CB

domingo, 21 de julio de 2024

El cartero poeta

Contaba Juan Rodríguez Doreste en su vivencia de confinamiento en el campo de concentración del viejo Lazarero de Gando que «Llevábamos algunos meses en Gando cuando llegaron los detenidos en la Guinea española, que procedían de la isla de Fernando Poo y del territorio del Río Muni, a los cuales se habían incorporado los tripulantes capturados del vapor de la Compañía Trasmediterránea, llamado precisamente el Fernando Poo, hundido en las aguas del puerto de Bata. Eran aproximadamente unos ciento cincuenta en total, entre tripulantes y coloniales. De los primeros salieron las bajas más importantes que causó la expedición conquistadora. (...) Y así un día aparecieron por Gando, derrotados, pálidos, con evidentes señales del estrago corporal que les había causado una reclusión que lindaba en infrahumana. Constituían un buen contingente, muy heterogéneo de composición, pero muy homogéneo en la solidaridad, en el buen espíritu. Venían funcionarios caracterizados: el tesorero de Hacienda, el jefe de Correos, el jefe de la Policía gubernativa, el comisario López García, pintoresco personaje, realmente detenido por error, pues no era ni chicha ni limonada, dependientes de la Curaduría, algunos profesionales, cultivadores y finqueros, escritores, un excelente poeta, etc. y la totalidad de la tripulación del Fernando Poo».

Sobre los funcionarios de correos José Lizcano Barco e Isidro Álvarez Martínez, ya hemos desarrollado un par de paseos por este recorrido en la calle 19 de septiembre de Santa Isabel.

Pero sobre Luis Buelta Saura, el cartero destinado en Santa Isabel, apenas un párrafo:

...adscrito a la oficina de Correos en Santa Isabel, para el que el fiscal pedía cadena perpetua, pesó mucho su compromiso con el semanario El Defensor de Guinea. Como La Guinea Española relataba en su edición del 21 de mayo de 1939, «llegó afortunadamente en 19 de septiembre de 1936 el alzamiento nacional en esta isla, y los Sres. Buelta, Gay, Robles y demás comparsa del Frente Popular fueron retirados de la circulación; y por tanto, muerto y sepultado EL DEFENSOR DE GUINEA, y la imprenta del Sr. Robles incautada por el nuevo Estado...», por lo que finalmente fue condenado a 10 años de prisión.
 
Rodríguez Doreste sí le dedica algo de atención: «Otro sensible poeta, antiguo jefe de Correos de Guinea, Luis Buelta, nos leía también sus composiciones líricas. Los cinco vates de la prisión: Luis Buelta, Antonio Alfonso, Luis Gálvez, que estuvo preso en Tenerife, Rafael Rodríguez Delgado y José Antonio Rial,-que ha publicado en Venezuela sus memorias de la prisión de Fyffes bajo forma novelada- recogieron años después en un precioso tomito, cuidado y editado por Rafael con verdadero primor, algunos de sus poemas de presidiarios».

El cartero poeta, no era un desconocido en la isla. No podría ser de otra forma, si como razona M. López Vicario en En Guinea Ecuatorial, historiando sus venturas y desventuras, «¿Qué hubiera sido del maestro, del médico, del practicante, del religioso, del cabo, del empresario, o del ciudadano, sin el servicio de Correos? El cartero, en Guinea, fue introductor de cultura, especialmente entre los que no tenían relación con los centros religiosos, de sanidad o de cultura, naciendo un sentimiento de curiosidad y simpatía hacia el cartero, que un día acercaría al nativo del más recóndito poblado, hacia ese medio que le facilitaría alguna de esas pequeñas cosas, que el nativo tanto valoraba. Mientras el maestro, médico o religioso, inspiraban respeto, el cartero infundía confianza y simpatía».

En el caso concreto del cartero Luis Buelta, éste contaba con arraigo familiar de años en la isla, como atestiguan las sentidas expresiones de apoyo que generò el fallecimiento de su padre, Luis Buelta Pagés.

Sobre su vocación literaria aludida por Rodríguez Doreste, ésta era de sobra conocida (y reconocida) en Santa Isabel, ya que precisamente a él le tocó recitar unos poemas de su autoría en alabanza de los expedicionarios de la mítica  Patrulla Atlántida que realizó el primer vuelo por etapas entre Melilla y Guinea Ecuatorial en un remoto 1926: En la Escuela Oficial de Niñas, «la Música, la Poesía, la Literatura y la Declamación tuvieron muy dignos representantes. (...) La poesía rayó muy alto en las composiciones de D. Luis Buelta, bien conocido del mundo artístico de la Colonia; (...). La declamación debió quedar muy satisfecha, al oír recitar y declamar a D. Antonio Balanza la poesía del Sr. Buelta».


¿Seguimos con su historia? Hoy subir al pico Basilé, se realiza en una cómoda carretera (tal vez el único problema sea el control de acceso desde Laka/Sipopo). Pero en esa época el viaje requería armarse de valor para una dura ascensión. En 1925 ocurrió el hecho sorprendente de averiguarse que el que el pico Santa Isabel (el hoy conocido como pico Basilé), el más elevado de la isla, al que se atribuían hasta entonces 2,850 m, de altitud, tenía en realidad 4,710 m, es decir, 1,860 m, más de lo que se suponía y constaba en los mapas. Y con esa "redefinición" de la altura del pico, la expedición se consideró con autoridad para rebautizarlo como pico España. 
La ascensión que dió lugar a ese descubrimiento contó con un Luis Buelta Saura de 24 años como uno de sus promotores e integrantes... y su relator: «Dos móviles primordiales nos llevaron a intentar la ascensión a la cumbre más alta de Fernando Poo: uno patriótico y otro científico. Incorporar de hecho la montaña a nuestra isla, explorándola en su mayor extensión posible divulgando sus características entre nuestros compatriotas, y bajar con datos fidedignos acerca de su flora, climatología, altitud, situación, etc. Han sido contadísimas las expediciones que se han llevado a cabo para escalar el formidable macizo fernandino, y casi todas ellas lo fueron por extranjeros, singularmente por los soldados y oficiales alemanes, internados del Camerón durante la guerra europea, El inconveniente más grave que se tropieza para efectuar la ascensión es la falta de agua, elemento que desaparece por completo a unas cuatro horas de Santa Isabel. Y también la carencia absoluta de caminos, hasta el punto de que nuestro viaje se llevó a término abriéndonos paso violentamente durante casi todo el trayecto, a través del bosque virgen que, contra lo que esperábamos, y destruyendo nuestras previsiones, se hacia más compacto e impenetrable al ganar en altura, Previa la autorización del excelentísimo señor gobernador interino de estos territorios, don Carlos Tovar de Revilla, quien dió toda clase de facilidades y elementos para que nuestro proyecto fuese una realidad lo más rápidamente posible, salimos de Basilé, poblado sit, a 450 m, de altura y a 8 kms. de la capital, en la madrugada del domingo 25 de octubre».
Una gran historia para le época, pese a que se equivocaran en la medición (hoy se sabe que son realmente 3,011 m). En su relato del ascenso, Buelta tiene igualmente un cariñoso recuerdo por Antonio Copachito, de Zaragoza de Sampaka, y Guillermo Sipoto, de Botonó, los dos bubis que le acompañaron en el ascenso, pese al miedo por invadir las posesiones del dios Morimó.

Los periódicos españoles recibirán regularmente sus relatos no sólo de la ascensión al pico Basilé;  crónicas, novedades y relatos costumbristas de Santa Isabel están accesibles en las hemerotecas.

Por eso, no es de extrañar que -como escritor y cronista- fuera promotor el 1 de mayo de 1930 de "El Defensor de Guinea" junto a José Robles Diez, impresor de oficio. Desde "La Guinea Española" reconocerán que la iniciativa fue inducida y apoyada por el Superior Provincial de los claretianos en Banapá, ya que con esa nueva hoja bisemanal o diaria de noticias cubrirían sus promotores un servicio que ellos con su publicación misionera no podían ofertar. E incluso se les facilitó la imprenta monopol que Maximiliano C. Jones había comprado en 1924 a instancias del gobernador Barrera, y que tras pasar por diferentes dueños acababa de ser adquirida por los claretianos.

Fundador y Director: Luis Buelta,
dice la cabecera de "El Defensor de Guinea"


El nuevo periódico santaisabelino afirmaba ser  «ajeno a toda tendencia política y social» y su norma «la defensa de los intereses de nuestras colonias en el golfo de Guinea y cómo salvaguardar la acción colonizadora de España en estas posesiones». 

