I
Eran otros tiempos. Ahora cualquier imbécil puede llevar un barco a base de apretar botones y con una terminal de satélite; pero entonces todavía quedábamos hombres en los puentes, en cubierta y en los sollados. Hombres para palear carbón empapados en sudor como en la boca del infierno, o pasar días con el sextante en la mano, en mitad del Atlántico y con mal tiempo, acechando la aparición del sol o de una estrella para determinar latitud y longitud sobre una carta náutica. Hombres para destrozar un burdel en Rotterdam, secar un bar en Tánger, o mantenerse al timón con olas de ocho metros mirando al capitán silencioso y acodado junto a la bitácora como quien mira a Dios.
También eran otros barcos y otros pasajeros. Los unos eran motoveleros que parecían aves blancas en el horizonte, o vapores de hierro testarudos y sólidos en el andar. Los otros eran tipos cuya fisonomía delataba su pasado o su futuro: plantadores tostados por el sol, con ojos amarillos de malaria; misioneros jóvenes acariciando sueños de martirio y gloria, o barbudos, flacos y febriles, atiborrados de dudas y de quinina; militares de caqui abrevando en grupos; funcionarios de blanco colonial, hundida la nariz en vasos de ginebra; esposas de tez pálida o enrojecida, avejentadas por los trópicos; negros de corbata, miembros del clan favorecido por la metrópoli, futuros ministros y también futura carne de linchamiento tras la independencia.
Ésos eran mis pasajeros. Durante muchos años los estuve llevando con sus equipajes, ida y vuelta una vez al mes, entre Cádiz y Santa Isabel, con buen y mal tiempo, sin ningún percance que anotar en el cuaderno de bitácora del San Carlos. Salvo la última maniobra, con doscientos treinta y
cuatro refugiados, veinte guardias civiles y dos ametralladoras en el puente, cuando largamos amarras de Santa Isabel pegando tiros al aire para mantener alejada a la muchedumbre que pretendía asaltar el barco; aún no estoy seguro de si para cortarnos el pescuezo o para que los sacáramos de allí. Pero aquélla es otra historia.
La que pretendo contarles empezó seis o siete años antes del último viaje. Corrían los tiempos en que Fernando Poo era todavía eso: una colonia próspera y ejemplar habitada por blancos altaneros y negritos buenos, con plantadores de cacao que dedicaban el tiempo libre a emborracharse y a engendrar mestizos, y con un gobernador militar, hombre recto y católico practicante, que iba a misa los domingos y que, al caer cada tarde, rezaba el rosario en familia en la veranda de su residencia, un palacete colgado entre buganvillas, ceibas y cocoteros, sobre el Atlántico.
A ella la vi subir al barco en Cádiz. Recorrió la escala real, cinco metros de plancha inestable vibrando bajo sus tacones altos, como sólo una de cada cien mujeres sabe hacerlo: con seguro balanceo de piernas y caderas, leve como un soplo, con la brisa cómplice haciendo ondear la falda de su vestido blanco. Todo en ella parecía dorado: el cabello, las pestañas, la piel. Martín, mi tercero, que por aquel entonces era demasiado joven y demasiado impresionable, alargó una mano para ayudarla a pisar cubierta y ella se lo agradeció con una mirada azul que lo hizo enrojecer. Una mirada de esas por las que un hombre de los de antes era capaz de hacerse matar en el acto. Pero de todos nosotros fue el contramaestre Ceniza, acodado en la regala con los ojos entornados por el humo de un cigarrillo, quien resumió mejor la cuestión: «He ahí una mujer», dijo entre dientes. Y aunque yo, que estaba cerca, apenas pude escuchar el comentario, bastó el gesto de homenaje, una breve señal de asentimiento que hizo inclinando un poco la cabeza gris, para que leyese en sus labios sin palabras. Porque, de una u otra forma, el contramaestre se limitaba a expresar un sentimiento general, compartido desde el puente, donde yo mismo estaba con un ojo en la maniobra y otro en la escala real, hasta el muelle, donde los estibadores, con los brazos en jarras, observaban admirados el paisaje. Ella era, exactamente, lo que en aquel tiempo aún llamábamos una mujer de bandera.
