las irregularidades por Unión Republicana e Izquierda Republicana, Gil-Robles centró su discurso en la defensa de la estabilidad de la mayoría gubernamental, y, por tanto, de sí mismo: “Aquí no hay criterios políticos, no hay maniobras; no hay más que el respeto a la conciencia, el respeto absoluto a la Justicia (…) Esto es lo que quiero decir en este instante en que la conciencia de cada cual ha de dar solución al problema. La mía queda completamente tranquila; si algún honor he de tener entre las amarguras de la vida política, habrá de ser mi intervención en el asunto de ‘África Occidental, Sociedad anónima’”[16]. En cuanto al resto de las formaciones políticas, el reformista Muñoz de Diego creía en la buena fe de Lerroux y consideraba reprobable la conducta de su subsecretario; el agrario Royo Vilanova declaró y mantuvo que en el Consejo de Ministros dijo que, a su juicio, el informe del abogado del Estado estaba bien hecho y pedía se pasase el expediente al Fiscal de la República “por si el que lo estudió y el que dio su opinión han delinquido como prevaricadores”. El radical Pérez Madrigal defendía  tanto a Lerroux como a Moreno Calvo, pues, en su opinión, “atacar a un partido republicano es atacar al régimen”. El ex presidente del Gobierno, Samper, también radical, rechazó estas afirmaciones de Pérez Madrigal, asegurando que no actuaba contra su partido, sino que se había ajustado estrictamente a la verdad en su declaración ante la Comisión. Para el también radical Martínez Moya, Nombela era un “militar pundonoroso y un hombre íntegro”; pero no había cumplido su deber como funcionario, “de obediencia al superior”.  El  progresista Fernández Castillejos rechazaba enérgicamente los velados ataques dirigidos al presidente de la República, y llamaba “malos republicanos” tanto a quienes los habían proferido como a quienes se habían callado. El tradicionalista Romualdo de Toledo y el monárquico Fuentes Pila pedían la condena  de Lerroux, criterio sostenido con inusitada energía por el conservador Miguel Maura.

El portavoz de Izquierda Republicana, Augusto Barcia, afirmaba que, habiendo existido un acuerdo de pago del Consejo de Ministros, la responsabilidad debía alcanzar a todos sus miembros presentes. Goicoechea, de Renovación Española, concretó las responsabilidades en que, a su juicio, había incurrido Lerroux, cuya culpabilidad no le cabía duda. Para los populistas de Gil-Robles, quien hasta en las declaraciones testificales ante la Comisión Parlamentaria había negado que el Gobierno hubiese adoptado un primer acuerdo de pago, todo se reducía a una maniobra de desprestigio contra el partido radical, “único valladar que tiene España contra los avances revolucionarios”. Y mientras Rafael Guerra del Río anunciaba que los radicales no romperían la coalición con la CEDA, Martínez de Velasco, en nombre del Gobierno, comunicaba que los diputados del bloque quedaban en libertad de votar según su conciencia. La votación dio como resultado la exculpación de Lerroux, y la inculpación de Moreno Calvo. Nombela, considerado por algunos como “un compañero de viaje” de los comunistas, fue hallado culpable de “exceso de celo” y de falta de respeto a la Justicia, denegándosele a él y a Castro Martín la posibilidad de reincorporarse a sus funciones.

Además de la retirada de Lerroux, otras consecuencias importantes de la denuncia de Nombela fueron la ruptura de la coalición de Gobierno y la agudización de las contradicciones en la derecha posibilista, y el fraccionamiento de los partidos más directamente implicados en los hechos debatidos en las Cortes a principios de diciembre de 1935, empezando por el Partido Radical, que desapareció del mapa político español. La dimisión de Ricardo Semper de la presidencia del Consejo de Estado y su abandono del Partido Radical fue uno de los episodios más ruidosos en el ambiente de crispación y crisis general que siguió al tenso debate parlamentario. Como escribe Gil-Robles en su libro, “al salir del Congreso, a las siete de la mañana del día 8 de diciembre, llevaba el triste presentimiento de haber pronunciado mi último discurso de aquellas Cortes. La crisis quedó abierta al día siguiente”. Lo cual demuestra nuestra teoría: la cuestión colonial jugó un papel determinante en aquel proceso de desintegración política, aspecto insuficientemente destacado por la historiografía.