Todo parece indicar que durante los primeros años la alianza entre los dos periódicos funcionó, si bien se fue tensando al igual que el clima político en la península, hasta el 1 de mayo de 1936 (6º aniversario de la creación de "El Defensor de Guinea") en que se crea el Frente Popular de Fernando Póo. Lo crearán según la historiografía franquista «una docena de descontentos sin prestigio ni arraigo: un comerciante de Santa Isabel, don Jaime Gay Compte, hombre apasionado y violento; un contratista de Obras, José Serrano Roldán, aventurero procedente de Tánger, que había creado en la isla una logia llamada "Fernandina número 17", filial de otras de Valencia y Barcelona; un médico, Abelardo Lloret, y unos cuantos funcionarios de menor cuantía y colonos descalificados», estando los funcionarios de correos entre esos "funcionarios de menor cuantía".
En las sucesivas ediciones del bisemanal, se percibirá la sintonía entre el Frente Popular y "El Defensor de Guinea" por lo que con el triunfo del golpe de Estado en Santa Isabel, la imprenta será confiscada.

Como la propia revista "La Guinea Española" relataba en su edición del 21 de mayo de 1939, «llegó afortunadamente en 19 de septiembre de 1936 el alzamiento nacional en esta isla, y los Sres. Buelta, Gay, Robles y demás comparsa del Frente Popular fueron retirados de la circulación; y por tanto, muerto y sepultado EL DEFENSOR DE GUINEA, y la imprenta del Sr. Robles incautada por el nuevo Estado, que es la que ha salido a subasta como al principio dijimos ["motivo de la subasta de la imprenta del rojo y comunista Sr. Robles...", sic]. Era natural, que al que se llamaba pomposamente DEFENSOR DE GUINEA y que otros llaman OFENSOR DE GUINEA le sucediera un verdadero adalid de la Causa Nacional y así vio la primera luz EL NACIONALISTA, cuyos primeros números salieron de nuestra imprenta, mientras se organizaba la que fue del Sr. Robles; a ella se trasladó luego El NACIONALISTA, cambiando más tarde en EL FRENTE NACIONAL...», que se ha mantenido hasta el día de hoy como ÉBANO.

Se percibe un fuerte rencor hacia el periódico, que se razona por su postura durante lo que los clericales coloniales llamaban el "Tornado Antirreligioso": «A los pocos días de la instalación de la república en España, escribe Tomás L. Pujadas, el periódico santisabelino "El Defensor de Guinea" , que dirigía don Luis Buelta, publicaba un radio llegado de la Península, que decía textualmente: "Conviene que tanto ese periódico como la gente más principal de la capital hagan campaña en contra de los misioneros, para que inmediatamente sean sustituidos por sacerdotes seculares y se acabe así con sus intromisiones»....

Ah! y por supuesto, Buelta tenía la imperdonable falta de ser uno de los públicos contribuyentes a la donación de las 10.353,65 pesetas para la República, conforme a la Gaceta de Madrid del 5 Noviembre 1936. No podía ser de otra forma, si los impulsores de la campaña fueron precisamente los funcionarios de correos en Fernando Póo y Río Muni, a instancias de su colega de Bata, Isidro Álvarez Martínez.



El 7 de Octubre de 1936 se da inicio a la instrucción de la Causa 521/36 contra 23 paisanos por el delito de rebelión, incluyendo a Luis Buelta Saura.

Juan Medina Sanabria en Isleta, Puerto de la Luz: campos de concentración, resume la Causa: «juez instructor Capitán de Infantería Fortunato López Chávez, por el presunto delito de rebelión, contra el paisano Jaime Gay Compte y veintidós individuos más. Se enjuicia a todo el Comité del Frente Popular en Fernando Póo, por reuniones clandestinas tendenciosas desde el 18 Julio/19 Septiembre siguiente (estaba ya el Frente Popular suspendido en la isla), por los contactos con el Gobierno de Madrid y Bata y sus actuaciones con los subalternos y marinería del crucero "Méndez Núñez", implicándoseles en la destitución de la oficialidad del buque, etc. Tiene lugar el consejo de guerra el 27 Septiembre 1937 en el hogar del soldado del Cuartel del Grupo Autónomo Mixto de Ingenieros nº 4, sito en La Isleta, siendo aprobada la sentencia por la Autoridad Judicial el 16 Octubre 1937».

Según La guerra civil en las colonias españolas del áfrica occidental, el consejo de guerra fue
«presidido por el coronel José de Roas Fernández, actuando como capitán jurídico Ángel Dolla y fiscal Ildefonso Salazar y del Hoyo, quien solicitó una pena de muerte y otras 17 de numerosos años de prisión. Empero la sentencia rebajaría notablemente estas peticiones (…).

 A las nueve de la mañana del lunes comenzó a celebrarse en el Hogar del Soldado, del Cuartel del Grupo Autónomo Mixto de Zapadores y Telégrafos número 4, el Consejo de Guerra Ordinario de Plaza, para ver y fallar la causa seguida contra Jaime Gay Compte y otros, acusados del delito de rebelión. 


El Ministerio Fiscal interesó las siguientes penas: 
  • De muerte, para Jaime Gay Compte
  • Reclusión perpetua para José Robles Díaz, Pedro Mantilla Hernández, Luis Buelta Saura, Gonzalo Carrillo Riera, Santiago Gil Filiberto, Casimiro Peralta García, Francisco Hiniestro Montes, Manuel Luque Vázquez. Fermín Fernández Ortes, Ginés Pérez Ballesta. José Serrano Roldan y José Trillo Toreguitar. 
  • Veinte años de reclusión temporal para José García Solves. Quince años, para Vicente Gil Filiberto y José  Mendoza Carreño. Doce años, para Enrique Pellicer Garay y José Pallares Rey. 
  • Y retiró la acusación contra los procesados Antonio Platas Calvete, José Bortes de la Torre y Segundo Sabio Dutroy.

A las cuatro y media de la tarde terminó de celebrarse dicho Consejo de Guerra, reuniéndose seguidamente el Tribunal para  deliberar y dictar sentencia, la que será dada a conocer una vez aprobada por la Superioridad. 

El Tribunal fué presidido por el coronel don José de Rozas Fernández y actuó de vocal ponente el capitán del Cuerpo Jurídico, don Ángel Doll Manera. La Ley Marcial estuvo representada por  el alférez del citado Cuerpo, don Ildefonso Salazar y del Hoyo.


Finalmente, pese a la propuesta de reclusión perpetua, a Luis Buelta Saura le caerán 10 años de prisión.

Poco después de la condena, sufrirá un expediente de depuración del Juzgado Especial de la Dirección General de Correos y Telecomunicación, resolviéndose su separación definitiva del servicio de Correos.

Años después de entrar en prisión se beneficiará de una conmutación de pena y el 08 de noviembre de 1941, el BOE publica su libertad condicional provisional con liberación definitiva del destierro, saliendo de la Prisión Provincial de Las Palmas de Gran Canaria.

Cuenta igualmente con un expediente de indulto generado en 1956, tras haber pasado por prisión e incautación de bienes.


lunes, 1 de julio de 2024

El caso de la Cera

Veíamos en El caso de José González Casado, cómo éste -según la instrucción abierta- "en la noche del 3 de Octubre de 1936, en unión de Gerardo de la Cera, se presentó para detener a D. Antonio Pedroza, con el pretexto de que en la Caja de Curaduría de Niefa[g] se guardaban ciento cincuenta mil pesetas, que figuraban a cargo de del indicado."

Gerardo de la Cera, realmente es el agricultor zamorano Gerardo de las Heras Ríos, sargento retirado del cuerpo de ingenieros, que -tras la caída de Bata y la consiguiente huida a los territorios fronterizos bajo administración francesa- es repatriado, vía Burdeos, con fecha 11 de enero de 1937 en el vapor "Asia".

De nuevo en el península, es reintegrado poco después al ejército por el gobierno de la República con el empleo de alférez y antigüedad de 5 de diciembre 1935. Irá ascendiendo paulatinamente, hasta que a inicios de 1938, se publica el "certificado de reconocimiento facultativo practicado por el Tribunal Médico Militar de la plaza de Madrid, al capitán de Ingenieros don Gerardo de las Heras Ríos, del batallón de Zapadores del II Cuerpo de Ejército, por el que se comprueba que el interesado se encuentra inútil total para el servicio militar", causando baja el mes de enero.

Fue condenado en ausencia, el 27 de marzo de 1940 por el Tribunal Regional de Responsabilidades Políticas de Santa Isabel a tres años de destierro y al pago al Estado de la multa de tres mil pesetas.

Y en octubre de 1945, publicaba La Guinea Española: "La Audiencia Provincial de Las Palmas, hace saber que habiendo satisfecho D. Gerardo De las Heras Ríos la sanción que le fué impuesta por responsabilidades políticas, ha recobrado la libre disposición de sus bienes: dicho Sr. De las Heras, era agricultor y vecino de Santa Isabel."

Pero ya hemos visto durante este paseo por la calle 19 de septiembre de la vieja Santa Isabel, que a las penas impuestas por los tribunales de responsabilidades políticas, se suman (o incluso se solapaban) las generadas por la vía administrativa y laboral, o las emanadas de tribunales civiles y militares, cuando no sanciones sociales y religiosas.

Así, De las Heras está incluido en la causa: 027066 (Ref archivo: 40349). Se le identifica como hombre de 53 años, nacido en Palazuelo de Sayago, Fariza (Zamora). Procesado entre 1941-1942 por un Consejo de guerra, Sumarísimo, que le impuso una pena de doce años y un dia de reclusion temporal, conmutada posteriormente a tres años de prisión menor.