Él subió detrás. Flaco y bien vestido, sombrero de paja y corbata con calcetines a juego, con una maleta de piel en cada mano. Se le veía chico de buena familia en pos de un destino decente al regreso, dieciocho meses en los trópicos, funcionario medio de la administración colonial con prometedora carrera más adelante, si lograba sobrevivir a la humedad, a la fiebre, al alcohol, al aburrimiento. Le calculé treinta años; un par más que a ella. Y poco tiempo de casados. Dos o tres meses, a lo sumo.
II
Fue un viaje tranquilo. Tuvimos buen tiempo y hermosas puestas de sol costeando África hasta el golfo de Guinea. Ella solía pasar el tiempo en una hamaca de cubierta, bronceándose la piel con el cabello recogido en un pañuelo de seda, gafas oscuras y un libro en las manos. Al atardecer, antes de vestirse para la cena, la veíamos siempre a popa, observando las aves marinas que planeaban en la estela mientras la corredera desgranaba milla tras milla en el Atlántico. Tenía una forma peculiar de inclinar el rostro sobre la borda, como si la espuma de las hélices, al batir las aguas, arrastrase imágenes que no le disgustara ver desvanecerse mar adentro. Sólo en aquel momento parecía sonreír como para sí misma, algo distante, con ese leve toque de fatiga, o de hastío, que a veces es posible percibir en algunas mujeres jóvenes a las que suponemos una historia que contar.
Pero ella jamás contó nada. Se limitaba a una breve inclinación de cabeza cuando algún pasajero o tripulante le dirigía un saludo, o cuando alguien, más atrevido, se hacía el encontradizo sobre cubierta. Creo que jamás la vi reír, o pronunciar diez palabras seguidas; ni siquiera cuando Martín, las dos o tres veces que ella y su marido fueron invitados a cenar en mi mesa de la cámara, hacía esfuerzos desesperados para llamar su atención. A pesar de ello, cuando dejamos atrás el trópico de Cáncer mi tercero estaba enamorado hasta la médula, y su dolencia aumentó a medida que nuestra latitud se aproximaba al Ecuador. Aquello me hubiera dado lo mismo en otras circunstancias; pero a fin de cuentas se trataba de mi barco. Ella era una mujer casada y su marido un pasajero absolutamente honorable, en principio. Además estábamos en alta mar, lo que me convertía en responsable moral de la situación. Así que una noche subí al
puente mientras Martín hacía su cuarto de guardia, me apoyé a su lado en la bitácora, y en voz baja, para evitar que nos oyera el timonel, le dije que estaba dispuesto a colgarlo de un puntal si seguía haciendo el idiota. Creo que captó el fondo del asunto, pues a partir de entonces dejó de tartamudear en su presencia y todo fue como una seda.
Y no es que al marido le hubiera importado mucho. Lo cierto es que resultaba un tipo curioso. Yo estaba al corriente —a un capitán, en un barco, se le ocultan muy pocas cosas— de que las noches en el camarote de primera que ambos ocupaban eran ardientes, por decirlo de algún modo. Mayordomos y camareros daban fe, y era inevitable que eso llegara a mis oídos, de que tras la cena, ya en la intimidad de sus estrechas literas, ambos se entregaban a prolongados y ruidosos ejercicios conyugales. Lo extraño de todo aquello es que, durante el día, en la vida cotidiana de a bordo, apenas se prestaban atención; y era imposible, por mucho que se acechase, percibir en ellos los gestos tradicionales que uno suele esperar en tales casos, cuando hay de por medio una joven pareja de recién casados. Mientras ella permanecía en cubierta, con su libro o absorta en la estela del barco, él consolidaba una estrecha relación con Óscar, el barman de a bordo, a cuyo segundo taburete por la izquierda, el que daba a uno de los ojos de buey de estribor, parecía abonado en permanencia. Bebía como un profesional: solo, despacio y en silencio. Y a pesar del aire de muchacho de buena familia, Óscar terminó confesándome que había algo encanallado en su forma de torcer el bigote rubio a la hora de contemplar al trasluz la transparencia del sexto o séptimo martini. El resto del tiempo lo pasaba en el salón de juego, compartiendo tapete y baraja con un plantador muy adinerado, un comandante de la policía territorial que era una auténtica mala bestia, y el obispo de Bata, que regresaba de un cónclave en la Península y se moría por el póker descubierto. El joven marido jugaba bien y tranquilo, con mucha sangre fría, perdía con una sonrisa de desdén bajo el bigotillo rubio y ganaba encogiéndose de hombros, con los ojos entornados por el humo del cigarrillo americano que, invariablemente, tenía colgado en la comisura de la boca. En toda una vida de zarandeos en la mar y broncas en los puertos he aprendido un par de cosas sobre los hombres. Sé a quién confiar el timón cuando la mar pega de través, reconozco a un fogonero en tierra por su forma de caminar cuando está borracho, y en un bar adivino de un vistazo, entre veinte fulanos, quién lleva un cuchillo escondido en la caña de la bota. Por eso ante aquel mozo estaba seguro de no engañarme: alguien, su padre o su tutor, tenía que haber suspirado con alivio cuando, tras mover un par de influencias y conseguir meterle un destino en el bolsillo, logró subirlo a un barco, facturándolo para las colonias con su flamante mujercita. Con la esperanza, imagino, de que tardase mucho en volver.