En efecto, Gil-Robles intentó revertir en éxito la debilidad moral y política en que le había sumido el caso Nombela, contraatacando hacia el flanco más débil, el descalabrado Partido Radical.  Se opuso a la política económica del presidente del Consejo, Chapaprieta, quien había propuesto poco antes subir en un modesto porcentaje el impuesto de sucesiones y gravar algo más los latifundios. Si, como deduce Stanley Payne[17], no parece que el dirigente de la CEDA fuera personalmente contrario a estas medidas, promovidas por el jefe de Gobierno y ministro de Hacienda, la crisis promovida por el ministro de la Guerra respondería a su deseo de recuperar la confianza de los poderosos intereses financieros y agrarios que apoyaban su proyecto político, para, a partir de ahí, situarse en óptimas condiciones que le permitieran subir al poder con el apoyo de las fuerzas situadas a su derecha: falangistas, tradicionalistas y monárquicos. Pero, tras la denuncia de Nombela, se incrementaron los recelos del presidente de la República hacia el líder de la CEDA, pese a ser  el partido más votado en las elecciones de 1933, en que obtuvo el 24 % de los sufragios. Junto a los factores que suelen considerarse decisivos para que Alcalá Zamora se negase a encargar la formación de Gobierno a Gil-Robles tras la dimisión de Chapaprieta, creemos que puede añadirse también el escándalo de la corrupción en Guinea.

Fracasados otros intentos de constituir un Gobierno estable, y presionado a derecha e izquierda con amenazas golpistas, coaliciones nacionalistas y levantamientos revolucionarios, el 7 de enero de 1936 el presidente de la República optó por la convocatoria de elecciones generales, que tuvieron lugar en febrero. El descalabro del Bloque nacional nucleado por Gil-Robles con los restos más conservadores del Partido Radical y otros grupos menores tuvo como consecuencia la victoria del Frente Popular. Lo demás es sobradamente conocido.

Este texto fue pronunciado como conferencia durante el II Seminario Internacional sobre Guinea Ecuatorial organizado por el Centro de Estudios Afro-Hispánicos (CEAH), UNED, en Madrid entre el 6 y el 10 de julio de este año. Una versión muy resumida se publicó en una Tercera del diario ABC. Se puede consultar igualmente en Endoxa, NÚM. 37 (2016): NUEVAS INVESTIGACIONES SOBRE Y DESDE GUINEA ECUATORIAL. 

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    [1]    Ndongo-Bidyogo, Donato: Historia y tragedia de Guinea Ecuatorial; Edit. Cambio 16, Madrid, 1977. Agotado. Próximamente se podrá adquirir en la página web del autor.

    [2]    Mesa, Roberto: La idea colonial en España; Edit. Ciencia Nueva, Madrid, 1967. Reedición en Fernando Torres, edit., Valencia, 1976.

    [3]    Vid. Ndongo-Bidyogo, Donato: ‘Corrupción en la II República: el caso Nombela’. Historia 16, núm. 66, 1981, págs. 33-42.

    [4]    Antonio Nombela Tomasich (Madrid, 1900). Militar africanista. Participó en la guerra de Marruecos en 1921, en la que ganó la Cruz laureada de San Fernando, y donde permaneció hasta 1931. Del arma de infantería pasó a aviación. Siendo capitán, en 1931 es destinado a la Guardia Colonial de los Territorios Españoles del Golfo de Guinea. Nombrado subgobernador de la Guinea Continental, tras el asesinato del gobernador Gustavo de Sostoa accedió de modo interino a la titularidad del Gobierno General, cesando en el ejercicio activo en el Ejército. Durante 1934 realizó y perfeccionó estudios sobre Administración Colonial en las Universidades de París, Amberes y Ámsterdam. Fue nombrado inspector general de Colonias ese mismo año. Aunque fue ascendido a comandante tras estallar la Guerra Civil, solicitó la baja definitiva del Ejército y no participó en ella. A partir de 1939 se dedicó al negocio de la madera. Al alcanzar la edad de jubilación, en 1964, se le reconoció el empleo de coronel; por su condición de caballero laureado, ascendió a general de brigada, en la reserva. Falleció en Madrid, a los 85 años, el 16 de marzo de 1986.