Cuenta como es costumbre con el correspondiente expediente de indulto de 1957 tras haber cumplido la condena y haber sido privado de sus propiedades. En su caso, el expediente se origina en la Audiencia Provincial de Oviedo, por lo que se entiende que contó con la habitual acumulación y solapamiento de sentencias, en un ejercicio aleccionador.

domingo, 30 de junio de 2024

La pasajera del San Carlos

Hubo un tiempo en el que Arturo Pérez-Reverte, el enfant terrible de las letras ibéricas fue enviado especial del diario Pueblo. «Cuando estaba en el diario Pueblo me iba a África, pasaba allí dos meses y a la vuelta decía: “Mira, tengo esto”, y lo ponían en primera. Pero eso se acabó». De ese período quedan las crónicas "Guinea Ecuatorial: ahora o nunca" y un rosario de relatos propios y ajenos, que -tal vez- algún día se puedan leer en un único tomo...

Mientras, disfrutemos de La pasajera del San Carlos:

I

Eran otros tiempos. Ahora cualquier imbécil puede llevar un barco  a base  de apretar  botones  y con una terminal de satélite; pero entonces todavía quedábamos hombres en los puentes, en cubierta y en los sollados. Hombres para palear carbón  empapados en sudor como en la boca del infierno, o pasar días con el sextante en la mano, en mitad del Atlántico y con mal tiempo, acechando  la aparición del sol o de una estrella  para determinar  latitud y  longitud sobre una carta náutica. Hombres para destrozar un burdel en Rotterdam,  secar un bar en Tánger, o mantenerse al timón con olas de ocho metros mirando  al capitán silencioso y acodado junto a la bitácora como quien mira a Dios.

También eran otros barcos y otros pasajeros. Los unos eran motoveleros que parecían aves blancas en el horizonte, o vapores de hierro testarudos y sólidos en el andar. Los otros eran tipos cuya fisonomía  delataba su pasado o su futuro: plantadores tostados por el sol, con ojos amarillos de malaria; misioneros  jóvenes acariciando  sueños de martirio y gloria, o barbudos, flacos y febriles, atiborrados de dudas  y de quinina; militares  de caqui abrevando en grupos; funcionarios  de blanco colonial,  hundida la nariz en vasos de ginebra;  esposas de tez pálida o enrojecida,  avejentadas por los trópicos; negros de corbata, miembros del clan favorecido por la metrópoli, futuros  ministros y  también futura  carne de  linchamiento tras  la independencia.

Ésos eran mis pasajeros. Durante muchos años los estuve llevando con sus equipajes,  ida y vuelta una vez al mes, entre Cádiz y Santa Isabel, con buen y mal tiempo, sin ningún percance  que anotar en el cuaderno  de bitácora del San Carlos. Salvo la última maniobra, con doscientos treinta y 

cuatro refugiados, veinte guardias civiles y dos ametralladoras en el puente, cuando largamos  amarras  de Santa Isabel pegando  tiros al aire para mantener  alejada a la muchedumbre que pretendía asaltar el barco; aún no estoy seguro de si para cortarnos el pescuezo o para que los sacáramos de allí. Pero aquélla es otra historia.

La que pretendo  contarles  empezó seis o siete  años antes del último viaje. Corrían los tiempos en que Fernando Poo era todavía eso: una colonia próspera y ejemplar habitada por blancos altaneros y negritos buenos, con plantadores de cacao que dedicaban el tiempo libre a emborracharse  y a engendrar mestizos, y con un gobernador militar, hombre recto y católico practicante, que iba a misa los domingos y que, al caer cada tarde, rezaba el rosario en familia en la veranda de su residencia, un palacete colgado entre buganvillas, ceibas y cocoteros, sobre el Atlántico.

A ella la vi subir al barco en Cádiz. Recorrió la escala real, cinco metros de plancha inestable vibrando bajo sus tacones altos, como sólo una de cada cien mujeres sabe hacerlo: con seguro balanceo de piernas y caderas, leve como un soplo, con la brisa cómplice haciendo ondear la falda de su vestido blanco. Todo en ella parecía dorado: el cabello,  las pestañas, la piel. Martín, mi tercero, que por aquel entonces  era demasiado  joven y demasiado impresionable,  alargó una mano para ayudarla a pisar cubierta y ella se lo agradeció con una mirada azul que lo hizo enrojecer. Una mirada de esas por las que un hombre de los de antes era capaz de hacerse matar en el acto. Pero de todos nosotros fue el contramaestre Ceniza, acodado en la regala con los ojos entornados por el humo de un cigarrillo, quien resumió mejor la cuestión: «He ahí una mujer», dijo entre dientes. Y aunque yo, que estaba cerca, apenas pude escuchar el comentario, bastó el gesto de homenaje, una breve señal de asentimiento que hizo inclinando un poco la cabeza gris, para que leyese en sus labios  sin palabras. Porque, de una u otra forma, el contramaestre   se limitaba a expresar  un sentimiento general, compartido desde el puente, donde yo mismo estaba con un ojo en la maniobra y otro en la escala real, hasta el muelle, donde los estibadores, con los brazos en jarras, observaban admirados  el paisaje. Ella era, exactamente, lo que en aquel tiempo aún llamábamos una mujer de bandera. 

Él subió detrás. Flaco y bien vestido, sombrero de paja y corbata con calcetines a juego, con una maleta de piel en cada mano. Se le veía chico de buena familia en pos de un destino decente al regreso, dieciocho  meses en los  trópicos, funcionario medio  de  la  administración colonial  con prometedora carrera más adelante, si lograba sobrevivir  a la humedad,  a la fiebre, al alcohol, al aburrimiento. Le calculé treinta años; un par más que a ella. Y poco tiempo de casados. Dos o tres meses, a lo sumo. 

II

Fue un viaje tranquilo. Tuvimos buen tiempo y hermosas puestas de sol costeando África hasta el golfo de Guinea. Ella solía pasar el tiempo en una hamaca de cubierta,  bronceándose la piel con el cabello recogido en un pañuelo de seda, gafas oscuras y un libro en las manos. Al atardecer, antes de vestirse para la cena, la veíamos siempre  a popa, observando  las aves marinas que planeaban en la estela mientras la corredera desgranaba milla tras milla  en el Atlántico. Tenía una forma peculiar de inclinar el rostro sobre la borda, como si la espuma  de las hélices, al batir las aguas, arrastrase imágenes que no le disgustara ver desvanecerse mar adentro. Sólo en aquel momento parecía sonreír como para sí misma, algo distante, con ese leve toque de fatiga, o de hastío, que a veces  es posible  percibir en algunas mujeres jóvenes a las que suponemos una historia que contar.

Pero ella jamás contó nada.  Se limitaba a  una breve inclinación de cabeza cuando algún  pasajero o tripulante le dirigía un saludo, o cuando alguien,  más atrevido,  se hacía el encontradizo  sobre cubierta.  Creo que jamás la vi reír, o pronunciar diez palabras seguidas; ni siquiera cuando Martín, las dos o tres veces que ella y su marido fueron invitados  a cenar en mi  mesa de la  cámara,  hacía esfuerzos   desesperados  para llamar su atención. A pesar de ello, cuando dejamos  atrás el trópico de Cáncer mi tercero estaba enamorado hasta la médula, y su dolencia  aumentó a medida que nuestra latitud se aproximaba  al Ecuador. Aquello me hubiera dado lo mismo en otras circunstancias;  pero a fin de cuentas se trataba de mi barco. Ella  era una mujer casada   y  su marido un  pasajero  absolutamente honorable,  en principio. Además   estábamos  en alta mar, lo  que me convertía en responsable moral de la situación. Así que una noche subí al 

puente mientras Martín  hacía su cuarto de guardia, me apoyé a su lado en la bitácora, y en voz baja, para evitar que nos oyera el timonel, le dije que estaba dispuesto a colgarlo  de un puntal si seguía haciendo el idiota. Creo que captó el fondo del asunto, pues a partir de entonces dejó de tartamudear en su presencia y todo fue como una seda.