Una mañana, con el sol reverberando en la rada de Santa Isabel como en un círculo de plata, echamos el ancla con el estrépito de cadenas y las maniobras de rigor, mientras harapientos negros en calzón corto afirmaban las estachas chorreantes de agua sucia. Se tendió la escala real y primero ella sin volver la cabeza, y luego él tocándose el ala del sombrero, desembarcaron sin más ceremonia y salieron de nuestras vidas.
En la monótona existencia local, que sólo se animaba cuando algún plantador se volvía majara y le pegaba un tiro a su mujer, o los pamues del interior violaban a una monja antes de hacerla filetes a machetazos, la llegada mensual del San Carlos era fiesta de precepto en el calendario local. Mi barco era el único vínculo que en aquel tiempo unía a los colonos con la metrópoli, así que la arribada rozaba el acontecimiento. La mayor parte de la población masculina blanca se congregaba en el muelle para asistir a la maniobra de atraque, ver qué novedades deparaba la lista de pasaje, y subir después a bordo para instalarse en el confortable, ventilado y bien provisto bar de la cámara, del que procuraban no salir hasta dos días después, cuando llegaba la hora de largar amarras. Entonces se agrupaban todos de nuevo en el muelle para agitar pañuelos y envidiar la suerte de quienes ponían agua de por medio. Todavía me parece verlos: ruidosos, maledicentes y malhumorados, despotricando de los negros, del meapilas del gobernador y de los precios del cacao, enflaquecidos por las fiebres o grasientos y sudorosos, con sus camisas blancas o caquis pegadas al cuerpo por la transpiración, y trasegando alcohol como si les fuera la vida en ello. Deshechos por el calor, la cirrosis, la gonorrea y el aburrimiento.
Por supuesto que se fijaron en ella. Yo imaginaba lo que iba a ocurrir y no quise perdérmelo, asomado al alerón de babor. Apenas apareció su melena rubia en lo alto de la escala real los vi agitarse en tierra, sorprendidos y ávidos, venteando una caza que, eso saltaba a la vista, estaba muy por encima de sus posibilidades. Hubo hasta algún silbido de admiración contenido a duras penas cuando el marido, que bajó tras ella ajeno en apariencia a la expectación suscitada, llegó al muelle y, tras quitarse un instante el sombrero con irónica cortesía en atención a los espectadores, se la llevó del brazo. A mi lado, en el puente, Martín miraba obstinadamente en dirección contraria, hacia el mar, apretada la mandíbula y pálido como la chaqueta de uniforme que se había abotonado hasta el cuello para la ocasión. Ella ni siquiera se había vuelto a decirle adiós.
Pasaron ocho meses antes de que volviéramos a verla. Al marido sí nos lo encontramos puntualmente a bordo, de treinta en treinta días, siempre ocupando su taburete favorito cada vez que tocábamos tierra en Santa Isabel. Llegaba a bordo con el resto de los blancos locales, saludaba a Óscar y se pasaba dos días bebiendo como una esponja hasta que retirábamos la escala y largábamos amarras. Fue así, en el atestado bar del San Carlos, entre humo de cigarros, rumor de conversaciones, codazos disimulados y risitas en voz baja, como las almas caritativas en que tan pródiga era la pequeña vida social de la colonia me mantuvieron informado de los acontecimientos. Al principio el tono era compasivo, del tipo: «Pobre chico, con una mujer así, usted ya me entiende, capitán»… seguido todo ello de una mueca desdeñosa o burlona y un guiño socarrón sobre el borde de un vaso mientras al fondo de la barra, ajeno en apariencia a la glosa de su desgracia, el marido miraba abstraído por el ojo de buey, rumiando sus pensamientos entre los vapores siempre compasivos del martini. En sucesivos viajes, a medida que el rumor del asunto se extendía hasta extremos que no podían pasar inadvertidos al propio interesado, el tono era ya de abierta rechifla, con bromas en voz alta, gestos alusivos e incluso comentarios directos que el marido encajaba con una media sonrisa entre aturdida y distante, como si aquella humillación pública pudiera ser aceptada de más o menos buen grado, a modo de resignada expiación por oscuros pecados sólo por él conocidos.