    [5]    Antonio Nombela en el diario Arriba (11-15 de mayo, 1968), en réplica a José María Gil-Robles tras la publicación de No fue posible la paz, Ediciones Ariel, Barcelona, 1968. En conversación conmigo, el ex inspector general de Colonias afirmó que no reveló los detalles de su entrevista con el presidente Alcalá Zamora en 1935 por “discreción” y por “respeto” al jefe del Estado.

    [6]    Caja que financiaba las infraestructuras y servicios de la colonia y el salario de los funcionarios (similar al presupuesto de las Diputaciones en la España peninsular). Se nutría con la partida correspondiente de los Presupuesto del Estado y los ingresos fiscales cedidos y gestionados por la Administración colonial. Vid. Miranda Junco, Agustín: Leyes Coloniales, Madrid, 1945; y Castro Antolín, Mariano L. de: ‘La revolución de 1868 y la Guinea Española’, en Cuadernos de Historia Contemporánea, núm. extraordinario, 191. Universidad Complutense, Madrid, 2003.

    [7]    Rafael Sánchez-Guerra Sainz, secretario general de la Presidencia de la República durante el mandato de Niceto Alcalá Zamora (11 de diciembre 1931-7 de abril de 1936). Su hermano, Luis Sánchez-Guerra, fue nombrado gobernador general de Guinea el 8 de septiembre de 1935, en sustitución de Ángel Manzaneque, destituido a consecuencia de la denuncia de Nombela.

    [8]    Según indica el primero en No fue posible la paz; cf.: Antonio Nombela, diario Arriba, Madrid, 12 de mayo, 1968.

    [9]    Véanse los diarios El Sol (29 de noviembre, 1935) y Arriba (11, 12, 14 y 15 de mayo, 1968). Algunos pormenores fueron aportados por el propio Nombela en conversaciones con el autor.

    [10]   El ministro de Estado (Asuntos Exteriores) era Juan José Rocha García, del Partido Radical. Gil-Robles, José María: No fue posible la paz; Ediciones Ariel, Barcelona, 1968. Ver también sus Discursos parlamentarios, Ediciones Taurus, Madrid, 1971.

    [11]   Del análisis de la conducta anterior y posterior de Nombela no cabe deducir afinidad ideológica alguna entre éste y el fundador de Falange Española. Nombela fue siempre neutral en política, un profesional riguroso, fiel a sus convicciones y principios. Rechazó el ofrecimiento de diversos partidos –desde falangistas al comunista– para integrarse en sus listas en las elecciones de febrero de 1936. Tiendo a enmarcar el asesoramiento de Primo de Rivera en su deseo de utilizar el tema para desgastar al Gobierno.

    [12]   En nuestras conversaciones, Nombela reveló que el subsecretario Moreno Calvo había sobornado a magistrados, abogados y funcionarios, y aseguró que la naviera Compañía África Occidental sólo hubiese recibido 165.000 pesetas de la cantidad reclamada; Lerroux y sus amigos tenían intención de repartirse el resto.

    [13]   Gil-Robles, J. Mª: Discursos parlamentarios, pág. 526 y sig. Citado por la Comisión de Investigación, el ex subsecretario Moreno Calvo tuvo que aportar dichos documentos. La prensa de la época cubrió estos hechos con profusión. Véanse, sobre todo, los diarios El Sol, ABC y El Debate.

    [14]   Nombela declaró al autor que Tayá había hecho hundir barcos de la Compañía, con toda su tripulación –compuesta fundamentalmente por guineanos y otros africanos– con el solo fin de cobrar el seguro. Y el servicio internacional que prestaban sus barcos era “desastroso, sucio, inseguro”.

    [15]   Primo de Rivera, José A.: Textos de doctrina política. (Agustín del Río Cisneros, comp.). Edición de la Sección Femenina de FET y de las JONS Madrid, 1964. Contiene numerosos discursos.

    [16]   Gil-Robles, J. Mª: Discursos Parlamentarios, pág. 765 y ss.

    [17]   Payne, Stanley G.: Ejército y sociedad en la España liberal, Edit. Akal, Madrid, 1976, pág. 483.