Y no es que al marido le hubiera importado mucho. Lo cierto es que resultaba un tipo curioso. Yo estaba al corriente —a un capitán, en un barco, se  le ocultan muy pocas cosas—  de que las noches  en el camarote de primera que ambos ocupaban eran ardientes, por decirlo de algún modo. Mayordomos y camareros daban fe, y era inevitable  que eso llegara a mis oídos, de que tras la cena, ya en la intimidad de sus estrechas literas, ambos se entregaban  a prolongados   y ruidosos ejercicios conyugales. Lo extraño de todo aquello  es que, durante el día, en la vida cotidiana de a bordo, apenas se prestaban atención;  y era imposible,  por mucho  que se acechase, percibir en ellos los gestos tradicionales  que uno suele esperar en tales casos,  cuando hay de por medio una joven pareja de recién casados. Mientras ella permanecía en cubierta, con su libro o absorta en la estela del barco, él consolidaba  una estrecha  relación con Óscar,  el barman  de a bordo,  a cuyo segundo taburete por la izquierda, el que daba a uno de los ojos de buey de estribor, parecía abonado en permanencia. Bebía como un profesional: solo, despacio y en silencio. Y a pesar del aire de muchacho de buena familia, Óscar terminó confesándome que había algo encanallado en su forma de torcer el bigote rubio a  la hora de contemplar al trasluz la transparencia del sexto o séptimo martini. El resto del tiempo lo pasaba en el salón de juego, compartiendo  tapete y baraja  con un plantador muy adinerado, un comandante de la policía territorial que era una auténtica mala bestia,  y el obispo de Bata, que regresaba  de un cónclave  en la Península y se moría  por el póker descubierto. El joven marido jugaba bien y tranquilo,  con mucha sangre fría, perdía con una sonrisa de desdén bajo el bigotillo rubio y ganaba encogiéndose de hombros, con los ojos entornados por el humo del cigarrillo americano que, invariablemente,  tenía colgado en la comisura de la boca. En toda una vida de zarandeos en la mar y broncas en los puertos he aprendido un par de cosas sobre los hombres.  Sé a quién confiar el timón cuando la mar pega de través, reconozco  a un fogonero en tierra por su forma de caminar cuando está borracho, y en un bar adivino de un vistazo,  entre veinte fulanos, quién lleva un cuchillo escondido en la caña de la bota. Por eso ante aquel mozo estaba seguro de no engañarme: alguien, su padre o su tutor, tenía que haber suspirado con alivio cuando, tras mover un par de influencias y conseguir  meterle  un destino  en el bolsillo, logró subirlo a  un barco, facturándolo  para las colonias con su flamante mujercita. Con la esperanza, imagino,  de que tardase mucho  en volver. 

Una mañana, con el sol reverberando en la rada de Santa Isabel como en un círculo de plata, echamos el ancla con el estrépito de cadenas y las maniobras de rigor, mientras harapientos negros en calzón corto afirmaban las estachas chorreantes  de agua sucia. Se tendió  la escala real y primero ella sin volver la cabeza,  y  luego él tocándose  el ala del sombrero, desembarcaron sin más ceremonia y salieron de nuestras vidas.

En la  monótona existencia local, que sólo se animaba  cuando  algún plantador se volvía majara y le pegaba un tiro a su mujer,  o los pamues del interior violaban a  una monja antes  de hacerla filetes a  machetazos,   la llegada mensual del San Carlos era fiesta de precepto en el calendario local. Mi barco era el único vínculo que en aquel tiempo unía a los colonos con la metrópoli,  así que la arribada rozaba el acontecimiento. La mayor parte de la población  masculina  blanca se congregaba en el muelle  para asistir a la maniobra de atraque, ver qué novedades deparaba la lista de pasaje, y subir después a bordo para instalarse en el confortable, ventilado y bien provisto bar de la cámara,  del que procuraban  no salir hasta  dos días  después, cuando llegaba la hora de largar  amarras. Entonces se agrupaban todos de nuevo en el muelle para agitar pañuelos y envidiar la suerte de quienes ponían agua de  por  medio.  Todavía me  parece verlos:  ruidosos, maledicentes y malhumorados, despotricando de los negros, del meapilas del gobernador y de los precios del cacao, enflaquecidos  por las fiebres o grasientos y sudorosos, con sus camisas blancas o caquis pegadas al cuerpo por la transpiración, y trasegando alcohol como si les fuera la vida en ello. Deshechos por el calor, la cirrosis, la gonorrea y el aburrimiento. 

Por supuesto que se fijaron en ella. Yo imaginaba lo que iba a ocurrir y no quise perdérmelo,  asomado al alerón de babor. Apenas  apareció  su melena rubia en lo  alto de la  escala real los vi  agitarse en tierra, sorprendidos y ávidos, venteando una caza que, eso saltaba a la vista, estaba muy por encima de sus  posibilidades.    Hubo hasta algún silbido de admiración  contenido  a duras penas cuando el marido, que bajó tras ella ajeno en apariencia   a  la expectación  suscitada, llegó al muelle y, tras quitarse  un instante  el sombrero  con irónica cortesía  en atención   a  los espectadores,  se la llevó del brazo. A mi lado, en el puente, Martín miraba obstinadamente en dirección contraria, hacia el mar, apretada la mandíbula y pálido como la chaqueta de uniforme que se había  abotonado  hasta el cuello para la ocasión. Ella ni siquiera se había vuelto a decirle adiós. 

Pasaron ocho meses antes de que volviéramos  a verla. Al marido sí nos lo encontramos  puntualmente  a bordo,  de treinta en treinta días, siempre ocupando  su taburete  favorito cada vez que tocábamos  tierra en Santa Isabel. Llegaba a bordo con el resto de los blancos locales, saludaba a Óscar y se pasaba dos días bebiendo  como  una esponja hasta que retirábamos  la escala y largábamos  amarras. Fue así, en el atestado bar del San Carlos, entre humo de cigarros, rumor de conversaciones, codazos disimulados  y risitas en voz baja, como las almas caritativas  en que tan pródiga era la pequeña  vida social de la colonia me mantuvieron  informado de los acontecimientos. Al principio el tono era compasivo, del tipo: «Pobre chico, con una mujer así, usted ya me entiende, capitán»… seguido todo ello de una mueca desdeñosa o burlona y un guiño socarrón sobre el borde de un vaso mientras  al fondo de la barra, ajeno en apariencia  a la glosa de su desgracia, el marido miraba  abstraído por el ojo de buey, rumiando  sus pensamientos  entre los  vapores siempre compasivos  del  martini. En sucesivos  viajes, a  medida que el rumor del asunto  se  extendía  hasta extremos que no podían pasar inadvertidos al propio interesado, el tono era ya de abierta rechifla, con bromas en voz alta, gestos alusivos  e incluso comentarios directos que el marido encajaba con una media sonrisa entre aturdida y  distante, como si  aquella humillación pública pudiera ser aceptada de más o menos buen grado, a modo de resignada expiación por oscuros pecados sólo por él conocidos.

Así, de escala en escala, fuimos siguiendo puntualmente la evolución de la historia. En principio  había sido un plantador de cacao; el mismo que, en el primer viaje, compartió  tapete y baraja con el marido en la cámara. 

Después vino el turno de un poderoso comerciante en maderas, antes de que la fortuna sonriese a uno de los más altos funcionarios  de la administración colonial. No tardó en correrse la voz, y menudearon los candidatos. En el microcosmos blanco de la colonia no había secreto que resistiese un par de copas entre amigos;  además, los agraciados eran los primeros en alardear públicamente  de  tan soberbio  trofeo de caza.  Ella, matizaban  con una mueca de envidia  quienes quedaban fuera de la categoría mínima exigida para ejercer derecho a opción,  picaba muy alto. Era también, al parecer, de gustos caros y muy ambiciosa, y sabía sacar partido  de ello. Se hablaba de joyas, talones bancarios firmados entre arrebatos de pasión, y también de un par de apacibles vidas familiares  deshechas irremediablemente,  para gran escándalo de las almas pías locales y regocijo de quienes miraban los toros desde la barrera.

Hacia los  últimos  viajes comprendí que la  situación se   volvía insostenible. El  amante de  turno, otro  plantador de  categoría, con posesiones en la isla y el continente, ocupaba la cabecera de la crónica local a   causa   de cierto desagradable   suceso doméstico. Para una esposa cualquiera,  a quien el espejo mantenía con objetiva crueldad al corriente de los estragos de una docena de años entre humedades ecuatoriales  y fiebres diversas, una cosa era no darse por enterada de que el marido  se alegrara la vida jugueteando con las siempre dóciles miningas del servicio doméstico, y otra muy distinta que el interesado  regresara a casa al amanecer silbando alegremente y con cabellos rubios enredados en la ropa. Así que, una de tales madrugadas, una esposa se había sentado a esperar en camisón, bajo el ventilador  que giraba perezosamente en el techo, con una botella de anís del Mono en una mano y una pistola en la otra. Había errado el blanco por quince centímetros, quizá porque cuando el marido abrió la puerta y se encontró con el cañón del arma apuntándole  a bocajarro,  la esposa ya se había bebido media botella de anís y su pulso dejaba mucho que desear. Ese tiro hizo mucho ruido, valga el fácil retruécano: el caso se hizo del dominio público y el gobernador militar, que hasta entonces había procurado  no darse por enterado, decidió tomar cartas en el asunto. Aquello  no era moral. El marido fue convocado por vía de urgencia y, tras una breve conversación cuyos pormenores  jamás  salieron  a la luz, abandonó el despacho  de Su 

Excelencia con un traslado fulminante  a la Península que equivalía  a una expulsión sumaria. 