Así, de escala en escala, fuimos siguiendo puntualmente la evolución de la historia. En principio había sido un plantador de cacao; el mismo que, en el primer viaje, compartió tapete y baraja con el marido en la cámara.
Después vino el turno de un poderoso comerciante en maderas, antes de que la fortuna sonriese a uno de los más altos funcionarios de la administración colonial. No tardó en correrse la voz, y menudearon los candidatos. En el microcosmos blanco de la colonia no había secreto que resistiese un par de copas entre amigos; además, los agraciados eran los primeros en alardear públicamente de tan soberbio trofeo de caza. Ella, matizaban con una mueca de envidia quienes quedaban fuera de la categoría mínima exigida para ejercer derecho a opción, picaba muy alto. Era también, al parecer, de gustos caros y muy ambiciosa, y sabía sacar partido de ello. Se hablaba de joyas, talones bancarios firmados entre arrebatos de pasión, y también de un par de apacibles vidas familiares deshechas irremediablemente, para gran escándalo de las almas pías locales y regocijo de quienes miraban los toros desde la barrera.
Hacia los últimos viajes comprendí que la situación se volvía insostenible. El amante de turno, otro plantador de categoría, con posesiones en la isla y el continente, ocupaba la cabecera de la crónica local a causa de cierto desagradable suceso doméstico. Para una esposa cualquiera, a quien el espejo mantenía con objetiva crueldad al corriente de los estragos de una docena de años entre humedades ecuatoriales y fiebres diversas, una cosa era no darse por enterada de que el marido se alegrara la vida jugueteando con las siempre dóciles miningas del servicio doméstico, y otra muy distinta que el interesado regresara a casa al amanecer silbando alegremente y con cabellos rubios enredados en la ropa. Así que, una de tales madrugadas, una esposa se había sentado a esperar en camisón, bajo el ventilador que giraba perezosamente en el techo, con una botella de anís del Mono en una mano y una pistola en la otra. Había errado el blanco por quince centímetros, quizá porque cuando el marido abrió la puerta y se encontró con el cañón del arma apuntándole a bocajarro, la esposa ya se había bebido media botella de anís y su pulso dejaba mucho que desear. Ese tiro hizo mucho ruido, valga el fácil retruécano: el caso se hizo del dominio público y el gobernador militar, que hasta entonces había procurado no darse por enterado, decidió tomar cartas en el asunto. Aquello no era moral. El marido fue convocado por vía de urgencia y, tras una breve conversación cuyos pormenores jamás salieron a la luz, abandonó el despacho de Su
Excelencia con un traslado fulminante a la Península que equivalía a una expulsión sumaria.
V
Y fue así cuando, transcurridos aquellos ocho meses, la vimos subir de nuevo a bordo. Era un atardecer de esos muy lentos y tranquilos, con el sol que se deslizaba despacio a lo largo de la costa, silueteando cocoteros sobre la Cuesta de las Fiebres. Era rojo el reflejo del mar en el puerto y los muelles, y el aire parecía inflamado por algún incendio lejano. Eran rojas las paredes blancas de la Aduana, y rojas las camisas y rostros de los colonos y funcionarios que, como en cada viaje, se congregaban en el muelle después de la última copa a bordo para despedir a los pasajeros y observar la maniobra de largar amarras. Yo sabía lo que iba a suceder, anunciado desde dos días atrás con la ruindad y la mala fe que son de esperar en tales casos. Todos estaban allí aquella tarde: los habituales y también los que no lo eran, venidos expresamente para no perderse el espectáculo.