V

Y fue así cuando, transcurridos  aquellos ocho meses, la vimos subir de nuevo a bordo. Era un atardecer de esos muy lentos y tranquilos, con el sol que se deslizaba  despacio a lo largo de la costa, silueteando cocoteros sobre la Cuesta  de las Fiebres. Era rojo el reflejo del mar en el puerto y los muelles, y el aire parecía inflamado  por algún incendio lejano. Eran rojas las paredes blancas  de la Aduana, y rojas las camisas  y rostros  de los colonos y funcionarios que, como en cada  viaje, se congregaban   en el muelle  después de la última copa a bordo  para despedir  a los pasajeros y observar la maniobra de largar amarras. Yo sabía lo que iba a  suceder, anunciado  desde dos días atrás con la ruindad y la mala fe que son de esperar en tales casos. Todos  estaban allí aquella tarde: los habituales y también  los que no lo eran, venidos  expresamente para no perderse  el espectáculo.

No quedaron  defraudados.   Estaba  a  punto de ordenar  la maniobra cuando los vi bajar de un coche, precedidos por un par de negros con su equipaje. La gente que aguardaba a pie de pasarela abrió  paso en silencio. Ella vestía de blanco, como al subir al barco en Cádiz, y su cabello dorado tenía reflejos rojizos  cuando, antes de ascender por la pasarela,  se quitó las gafas oscuras y paseó una mirada azul, serena y singular, por los rostros que la rodeaban.  Estaba  tan bella como el primer día, y vi que Martín, mi tercero,  tragaba saliva con dificultad, aun estando tan al corriente de lo ocurrido como lo estábamos yo y el ruin comité de despedida congregado en el muelle. Entonces el marido, que miraba al suelo, le tocó el codo y ella levantó la barbilla, desafiante, y se puso de nuevo en movimiento  como si despertara de un sueño o una imagen, pisó la escala y ascendió por ella con 

aquel balanceo suave de falda y caderas en las que no se ponía el sol, una entre cien, recuerden, sólo una de cada cien mujeres  es capaz de moverse así al abandonar la seguridad de tierra firme, y mucho menos dejando lo que aquélla dejaba a su espalda.

Pensé  que se  encerrarían    en su camarote  hasta zarpar, pero me equivocaba.  Se quedaron  los dos en cubierta,  mirando hacia el muelle mientras bajaban la pasarela y los negros soltaban amarras de los norays, dejando caer con un chapoteo las estachas al mar. Y mientras yo daba la orden de largar todo a popa, timón a estribor y avante poca, y el San Carlos empezaba a separarse lentamente  del muelle, el grupo que estaba en tierra se agitó  con un rumor que fue creciendo  hasta llegar a los pasajeros en cubierta. Primero fueron sonrisas descaradas, adioses guasones, pañuelos agitándose  con mala intención.  Después, gestos inequívocos  que dieron paso a groseras  carcajadas.  Me volví a mirar a la pareja, interesado, casi desatendiendo la maniobra. Apoyados en la regala, sin apartar los ojos de tan brutal despedida, los dos observaban impasibles el espectáculo, como si nada de todo aquello se refiriese  a sus propias vidas. No había en sus rostros expresión alguna, rastro de ira o vergüenza. Si acaso, altanería en la mirada fría, en los ojos azules de ella. Y quizá un punto de absorta atención, de reflexiva curiosidad  en él, en su forma de observar   a  la gente  que lo insultaba.  Como si de sus  rostros y voces pudiera  extraer interesantes consecuencias.

Y entonces,  desde el muelle, llegó hasta nosotros,  hasta él, clara y distinta, pronunciada con perfecta nitidez en un grito ruin, aquella palabra que yo había escuchado ya varias veces en voz baja entre los rumores del bar de a  bordo, en cada  escala,  pero que hasta  ese momento,   ya en la impunidad del muelle con el barco zarpando, nadie había tenido el valor de escupirle  a la cara:

—¡Adiós, cabrón!

Siguió un estallido de risas y de esa  forma quedaron  colmadas  las expectativas del rebaño congregado en el muelle,  lodo estaba consumado. Y entonces, cuando las carcajadas aún restallaban en el aire, él pareció volver lentamente en sí. Lo vi incorporarse un poco, todavía apoyado en la borda, e interrumpir  a la mitad el gesto, apenas iniciado,  de encender un cigarrillo. 

Se  quedó mirando a  los de abajo  de hito en hito, pensativo,  como si repasara sus rostros uno por uno. Y entonces torció el bigotillo rubio en una sonrisa que nunca le habíamos visto antes: una mueca desdeñosa, casi cruel, de esas  que tardan una eternidad en definirse y que siguen ahí incluso cuando su propietario  se ha ido. Y con esa sonrisa  en la boca levantó una mano, agitándola lentamente, en gesto de decir adiós.

—Para cabrones, vosotros  —dijo por fin  en voz alta y clara, muy despacio, arrastrando las palabras; y volviéndose  a medias hacia la mujer, que permanecía impasible, le pasó un brazo sobre los hombros y la atrajo hacia sí—… Porque ésta es una puta profesional  —se puso el cigarrillo en la boca, soltó una carcajada y con la mano libre se tocó la chaqueta,  a la altura del bolsillo interior donde tenía la cartera—. Y vuestro dinero me lo llevo aquí… No olvidéis saludar de mi parte al gobernador.

El viento soplaba de tierra, con olor a raíces y humedad, enredando el cabello de la mujer sobre su cara. Ella se lo apartó con un gesto, hermosa y fría como el mármol, inalterable, y pude ver cómo sus ojos azules paseaban un destello de triunfo sobre los rostros estupefactos del muelle rojizo, donde agonizaban los últimos rayos de  luz. Entonces ordené timón a  la vía y avante a media  máquina,  y con un rumor de hélices que hacía vibrar su viejo casco, el San Carlos puso proa al mar abierto.



 

martes, 18 de junio de 2024

Caso José González Casado

Los hermanos Medina Sanabria son una fuente imprescindible de información para este paseo por la calle 19 de septiembre de la vieja Santa Isabel. Pedro, por ejemplo, recogía en plena pandemia esta interesante noticia:

JOSÉ GONZÁLEZ CASADO ACUSADO DEL DELITO DE AUXILIO A LA REBELIÓN MILITAR

A.9.138.944

62

Excmo. Señor:

El Fiscal Jurídico Militar, evacuando el traslado que le ha sido conferido a tenor del artº 542 del Código de Justicia Militar, formula las siguientes conclusiones:

PRIMERA.- El procesado JOSE GONZALEZ CASADO, al iniciarse el Glorioso Movimiento Nacional, siguió una conducta en todo momento de acuerdo con el Comité del Frente Popular establecido en los territorios del Golfo de la Guinea Española. Actuó como miliciano rojo prestando servicios de armas, practicó registros de diferentes fincas, fue nombrado Agente de Policía por el Delegado del Frente Popular y en la noche del 3 de Octubre de 1936, en unión de Gerardo de la Cera [probablemente el agricultor zamorano Gerardo de las Heras Ríos], se presentó para detener a D. Antonio Pedroza, con el pretexto de que en la Caja de Curaduría de Niefa[g] se guardaban ciento cincuenta mil pesetas, que figuraban a cargo de del indicado. Al ser reconquistados los territorios de Guinea por las tropas nacionales, el procesado huyó al Camerún [con su hijo] donde permaneció hasta el 15 de Enero de 1940.

SEGUNDA.- Estos hechos que se encuentran probados a todos los folios del sumario son constitutivos de un delito de auxilio a la rebelión militar previsto y penado en el art. 240 del Código de Justicia Militar.

TERCERA.- No existen circunstancias modificativas de responsabilidad criminal

CUARTA.- Renuncia este Ministerio a ulteriores diligencias de pruebas y a la asistencia a la de lectura de cargos.

QUINTA.- Procede imponer a la procesado una pena de QUINCE años de reclusión temporal, con las accesorias legales correspondientes. Conmutable por NUEVE años según el apartado 9º del Grupo V de la Orden de 25 de Enero de 1940, relación con la Ley de 6 de Diciembre de 1940.

SEXTA.- Le será de abono al procesado el total del tiempo de prisión preventiva sufrida por razón de esta causa.

SEPTIMA.- Como responsabilidad es de aplicación el Decreto de 9 de Febrero de 1939.

OCTAVA.- Todo conforme a los preceptos legales citados y demás de general aplicación.

Santa Cruz de Tenerife 10 de Marzo de 1942.

EL FISCAL,

P.I.

[Firma rubricada precedida por el sello elíptico estampado en tinta, de la FISCALÍA JURÍDICO MILITAR DE CANARIAS * Santa Cruz de Tenerife, que lleva en su interior el escudo nacional del águila aferrando el Yugo y las Flechas].

 Cfr. Archivo del Tribunal Militar Territorial 5.- 7186-227-8- Causa 33 de 1941.- Folio 62.

---

Cuenta con expediente de indulto de 1957.

miércoles, 5 de junio de 2024

Presos heredados

No es la primera vez que lo contamos en este paseo por la vieja calle 19 de septiembre de Santa Isabel: 
El 1 de mayo de 1936, se constituye el Frente Popular en Fernando Poo, como estructura partidaria.

Esa primera experiencia apenas superó el mes: según la historiografía franquista, la victoria del Frente Popular en 1936 tras el escándalo de la gürtel del gobierno de derechas, pone nervioso a los poderes fácticos coloniales y el gobernador «Reúne a la Junta de Autoridades el 5 de junio y promulga un bando por el que se declara a la colonia en estado de excepción, lo que le permite expulsar al Presidente del Frente Popular Rodríguez Delgado y a otros agitadores, a los que pone a disposición de la Audiencia de Canarias».

 


Los deportados son Rafael Rodriguez Delgado, abogado y presidente del Frente Popular, Sotero Ortega Yáñez, Eugenio Santos Germán, agricultor, y Antonio Alfonso Rodriguez, carnicero.

Serán encarcelados como presos gubernativos, sorprendiéndoles el golpe de Estado estando ya en prisión.

Y aunque el 28 de junio de 1936 "La Guinea Española" daba la noticia de su próximo regreso en el Ciudad de Cádiz, el diario “Acción” de Las Palmas confirmaba en su edición del día 24 la Lista de los detenidos en Las Palmas y pueblos de la isla, incluyendo a los cuatro de Fernando Póo entre los alojados en la Prisión Provincial y Castillo de San Francisco.

Así, fueron heredados por autoridades golpistas canarias, pasando desde ese momento por diferentes confinamientos, incluyendo los almacenes de la bananera Fyffes o Faifes, (como la denominaba la población local) o el campo de concentración del viejo lazareto de Gando, en donde recibieron a los 150 presos coloniales tras la caída de Bata.

Los cuatro tuvieron diferentes procesos:
  • Rafael Rodriguez Delgado: «tras muchas aventuras intercontinentales, que, entre otros destinos, lo llevaron a desempeñar durante doce años un importante puesto como Asesor jurídico en la Sección de Interpretación de Lenguas de la Organización de las Naciones Unidas, en Nueva York, vive ahora en Madrid, jubilado, escribiendo en Indice, con su mujer y sus dos hijos».
  • Sotero Ortega Yáñez: En 1952 se le concedió la libertad condicional junto a otros veinticinco penados.
  • Eugenio Santos Germán: acusado por "hojas clandestinas" 
  • Antonio Alfonso Rodríguez: El Consejo de Guerra le condenó a pena de muerte, si bien posteriormente sería conmutada por la de cadena perpetua; pena que entonces consistía en treinta años de reclusión mayor. Cuenta Juan Rodríguez Doreste que, en el campo de concentración de Gando, Antonio Alfonso integraba las tertulias literarias en Gando, y tras su excarcelación se exilió, «olvidado de la poesía, se halla ahora en Caracas dedicado a la filatelia comercial».


lunes, 3 de junio de 2024

La herencia del padre Juanola

¿Recuerdas al padre Juanola? Su tumba y monumento se encuentra en el viejo cementerio de San
Fernando, actual barrio de Ela Nguema.

La historiografía le atribuye haber retenido la isla de Annobón frente a las pretensiones anexionistas alemanas:

«La bandera nacional ondeaba bien visible en la isla, lo que no fue obstáculo para que produjera el incidente con el buque alemán Ciclope 2, que otorgó al padre Juanola una notable celebridad. A los pocos meses de la llegada de nuestros misioneros a la isla hizo su aparición en su playa dicho buque germano, cuyo comandante, sospechando que estaba abandonada, quiso usar a favor de su patria del derecho concedido por la Conferencia de Berlín, de que las potencias podían apoderarse de las tierras de nadie. Para efectuarlo hizo bajar a tierra a unos marineros de la dotación para que cortasen árboles, a fin de preparar mástiles en que poder izar la bandera de Alemania.
El padre Juanola, muy ajeno de sospechar las intenciones del comandante alemán, se dirigió al Ciclope en compañía del padre Vila, no sin antes enarbolar en la misión, como siempre que llegaba un barco, la bandera española». Ese gesto fue decisivo.

En el acta de defunción del Padre Juanola hay un escrito que dice, dirigiéndose al Comandante del Ciclope que pretendía ocupar la Isla de Annobón: «Si quiere ocupar esta Isla que es española, tendrá que pasar por encima de esta Bandera y después por encima de mi cuerpo».

Su monumento funerario resume su vida y obra en 4 mármoles ilegibles: «La colonia de la Guinea española agradecida a los beneficios recibidos del R. P. Joaquín Juanola Misionero del Corazón de María que permaneció en estas posesiones 27 años consecutivos hasta que falleció en la Paz del Señor 2 de Abril 1912 le dedica este monumento. Visitó antes que otro europeo los valles y residencia de Moka y trató con el Jefe superior de los bubis que se decía invisible, haciéndole reconocer la soberanía española. Defendió la Isla de Annobón contra ocupación extranjera enarbolando la bandera española y fué mediador entre el Gobierno y los pueblos de Bau, Rebola y otros. Escribió la primera Gramática Bubi. Poseyó numerosas lenguas y fué intérprete y consejero universal en estos Territorios.»


   


Precisamente, su gramática bubi es la que motiva esta parada en el paseo por la vieja calle 19 de septiembre de Santa Isabel. Se trata de un trabajo interesante para conocer más sobre la lengua bubi, tal vez sólo precedido por el limitado diccionario misional del padre Usera.

Recientemente, la Real Academia de la Lengua Española ha dejado accesible la consulta de sus fondos históricos digitalizados, y -entre otros- es posible acceder íntegramente al "Primer paso á la lengua bubí ó sea ensayo á una gramática de este idioma: seguido de tres apéndices. 1º Sobre el lenguaje bubí de Concepción, 2º Sobre el de San Carlos, 3º Sobre unas cuantas notas de sintáxis por el Rdo. P. Joaquín Juanola."





Puedes consultar el "pequeño diccionario de las voces más comunes y usuales del idioma" en el texto Memoria de la Isla de Fernando Poo por Jerónimo de M. Usera y Alarcón en el Ateneu Barcelonès.
Hay otra copia digital accesible en la Biblioteca Nacional.



Y la Gramática de la lengua bubi por Joaquín Juanola Rovira en los fondos digitalizados de la Real Academia de la Lengua Española.






Pero si quieres algo más actual (por lo menos, más cercano al siglo XXI), en el Fondo Digital de Guinea Ecuatorial de la Cooperación Española podrás acceder al Curso de lengua bubi por Justo Bolekia Boleka.



domingo, 2 de junio de 2024

Llegaron las elecciones europeas

Ayer empezó el voto CERA🗳️ en la Embajada de España en Malabo y en el Consulado General en Bata.


Hasta el día 6 de junio, puedes acudir a votar, sin necesidad de cita previa, y sin necesidad de haber recibido cualquier documentación electoral. Los consulados tienen todo para que podáis ejercer vuestro derecho. Tan solo lleva DNI o pasaporte, no importa si están caducados. Y si no los tienes, puedes usar la certificación de nacionalidad o de inscripción en el Registro de Matrícula Consular, expedida en Bata o en Malabo.

Hablando de representación... ¿vemos el Consejo de Residentes en el Exterior?: Frente a los 700 electores mínimos que establecía el Real Decreto 1339/1987, de 30 de octubre, sobre cauces de participación institucional de los españoles residentes en el extranjero, el actual Real Decreto 1960/2009, de 18 de diciembre, por el que se regulan los Consejos de Residentes Españoles en el Extranjero, establece un mínimo de 1.200 electores.

¿Y cuántos residentes hay en Guinea Ecuatorial? Según datos del Instituto Nacional de Estadística, en abril de 2024 se contabilizaron un total de 1.542 españoles inscritos en el Censo electoral de españoles residentes en el extranjero (CERA). Eso sí, repartidos entre la demarcación de Bata y Malabo.


domingo, 26 de mayo de 2024

El negro pasado del marqués

Sello de la empresa familiar
No, con "el negro pasado del marqués", en esta ocasión no nos referimos al marqués de Comillas, esclavista y fundador de la Trasmediterránea:

Acaba de publicarse el portal España Esclavista, que en su presentación aclara que "La esclavitud fue una institución muy presente en la historia de España. Hubo centenares de miles de personas esclavizadas, algunas de las cuales sufrieron cautiverio bien entrado el siglo XIX. Y a los dominios americanos de la Monarquía Hispánica llegaron más de dos millones de cautivos africanos que fueron allí convertidos en esclavos. España fue, de hecho, el último país europeo en abolir la esclavitud en sus colonias (en Cuba, en 1886). No hay tampoco que olvidar la notable presencia de comerciantes y de buques negreros españoles en la trata trasatlántica, especialmente durante el siglo XIX. De aquel pasado esclavista se conservan numerosos legados materiales, unos vestigios que están presentes a lo largo y ancho de la geografía española. El objetivo principal de esta web (que estará permanentemente en construcción) es mostrar y poner de relieve los numerosos rastros materiales del pasado esclavista español, los cuales perviven en la actualidad en nuestros pueblos y ciudades. Una página que pretende ofrecer, de manera adicional, diversos recursos divulgativos (legislación, estudios, enlaces a otros recursos accesibles en línea, …) para facilitar un mejor conocimiento del pasado esclavista español."