No quedaron defraudados. Estaba a punto de ordenar la maniobra cuando los vi bajar de un coche, precedidos por un par de negros con su equipaje. La gente que aguardaba a pie de pasarela abrió paso en silencio. Ella vestía de blanco, como al subir al barco en Cádiz, y su cabello dorado tenía reflejos rojizos cuando, antes de ascender por la pasarela, se quitó las gafas oscuras y paseó una mirada azul, serena y singular, por los rostros que la rodeaban. Estaba tan bella como el primer día, y vi que Martín, mi tercero, tragaba saliva con dificultad, aun estando tan al corriente de lo ocurrido como lo estábamos yo y el ruin comité de despedida congregado en el muelle. Entonces el marido, que miraba al suelo, le tocó el codo y ella levantó la barbilla, desafiante, y se puso de nuevo en movimiento como si despertara de un sueño o una imagen, pisó la escala y ascendió por ella con
aquel balanceo suave de falda y caderas en las que no se ponía el sol, una entre cien, recuerden, sólo una de cada cien mujeres es capaz de moverse así al abandonar la seguridad de tierra firme, y mucho menos dejando lo que aquélla dejaba a su espalda.
Pensé que se encerrarían en su camarote hasta zarpar, pero me equivocaba. Se quedaron los dos en cubierta, mirando hacia el muelle mientras bajaban la pasarela y los negros soltaban amarras de los norays, dejando caer con un chapoteo las estachas al mar. Y mientras yo daba la orden de largar todo a popa, timón a estribor y avante poca, y el San Carlos empezaba a separarse lentamente del muelle, el grupo que estaba en tierra se agitó con un rumor que fue creciendo hasta llegar a los pasajeros en cubierta. Primero fueron sonrisas descaradas, adioses guasones, pañuelos agitándose con mala intención. Después, gestos inequívocos que dieron paso a groseras carcajadas. Me volví a mirar a la pareja, interesado, casi desatendiendo la maniobra. Apoyados en la regala, sin apartar los ojos de tan brutal despedida, los dos observaban impasibles el espectáculo, como si nada de todo aquello se refiriese a sus propias vidas. No había en sus rostros expresión alguna, rastro de ira o vergüenza. Si acaso, altanería en la mirada fría, en los ojos azules de ella. Y quizá un punto de absorta atención, de reflexiva curiosidad en él, en su forma de observar a la gente que lo insultaba. Como si de sus rostros y voces pudiera extraer interesantes consecuencias.
Y entonces, desde el muelle, llegó hasta nosotros, hasta él, clara y distinta, pronunciada con perfecta nitidez en un grito ruin, aquella palabra que yo había escuchado ya varias veces en voz baja entre los rumores del bar de a bordo, en cada escala, pero que hasta ese momento, ya en la impunidad del muelle con el barco zarpando, nadie había tenido el valor de escupirle a la cara:
—¡Adiós, cabrón!
Siguió un estallido de risas y de esa forma quedaron colmadas las expectativas del rebaño congregado en el muelle, lodo estaba consumado. Y entonces, cuando las carcajadas aún restallaban en el aire, él pareció volver lentamente en sí. Lo vi incorporarse un poco, todavía apoyado en la borda, e interrumpir a la mitad el gesto, apenas iniciado, de encender un cigarrillo.
Se quedó mirando a los de abajo de hito en hito, pensativo, como si repasara sus rostros uno por uno. Y entonces torció el bigotillo rubio en una sonrisa que nunca le habíamos visto antes: una mueca desdeñosa, casi cruel, de esas que tardan una eternidad en definirse y que siguen ahí incluso cuando su propietario se ha ido. Y con esa sonrisa en la boca levantó una mano, agitándola lentamente, en gesto de decir adiós.
—Para cabrones, vosotros —dijo por fin en voz alta y clara, muy despacio, arrastrando las palabras; y volviéndose a medias hacia la mujer, que permanecía impasible, le pasó un brazo sobre los hombros y la atrajo hacia sí—… Porque ésta es una puta profesional —se puso el cigarrillo en la boca, soltó una carcajada y con la mano libre se tocó la chaqueta, a la altura del bolsillo interior donde tenía la cartera—. Y vuestro dinero me lo llevo aquí… No olvidéis saludar de mi parte al gobernador.
El viento soplaba de tierra, con olor a raíces y humedad, enredando el cabello de la mujer sobre su cara. Ella se lo apartó con un gesto, hermosa y fría como el mármol, inalterable, y pude ver cómo sus ojos azules paseaban un destello de triunfo sobre los rostros estupefactos del muelle rojizo, donde agonizaban los últimos rayos de luz. Entonces ordené timón a la vía y avante a media máquina, y con un rumor de hélices que hacía vibrar su viejo casco, el San Carlos puso proa al mar abierto.