A través del portal es posible reconocer historias ignoradas, ocultas o edulcoradas.

Por ejemplo la de Antonio Vinent y Vives, marino y capitán de barcos negreros cuyos hermanos José y Francisco tenían factorías en Corisco (la trama esclavita de nuevo...), la reina Isabel II le otorgó el título de marqués de Vinent en 1868. 

Resume el portal: "Nacido en Menorca, en 1809, Antonio Vinent ejerció como capitán de diversos buques negreros (de la corbeta Gloria, por ejemplo), [ En la década de 1830 sus hermanos José y Francisco tenían una factoría en la isla de Corisco, por lo que sus nexos con el tráfico ilegal de africanos esclavizados hacia Cuba fueron muy estrechos.] y luego, en 1842, se avecindó en Cádiz desde donde despachó numerosas expediciones a las costas de África. Trasladó su residencia a Madrid, en 1860, para ejercer sobre todo como banquero. Invirtió parte de su fortuna en fincas agrarias, comprando once cortijos o cotos en la comarca de la Sierra de Segura, en Jaén: cinco en Siles (Arroyo Llano, San Blas, Calar del Mundo, Castro Bayona, Cañada del Villar y Ardacheles), tres en Hornos (La Setera, Pinar de la Fuente de los Perales y San Román), uno en Santiago de la Espada (Torre del Vinagre o Malagón), otro en Benatal (La Hortizuela), otro en La Puerta de Segura (La Vicaria). Compró también la casa de la calle Somera, 36 (en Siles). Senador vitalicio desde 1864, Isabel II le nombró marqués de Vinent, en 1868."

De hecho, Gustau Nerín establece una relación entre el ataque del británico de Dennman en 1840 a las factorías negreras de la zona de Gallinas, Corisco, Ambriz y Cabinda como el revulsivo para que la ciudadanía española y los políticos reclamaran la vuelta al territorio abandonado durante décadas: 

"El ataque de Denman en 1840a las factorías negreras de Gallinas, Corisco, Ambriz y Cabinda, todas en la costa occidental africana, reavivó el interés de la Corona española por la posesión de una colonia en África Ecuatorial. Se pensaba que con un establecimiento permanente en la zona se podría proteger a los barcos negreros y obstaculizar la labor de la patrulla naval británica. El Ministerio de Estado empezó a revolver viejos documentos para intentar recuperar las islas de Fernando Poo y Annobón, cedidas por los portugueses en 1778, pero no ocupadas. Finalmente, en 1843 se envió al golfo de Guinea una expedición, dirigida por Juan José Lerena, para apoderarse de ambas islas. Pero Lerena tenía también instrucciones de establecer la soberanía española en Corisco, fundamentándose en la presencia de factorías españolas en la zona. La expedición de Lerena no supuso la ocupación del territorio, pero sería un precedente básico para el establecimiento de la colonia, en 1858. Una colonia que incluiría Corisco, en honor a la colaboración de los bengas con Vinent y Pons."

En la web del Senado es posible acceder a la biografía del senador Vinent y una gran cantidad de documentos, esquela incluida, pero no hay datos de su pasado negrero.

No fue el único, y el portal España Esclavista permite acceder a más relatos sobre el origen de algunas de las grandes fortunas españolas (marqueses o no, aunque sí hay varios que lo son) o de edificios emblemáticos y patrimoniales. 

En algún momento, habrá que plantearse que las políticas de memoria histórica en España también deben de incluir el reciente pasado colonial.

lunes, 20 de mayo de 2024

El caso del Capitán del puerto

En su informe de 23 de septiembre de 1936, Ramírez Dampierre, habla de un total cuarenta detenidos en la noche del 18 al 19, que los días posteriores se irán incrementando con nuevos arrestos. Entre los mismos, el diplomático luso distinguía, además de tres portugueses, media docena de funcionarios de la Secretaría General del Gobierno, cuatro funcionarios de la Administración de Hacienda, tres de la Administración de Correos, dos negros, el capitán del puerto, y varios particulares.

No sabemos si el desaparecido sargento Núñez estuvo entre estos primeros detenidos, ya que no hay apenas nombres en el relato. En este paseo por la vieja calle 19 de septiembre de Santa Isabel hemos ido desgranando varios de ellos, y aunque nos sigue faltando el nombre del hombre de El Chiringuito (que recibió un tiro en la pierna esa noche), sí tenemos el del Capitán del Puerto.

Se trata de Miguel Morillo Martín-Pinilla, nacido el 18 de febrero de 1905, y que en 1923 opositó con éxito a la Escuela Naval Militar. Una década después -pese a sus deseos de establecerse en París o Londres por una temporada que le escribía a la poeta Mathilde Pomès- el joven alférez de navío de la Armada, de la dotación del cañonero Canalejas, acabó obteniendo la plaza de Ayudante de Marina y Capitán del puerto de Santa Isabel de Fernando Poo en sustitución de Ignacio Martell Viniegras:

«Como resultado del concurso convocado en la Gaceta de Madrid de fecha 7 de Noviembre próximo pasado, para la provisión de la plaza de Capitán de puerto de Santa Isabel de Fernando Poo, ha sido nombrado para desempeñarla el Alférez de Navío D. Miguel Morillo Martín-Pinilla. En previsión de que por cualquier circunstancia vacara de nuevo la referida plaza, se designa a D. Martín Ugalde Echevarría, Oficial primero del Cuerpo general de Servicios Marítimos y Subdelegado Marítimo de Laredo, a quien se confiere esta opción por el plazo máximo de seis meses.
Madrid, 22 de Diciembre de 1934.— El Inspector general, Antonio Nombela

Así, cuando se produce el golpe de Estado del 18 de julio de 1936, se encuentra destinado en Fernando Póo. Y si bien no consta que se involucrara en la creación del Frente Popular local, la historiografía franquista no duda de su apoyo a la autoridad republicana ("Judas auténtico", dirá de él).

Narciso Jesús Nuñez Calvo, en su ponencia Guarnición militar y Fuerzas de Orden Público en Guinea, lo cuenta así: 

El Heraldo de Zamora,
14 de diciembre de 1936.
«En la bahía de Santa Isabel se encontraba fondeado desde el día 24 del mes anterior, el crucero Méndez Núñez, siendo su comandante el capitán de fragata Trinidad Matres García, quien al estallar el alzamiento militar recibió un radio del ministerio de Marina para que regresase a la metrópoli. Sin embargo cuando realizaba el viaje de regreso, ordenaron su vuelta a Santa Isabel, ya que si bien la colonia no se había sublevado contra el gobierno de Madrid la situación se había tornado muy tensa. 

Dado que el comandante del crucero no era de la confianza de la dotación pro‐republicana se procedió en la madrugada del día 29 de agosto a su destitución siendo desembarcado junto a la mayor parte de los oficiales. Recluidos inicialmente los oficiales desembarcados en el palacio del gobernador tuvieron que ser trasladados (...) hasta  una  finca  ubicada  en  Basakato [la de Teodomiro Avendaño]. La conducción se llevó a cabo por fuerzas de la Guardia Colonial bajo el mando del capitán de la Guardia Civil Enrique Pueyo del Val y acompañados del teniente de navío Miguel Morillo Martín, quien por aquel entonces estaba al servicio de la administración colonial».

Por contar con la autoridad y la confianza del Gobernador, probablemente él también es el responsable del cateo de la hacienda de Avendaño, descubriendo los explosivos que había facilitado su vecino de San Carlos, Maximiliano Jones, y las armas con que los oficiales planificaban tomar y destruir el Méndez Núñez.

Los hermanos Salvador y Fernando Moreno de Alborán y Reina le darán igualmente un valor decisivo en La guerra silenciosa y silenciada

«Mientras tanto, en Santa Isabel, el Comandante y los oficiales [del Méndez Núñez] habían hecho reiteradas gestiones reservadas para tratar de hacerse con el buque para la causa nacional con el concurso de un núcleo de civiles y la Guardia Colonial. Los resultados fueron siempre negativos; podía contarse con tres o cuatro civiles, pero nunca con la Guardia Colonial. El capitán de Puerto de Santa Isabel, teniente de navío Morillo, se mantenía fiel al Gobernador y no actuó ni pensaba actuar en favor del Comandante y oficiales del crucero. (...) Más tarde se supo que el entendimiento directo entre el comité del buque, presidido por el tercer maquinista Sierra y el Presidente del Consejo de ministros a través de radio Basile (...) era un hecho conocido por el Ayudante de Marina, teniente de navío Morillo quién mantenía informado al Gobernador. (...) Si en Fernando Poo, el Comandante del Méndez Núñez, capitán de fragata Matres, hubiera contado con el apoyo del teniente de navío Morillo y la Guardia Colonial, podía haberse resuelto el problema. Bastaba con llevar a cabo unas detenciones a bordo y embarcar un pelotón de guardias, para haber incorporado el crucero al Alzamiento y dominado la isla y el continente. Pero no fue así; no pudo contar con la Guardia Colonial y el teniente de navío Morillo era, además, confidente del Gobernador».

Y para que no hubiera dudas de su lealtad, tenía -además- la falta imperdonable de ser uno de los públicos contribuyentes a la donación de las 10.353,65 pesetas para la República, conforme a la Gaceta de Madrid del 5 Noviembre 1936.



Así, no es de extrañar que con el triunfo del golpe de Estado el 19 de septiembre, Luis Serrano Maranges le depusiera nombrando a José González Ramos en su lugar, y Morillo acabara arrestado y encerrado en el enorme barracón de cemento del puerto viejo.

Tuvo, de todo modos, mejor fortuna que el sargento Anastasio Núñez, que desapareció en los «practicamente incruentos "incidentes" de Santa Isabel».

Tras la caída de Bata, fue posteriormente detenido en el crucero auxiliar Ciudad de Mahón. En febrero de 1937 fue trasladado a la prisión militar del Castillo de Santa Catalina en Cádiz. Fue juzgado en Consejo de Guerra (Causa nº 131 de 1937) y condenado en mayo de 1938 a seis meses y un día de prisión, separación del servicio y baja de la Armada.

Mientras se produce su trasladado a Cádiz, y puesto que no está ni entre los 150 coloniales del campo de concentración de Gando, ni entre los repatriados a través de las fronteras con los territorios bajo administración francesa, el gobierno republicano infiere que se ha sumado a los sublevados e Indalecio Prieto decreta su baja definitiva en la Armada, con pérdida de empleo, sueldos, gratificaciones, derechos pasivos, honorarios, condecoraciones y demás prerrogativas o emolumentos que puedan corresponderle...

A pesar de ser la cara de "Judas auténtico" por su lealtad, según la historiografía franquista, en las décadas posterior hay trazos de que comparte actos sociales y eventos fraternos con sus viejos compañeros de promoción.

Finalmente, le perdemos la pista, hasta diciembre de 1978, ya con una nueva Constitución y muerto Franco, en que Gutiérrez Mellado firma la orden por la que se dispone el pase a la situación de "retirado", «con determinación de que, de haber continuado en activo, habría alcanzado, por antigüedad, el empleo de Capitán de Navío, y su retiro por edad le habría correspondido el 18 de febrero de 1969, quedando modificadas en este sentido la Orden Ministerial de 25 de mayo de 1938, que lo dio de baja en la Armada, y la Orden Ministerial número 1.079/77 (D) , de 25 de agosto (D. O. núm. 196) , que dispuso su pase a la situación de "retirado", habiendo perfeccionado catorce trienios de Oficial».

martes, 14 de mayo de 2024

¿Qué fue de Ángel Miguel Pozanco?

Poco sabemos de Ángel Miguel Pozanco Barranco, periodista, escritor y abogado, "republicano intransigente" según la historiografía franquista, o como decía de forma aséptica la Gaceta de Madrid (1940), "natural de Sevilla, de 37 años de edad, hijo de Miguel y de Purificación, casado, oficial de secretaría judicial, domiciliado últimamente en Bata (Guinea), y en la actualidad en ignorado paradero".

Mientras permanecían en asilo temporal en Yaundé, Ángel Miguel Pozanco al igual que el subgobernador Hernández Porcel fueron condenados a muerte en ausencia.

Pero como es habitual, las sanciones se acumulaban por la vía militar, civil, administrativa...

Así, en diciembre de 1937, en Santa Isabel el Juez que instruye la causa número 630 de 1936 le llama a comparecer junto con otros ciudadanos "para notificarles el auto de procesamiento y tomarles la indagatoria y demás diligencias, bajo apercibimiento de ser declarados rebeldes, encareciendo a las Autoridades y sus Agentes la busca y detención de los citados, presentándolos en este Juzgado Militar, sito en Santa Isabel de Fernando Póo, cuartel de la Guardia Colonial, debidamente vigilados y custodiados." 

Y en 1939, el Auditor de Guerra de Canarias publica una requisitoria y en su nombre el Juez Militar eventual de Bata, para juzgarle por "auxilio a la rebelión y malversación de caudales públicos". 

Por si no hubiera dudas (que no las había) en su posicionamiento leal al gobierno republicano, Pozanco formaba parte del listado público de los contribuyentes a la donación de las 10.353,65 pesetas para la República, incluido en la edición de la Gaceta de Madrid del 5 Noviembre 1936.

En 1940, el Tribunal Regional de Responsabilidades Políticas de Santa Isabel le juzga en ausencia y es condenado a la pena de "quince años de destierro de estos territorios, inhabilitación especial durante el tiempo de la condena para el ejercicio de su profesión de oficial de Secretaría y pérdida total de sus bienes en la Colonia". No podía ser de otra forma, si -como él mismo relata- se significó como leal al gobierno republicano incluso evitando que el Fernando Póo cayera en manos de los golpistas: "Al final llegamos a Exoloba [en territorio francés], desde donde hicimos circular el siguiente radiograma : 'Capitán Comité República vapor español Fernando Poo. Os comunica Pozanco secretario subgobierno Bata para manifestaros orden Subgobernador Porcel que isla Fernando Poo declarose facciosa bajo mando teniente coronel Serrano. Ayer 23 barco pequeño desembarcaron Kogo Rio Benito, incautándose estación radio Bolondo aprisionando telegrafistas varios más, intentando dirigirse Bata, conteniéndoles tres kilómetros Bolondo. Advertidos nosotros movimiento anteriormente, declaróse estado guerra, cese capitán, tenientes, Guardia Colonial. Precisamos urgente auxilio vuestro, diríjanse toda máquina Bata'…"

Y todavía se reiterará la condena en 1941.

Curiosamente, en 1957 se tramitará de oficio su indulto.

¿Armamos el resto del puzzle?; Huído tras la caída de Bata, el 15 de octubre llegó a Camerún en busca de asilo hasta que pudiesen regresar a zona republicana. Tras estos hechos, los sublevados aprovisionaron Guinea con material de guerra y especialistas alemanes. La nueva guardia marroquí controlaba todo y cometió toda clase de abusos incontrolados con los nativos, muchos de los cuales también migraron al Camerún. 

Finalmente se reincorporó al territorio republicano en Valencia vía Burdeos, siendo reintegrado a su categoría profesional el 16 de julio de 1937. Es mismo año publicó Guinea Mártir: narraciones, notas y comentarios de un condenado a muerte, además de numerosos artículos sobre la guerra y de denuncia al fascismo y su aliados. Se trata precisamente de un prolífico periodo en el que publicará -entre otras- libros como Ojos que no ven (dedicado a Mª Teresa León, esposa de Rafael Alberti, y al propio poeta con el que había compartido pupitre de escuela) y la novela tropical Esfinge roja; esfinge de ébano.

[Un inciso: entre los títulos de la biblioteca del presidente Negrín hay un ejemplar de Guinea Mártir. El ejemplar está dedicado a Juan Negrín en una fecha muy significativa, el 1º de mayo de 1938.]

Siendo reemplazo de 1924, fue llamado a filas por el Gobierno de la República el 12 de septiembre de 1938.
Iñaki Tofiño ha hecho seguimiento en su tesis a su producción narrativa durante ese periodo y constata que "Su presencia en prensa se cierra el 6 de enero de 1939, veinte días antes de la entrada en Barcelona de las tropas rebeldes, con la publicación de un anuncio de su libro en La vanguardia (6/1/1939). No publicará nada más, así que es probable que se uniera al éxodo republicano. A saber si consiguió rehacer su vida o acabó sus días en algún campo de prisioneros. Su nombre, eso sí, aparecerá en multitud de textos oficiales producidos por los tribunales del nuevo régimen."

Efectivamente, tras la derrota republicana acabó en territorio francés, solicitando la evacuación a México para él y para Enriqueta Villalba Evangelia, su esposa. En ese periodo,  nacerá su hijo Víctor Enrique (1940) en Biarritz.


La información sobre Pozanco se difumina; su esposa e hijo vivirán en Barcelona, en donde fallecerá Enriqueta, mientras él vivirá exiliado en Venezuela.

Finalmente, se truncará su convicción de regresar algún día al territorio ecuatorial, ya que falleció en Caracas. 

Y en 2012, su hijo -que también era escritor y poeta- publicará Memorias epistolares, recogiendo sus vivencias incluyendo "el padre emigrado que, desde tan lejos, se entera de la muerte de su esposa, nunca aclaradas las circunstancias reales del fallecimiento aunque el joven Víctor ni siquiera pueda compartir con él las sospechas que alberga para no comprometer la seguridad de su progenitor en el exilio caraqueño."

En su recuerdo, Víctor Pozanco convocará durante años el Premio de Poesía y Novela "Miguel Ángel Pozanco", y publicará los textos premiados en los cuadernos de la Biblioteca Ciencias y Humanidades (Biblioteca CyH) de Barcelona.